– Sophie, ¿estás bien? Tu respiración es irregular.
– El paisajismo ha sido tradicionalmente considerado un género inferior. La opinión conservadora sostiene que el mundo antiguo es el único tema apropiado para el arte serio: ganamos estatura, y somos iluminados y ennoblecidos mediante la contemplación de héroes y hechos heroicos. Según los tradicionalistas, un paisaje, por mucho que recree la vista, no es un tema edificante. -Llegado a este punto, Stephen buscó la mirada castaña y sin pestañear de una joven asombrosamente hermosa sentada en la primera fila y centró en ella su atención-. Pero al enfrentarnos a las sublimes armonías de la naturaleza, ¿acaso no nos vemos impulsados hacia la nobleza? La belleza simple y sin afectación del mundo natural ¿no provoca en el pecho del hombre un anhelo proporcional de bondad y verdad?
La joven de la primera fila se ruborizó, bajó la mirada y mitigó sus emociones dando una patadita al teniente que había logrado sentarse a su lado a fuerza de crueles pisotones. Este interpretó el gesto como una señal auspiciosa y se puso de inmediato a componer mentalmente una declaración amorosa.
Se sirvieron refrescos en la sala contigua, en cuyas paredes de paneles grises colgaban ejemplos representativos de la obra del artista. El artista en persona, atentamente escuchado por sus más resueltos admiradores, iba de lienzo en lienzo hablando del «color puro» y el «simbolismo pictórico».
Claire saludó a conocidos sin perder de vista el avance de Stephen. Sophie contempló los cuadros.
Una serie de paisajes de montaña mostraban tormentas rugiendo en cielos purpúreos y tristes hojas arremolinándose en extensiones de colores rotos. Un lago rizado de crestas blancas retrocedía hasta unos picos nevados, y por encima de una cascada y un castillo en ruinas se elevaban unas rocas escarpadas.
– Lo sublime es muy distinto de lo bello -advirtió Stephen. Nadie le llevó la contraria.
Una naturaleza muerta mostraba un jarrón de peltre, una copa llena a medias de vino y unas velas que se reflejaban en un espejo. Otro mostraba un recipiente lleno de rosas. Sophie se acercó más a ellas, frunciendo el entrecejo: esos pétalos color ciruela que se volvían carmesí solo podían ser de la rose des Maures. La forma de las flores resistió su inspección; pero, en su opinión, Stephen no había logrado plasmar el delicado e intenso tono de los capullos a medio abrir.
Había toda una pared de cuadros y bocetos del paisaje que rodeaba Montsignac. Sophie vio un campo de cebada, un camino por el que un niño llevaba a un grupo de gansos, los tejados marrón rojizo del pueblo amontonándose a través de un hueco entre los árboles. Un claro en un bosque otoñal. Un molino de agua, un puente, el río de color verde. Un sendero sobre el que se entrelazaban las ramas de frondosos olmos. Luz plateada, ramas peladas, un barco, un pescador con una chaqueta azul y una cesta a su lado. La gente se detenía frente a esos cuadros en doble y triple hilera, apartándose a codazos para dejar claro que el Arte no podía engañarlos. «Ese lugar de las hayas, donde el arroyo se junta con el río… pasamos por delante para ir a casa de tu madre.» «Ese prado de allá, con la puerta colgando de un gozne, seguro que es de mi tío, lo reconocería donde fuera.»
El teniente escuchaba y hacía crujir los nudillos en señal de desesperación. La chica guapa no había mirado ni una sola vez en su dirección después de la conferencia, y ahora la entreveía en medio del grupo que rodeaba al extranjero. A regañadientes, volvió su atención a los lienzos más próximos.
– Basura verde -comentó sombrío a la joven alta que estaba a su lado.
Al presidente de la sociedad, un financiero de nariz aguileña especializado en naturalezas muertas de perdices muertas, no le faltaba coraje. Había vacilado a la hora de aceptar la obra que estaba suscitando comentarios en el fondo de la sala. Pero Fletcher se había mostrado encantador y persuasivo, y para cuando se hubieron acabado la primera licorera y buena parte de la segunda, el financiero había experimentado en las venas un chisporroteo de insurrección: ¡maldita sea, eran artistas! De modo que habían colgado el cuadro… en la esquina donde con más mezquindad caía lo que quedaba de luz de la tarde. Pero aun así.
Mostraba un interior: exiguo, sucio, inadecuado, iluminado solo por el fuego de la chimenea. A un lado de esta había un violinista con la cara en la penumbra, al igual que casi toda la habitación. En primer plano, donde la luz volvía rosa y dorada la piel, una mujer amamantaba a un niño. A sus pies jugaba un golfillo, peleándose por un hueso con un perro feo y de aspecto feroz. Predominaban los marrones y negros, con algún que otro alarido de color, dos veces más estridente por la oscuridad que lo rodeaba: un pañuelo amarillo, una blusa verde esmeralda.
La señora pechugona dijo que el cuadro le provocaba náuseas, y dejó el perro en los sobresaltados brazos del teniente antes de empezar con los vapores. El perrito no dejó de ladrar malhumorado todo el tiempo que estuvieron reanimando a su ama con un abanico y agua de colonia, deteniéndose solo para que vomitara su almuerzo -pechuga de pato picada con puré de castaña- en una charretera trenzada de dorado.
– ¡Es tan provinciano! -susurró Claire-. Hoy día todo el mundo enseña los pechos en los cuadros. Simbolizan la eterna fecundidad de la Naturaleza. Algo perfectamente respetable.
La esposa del presidente comentaba que no atinaba a comprender por qué iban todos en harapos. Sabía que los Saint-Pierre andaban justos de dinero, pero no podían haber llegado a tanto.
– La verdad -dijo Claire-, creo que algunas personas nunca han oído hablar de la imaginación.
El artista y su corro, intuyendo que ocurría algo, se encaminaban hacia la conmoción. Con encomiable presencia de ánimo, el presidente situó a su esposa frente al lienzo -su amplio contorno fue un golpe de suerte-, le dio instrucciones de que no se moviera bajo ningún concepto y, cogiendo a Stephen del brazo, lo llevó en sentido contrario, dándole las gracias por sus palabras profundamente iluminadoras y felicitándole por el éxito de la exposición. Pero ahora debían pensar en volver a casa, el tiempo, ya se sabe, y estaba seguro de que todo el mundo necesitaba tiempo y… soledad, para asimilar tanta originalidad. Satisfecho, aunque algo sorprendido, Stephen se encontró estrechando la mano presidencial mientras un lacayo lo esperaba con su abrigo listo.
La chica guapa había estado susurrando algo a su madre, quien se adelantó para invitarlos a todos a su salón. Vivía a un par de calles, y si el señor Fletcher consentía en continuar con su explicación del Arte… Temía no haber asimilado todo lo que había dicho, pero su hija hacía maravillas con vainas.
Sophie, de espaldas a la habitación, observó cómo la luz del día se refugiaba detrás de los tejados.
En algún recoveco umbrío de su mente siempre lo había sabido. Vamos, si la otra semana ella misma había comentado lo rubia que era la niña. Y luego la atención que le prestaba Stephen, cómo estaba siempre allí, dando vueltas alrededor del bebé, volviendo la cabeza en cuanto lloraba. Lo atribuí a algo que él había leído de Rousseau, pensó Sophie, apoyando la frente en el frío cristal: cuando alguien es sincero todo el tiempo, ¿cómo se sabe cuándo habla en serio?
Cuando apartó la mano, advirtió que la manija de la ventana le había dejado una pequeña marca roja en la palma. Lo único que había sentido era una jaula ósea cerrándose en torno a su corazón.
Y entonces, inesperadamente, llegó el deshielo, y lo peor del invierno se derritió en cuestión de unos días. Siguieron dos semanas de lluvia, violentos aguaceros a todas horas que sorprendían invariablemente a Stephen fuera de casa y desprevenido, las heladas gotas bajándole vengativas por el cuello, calles enteras desapareciendo en la lejanía, la perspectiva disolviéndose en la lluvia.
En el café, empujado por los otros hombres que lo abarrotaban, captó un destello de luz en unas lentes. Sirviéndose de su altura y de los codos, se abrió paso hasta la mesa donde estaba sentado el médico, encorvado sobre un vaso; la idea de que alguien prefiriera beber solo únicamente se le hubiera ocurrido a Stephen, de ocurrírsele, en firme conjunción con gente de una clase muy distinta.
Morel lo saludó sin entusiasmo; claro que era un tipo raro, brusco y torpe, aunque de buen corazón, pero, sin embargo, Stephen comprendía a qué se refería Claire cuando decía que le costaba tratarlo aun gozando de perfecta salud. Pero Morel se animó cuando Stephen pidió una botella de vino y llenó los dos vasos.
– Un tiempo de perros.
– ¿Bueno para el negocio?
– Mueren durante todo el año.
– ¿Cómo lo soporta?
– Tiene sus buenos momentos, no crea.
– Sophie dice que ahora que hemos perdido la fe en la religión, la medicina es la única depositarla de nuestras esperanzas irracionales.
– ¿De veras dice eso?
– Alegremente.
– Debe dejarlo sin ganas de nada.
– ¿La ve mucho?
– ¿A quién? ¿A Sophie? Bueno, casi cada día. ¿Por qué lo pregunta?
– Por nada. -Morel volvió a llenar los vasos-. Ducroix me dice que su hermana no ha estado bien.
– No. -Había un charquito de vino oscuro cerca del vaso. Stephen mojó el dedo índice y empezó a dibujar en la mesa-. No fue un parto fácil. Todavía no ha recuperado las fuerzas. -Una flor de cinco pétalos, un triángulo isósceles-. Es mucho menos robusta que sus hermanas.
– Las delicadas son las más resistentes. Lo he visto muchas veces.
– ¿De veras? -Stephen dibujó un óvalo y lo adornó con tirabuzones, pero dejó la cara en blanco-. Caroline… Supongo que no la ha visto… una niña de extraordinaria belleza. Y muy adelantada para su edad. Sostiene ella sola la cabeza.
Un hombre se detuvo en su mesa y saludó al doctor con efusión, estrechándole la mano. Morel y él cambiaron unas palabras. El desconocido inclinó la cabeza y se alejó.
– Adoro a los niños -dijo Stephen y suspiró-. ¿Tiene pensado casarse, Morel?
– No. ¿Y usted?
Stephen sacudió la cabeza.
– ¿Por qué no?
Stephen levantó la vista y encontró los anteojos apuntados de forma inflexible hacia él. En ese instante estuvo seguro de que Morel lo sabía. Tal vez todos lo sabían; él no servía para disimular. La sola idea de tener a alguien con quien desahogarse sin reservas le provocó alivio. Claire no lo había entendido, lo importante era que Morel inspiraba confianza.