Al acabar el mes trasladaría la información a un gráfico que registraba la incidencia de las enfermedades individuales sobre el calendario. Sabía de antemano que las fiebres tendían a aumentar marcadamente en verano, apoyando su teoría de que eran un subproducto de las emanaciones nocivas que se manifestaban en su máxima virulencia con el calor. A la inversa, los índices de mortalidad, registrados en otro gráfico, descendían en esa época del año; el número más elevado de decesos era consecuencia de afecciones de pecho, y era en los meses de frío cuando hacían estragos.
Llevaba un meticuloso registro, sacando información del caos. Nada tenía sentido si se veía aisladamente, fuera de su contexto. Era preciso discernir las pautas.
Poco antes ese año, París había decretado que en adelante todos los sospechosos políticos serían trasladados a la capital para ser juzgados allí. Castelnau había protestado enérgicamente. La pluma de Mercier se había superado a sí misma: «Entre el pueblo y sus enemigos no puede haber más que la espada. Solo cuando la ven caer rápidamente los mismos ciudadanos que han identificado la traición en el corazón de sus vecinos, podemos estar seguros de mantener en Castelnau el ardor revolucionario al rojo vivo». Ya fuera aturdida por la elocuencia de Mercier o sofocada por sus propios enredos burocráticos, la Convención se había ablandado: Castelnau conservó su tribunal. La victoria se celebró con hogueras y la distribución de un poema compuesto por un oficial municipal inferior. Empezaba: «¡Oh, Castelnau! Todos los que hemos mamado de tus abundantes pechos…».
Las ejecuciones tenían lugar ahora cada cuatro días, los crímenes contra la Revolución representaban un promedio de cinco muertes cada vez.
«Errores de interpretación.» Él ya no estaba seguro de tener la fe para restarles importancia.
Fuera, una vaga conmoción -arañazos, golpes, crujidos, voces susurradas- señalaba que los pacientes que habían sido sacados al jardín para disfrutar del sol y el aire puro estaban siendo llevados de vuelta a sus salas. Cogió una hoja de papel y se puso a escribir.
Cuando hubo terminado, la habitación había sido ocupada por la oscuridad. Oyó el ruido metálico de un objeto -¿un cuchillo, una sartén, una bandeja de latón?- al caer en el pasillo. Se disponía a encender la lámpara cuando pensó: ¿Para qué? La semioscuridad gris que se filtraba por la ventana duraría fácilmente el tiempo que hiciera falta.
Buscaba a tientas la botella en el armario que había junto al escritorio de Ducroix cuando alguien llamó a la puerta. No había oído pasos. Venían sin hacer ruido, al caer la noche, era entonces cuando llamaban a la puerta, mostraban sus órdenes, registraban la casa y te llevaban con ellos. Paralizado de miedo, el corazón le dio un vuelco enloquecido.
Ella estaba allí, sosteniéndose sobre un pie, vestida con ropa de calle.
– No quería irme sin asegurarme de que está bien.
Él alargó una mano, la hizo entrar en la habitación y cerró la puerta.
– Sophie -dijo sin soltarle la muñeca-, tengo intención de dimitir del Comité. He escrito una carta a Ricard.
– Estoy segura de que la decisión que ha tomado es correcta. Y sin duda valiente.
– ¿Significa eso que le parece necia?
– Oh, no -dijo ella muy seria-, en ese caso le hubiera dicho que tenía valor.
Y entonces él empezó a besarla.
Habiendo amanecido temprano, Joseph caminó por calles donde las sombras seguían frías, hasta que salió a los muelles y el calor le rodeó los hombros como un brazo amigo. Un niño y dos viejos pescaban en el río deslumbrante por el sol. Unas aves blancas, torpes puntadas sobre una tela azul, llenaban el aire de graznidos quejumbrosos.
– Ç a ira! -bramó él cruzando a grandes zancadas el puente-. Ç a ira!
El centinela que se mondaba los dientes lo siguió con la mirada agriamente, preguntándose qué motivos tenía ese tipo para cantar.
Estaban montando el mercado en la plaza del final de su calle, y una mujer que no podía dejar de bostezar le vendió un enorme ramo de lilas blancas, que dejó en la jarra junto a la palangana. El aroma inundó su habitación, alguien bajó con estrépito las escaleras, le faltaba un botón de la camisa.
En todo Castelnau, el decreto del comité de cerrar con candado las iglesias se topó con una furiosa resistencia. Los obreros textiles amenazaron con ir a la huelga; los estibadores y barqueros la declararon. De todas partes llegaron cartas protestando por la violación del derecho de un ciudadano a escoger el lugar y la forma de su culto. La injusticia, que coincidió con el buen tiempo primaveral, llenó las calles de un torrente de manifestaciones: carreteros, prestamistas, vinateros, zapateros, verduleras, viajeros, barberos, afiladores de cuchillos, herreros, canteros, sastres, exterminadores de ratas, encuadernadores de libros, adivinos, flautistas, cantantes de baladas, vendedores de violetas, contrabandistas de armagnac. Vecinos que hacía años que no se hablaban se apiñaban en rellanos.
Cuando en la reunión del club llegó la hora de las preguntas, un ebanista preguntó a bocajarro si París había decretado el cierre de las iglesias; el alcalde tuvo que admitir que la decisión había sido iniciativa suya. Los candados fueron retirados a la mañana siguiente por los mismos cerrajeros que los habían colocado. En una reunión de emergencia del comité, Mercier trató de restar importancia al fiasco.
– Un pueblo dominado por el clero se aferra a sus rituales. Con el tiempo entrarán en razón.
– Y hasta que lo hagan -dijo Joseph- podemos guillotinarlos.
Nadie se abalanzó sobre él. Pero no le hubiera importado, ya no.
– Si los conservadores se alían con los trabajadores… -No hizo falta que Chalabre terminara la frase.
Fue a Ricard, por supuesto, a quien se le ocurrió la contraestrategia: dado que los ataques directos a la Iglesia se habían limitado a hacer el juego al enemigo, ¿por qué no proporcionar una alternativa al cristianismo? Tenía pensado una serie de celebraciones basadas en el nuevo calendario que, gradual e imperceptiblemente, reemplazarían las viejas fiestas litúrgicas y de santos proporcionando a los trabajadores las mismas oportunidades para descansar y divertirse. Un Festival de la Juventud en primavera, un Festival del Matrimonio en verano, un Festival de la Agricultura en otoño.
Joseph había querido hablar con Ricard antes de entregarle formalmente la dimisión. Pero el alcalde se marchó apresuradamente del comité mientras seguían deliberando, porque llegaba tarde a una reunión con los dirigentes de los trabajadores del río que estaban en huelga. Y ya habían pasado cuatro días.
Diciéndose que Ricard lo comprendería, dejó el sobre en su escritorio y siguió a Mercier escaleras abajo.
Por un golpe de buena suerte, acababa de llegar al ayuntamiento la estatua de Rousseau que habían encargado el año pasado. El Festival de la Libertad, la primera de las nuevas fiestas, se organizó apresuradamente en torno a ella.
Floreal era el mes de las flores. En la plaza, frente al Templo de la Razón -antaño conocido como la catedral de Saint-Denis-, había montones de rosas blancas y rojas. Ramas frondosas y guirnaldas de caléndulas adornaban los edificios que la rodeaban, y a ambos lados de la rué de la Liberté había gente vestida de blanco: a la derecha los hombres con sus hijos varones, a la izquierda las mujeres y las niñas, todos con ramos de flores y cestas de fruta.
A lo largo de un lado de la plaza se habían colocado hileras de bancos reservados para los dignatarios. Al ocupar su asiento Joseph se vio obligado a pasar por detrás del alcalde. Vaciló… y Ricard, volviéndose hacia él, lo saludó con la afabilidad de costumbre.
El alivio y la gratitud se manifestaron como un torrente de perogrulladas: un día perfecto, la ciudad estaba espléndida, había que felicitar a todo el mundo, esperaba que el alcalde estuviera bien. Y dónde estaba Lisette, hacía mucho que no la veía. Se había despertado con jaqueca, respondió Ricard.
– Nunca le ha sentado bien el calor.
La gente se abría paso a lo largo de la fila a sus espaldas. Ricard le tendió la mano; él se la estrechó y siguió andando.
Un batallón de chicos se acercó marchando bajo una pancarta en la que se leía: «Nos puso a Emilio como modelo». Tendría que memorizarlo para Matty. En el coro apiñado en el ángulo adyacente a la plaza distinguió a dos niñas resplandecientes en seda blanca y fajines azules, cogidas de la mano, el cabello pelirrojo brillando al sol.
Sol, música, una patriótica mañana de banderas ondeando.
Las voces inmaculadas de los niños.
Pensó en lo fácil que era rechazarlo todo calificándolo de sentimiento barato, emoción orquestada. Pero lo vio como la inexorable marcha humana hacia la hermandad, un tambaleante impulso de alcanzar la bondad, y se sintió profundamente conmovido.
Habían plantado un roble en el centro de la plaza. A su sombra, la estatua cubierta por un velo esperaba en su pedestal. Dejaban de oírse las canciones cuando Ricard y un grupo de concejales abandonaron sus asientos para subir a la tarima que se había levantado al lado de la estatua. El alcalde llevaba un sombrero con plumas, y su abrigo verde era del mismo tono que las hojas del roble. Joseph vio a una de las niñas dar un codazo a su hermana, señalando con la cabeza a su padre, que se alzaba sobre los otros hombres conforme subía los escalones de la tarima.
Debería haber ido a verlo, pensó. Debería haberle explicado sus razones. Pero el pesar se escurrió como un pez por delante de él y desapareció sin dejar ninguna onda en el agua. Últimamente, aunque rebosaba de una vaga y risueña benevolencia, las demás personas no le parecían ni interesantes ni relevantes. «Sophie», decía a menudo en alto, sobresaltando a la gente a su alrededor, «Sophie». El tiempo que pasaba lejos de ella transcurría en un estado de ensoñación alerta.
La voz de Ricard se extendió sobre la silenciosa plaza. El roble representaba la resurrección de la libertad en Francia, dijo, era el árbol genealógico de la gran familia de los hombres libres que un día heredarían el mundo. El roble crecería y resistiría durante generaciones. Los niños reunidos hoy bajo sus ramas volverían dentro de unos años con sus propios hijos y nietos, y les hablarían con orgullo de los heroicos días en que los hombres rompieron las cadenas y nació la libertad.
A la izquierda de Joseph hubo un movimiento. Miró de soslayo y vio a una mujer secándose los ojos con un pañuelo con fragancia de lavanda. Evidentemente, él no era el único que se había dejado conmover. De pronto la mujer estornudó con violencia, tres veces. Fiebre del heno, reconoció él, y sonrió.