– Pero… -El capullo de rosa que era la boca de Luzac se abrió y se cerró, se abrió y se cerró…-. Pero…
– No se preocupe. Como he dicho, a Saint-Pierre le llevará meses examinar todas las pruebas. Y con el tiempo estas cosas acaban perdiendo importancia. -Chalabre, impaciente por marcharse, fue al grano.
A Joseph le pareció que el comentario del alcalde equivalía a admitir su complicidad y así lo dijo.
– Si los asesinatos fueron aprobados por alguna autoridad, la gente tiene derecho a conocer los hechos antes y no después de las elecciones.
– No sea necio -replicó Chalabre-. ¿Cree que denunciando a Lu… a uno de nosotros lograremos algo aparte de echar por tierra todo aquello por lo que hemos luchado? ¿Quiere realmente que Castelnau se pase al bando de los monárquicos?
La habitación se había llenado de sombras, pero Luzac, que hacía débiles ruidos detrás de su escritorio, no hizo ademán de llamar para pedir luces.
– Además -continuó el abogado con labia-, aquí o caemos todos o ninguno. A los ojos de nuestros adversarios, todos estamos manchados de entusiasmo revolucionario.
– Yo no he hecho nada que no resista un escrutinio. No tengo miedo.
– Pues debería tenerlo. La matanza que tanto le preocupa debería haberle hecho comprender que cuando los hechos se aceleran, el inocente muere junto al culpable. -Y Chalabre volvió a estornudar. Hasta el modo en que se sonaba parecía cínico.
– Me asquea que todos sus argumentos estén motivados por el interés político, en lugar de por el sentimiento por lo ocurrido.
– La política pide realismo, no sentimiento. -Ricard salió de la penumbra y se puso de espaldas cerca del fuego-. Chalabre ha resumido de forma admirable la situación. Nuestro objetivo más apremiante debe ser asegurarnos la victoria en las elecciones. Una vez asegurada, tendremos poco que temer. Entonces lo que falle el ciudadano Saint-Pierre será de interés puramente judicial y no político.
Chalabre, nervioso por la contagiosa proximidad del carnicero, dijo:
– Bien, asunto zanjado. -Y empezó a abrocharse el sobretodo.
– Quedan un par de asuntos. -Ricard miró al abogado, que se echó hacia atrás murmurando-. La cuestión de las cuotas de socio: ¿podemos ponernos de acuerdo de una vez en una escala móvil basada en los ingresos, con el mínimo fijado en treinta sous ?
Ricard y Joseph llevaban todo el año haciendo campaña por ello. Habían conseguido reducir la cuota anual y hacerla pagadera mensualmente, pero entre la mayoría adinerada de los jacobinos había un nerviosismo generalizado ante la idea de una cuota móvil: abría el club a la mezcolanza de gente que llenaba las sesiones públicas de los domingos, y una cosa era creer en la igualdad y otra encontrarte fraternizando con tus lacayos. Luzac, personalmente, se había mostrado inamovible y había persuadido a los indecisos para que secundaran su postura.
Todos miraron al alcalde.
El alcalde les sostuvo la mirada, aturdido.
– ¿Es prudente ahora…? -Chalabre se elevó de las profundidades de su bufanda-. Ya les han asustado bastante esas matanzas.
– Cuando las personas se ven excluidas del poder, lo toman por su mano. Al ofrecer a nuestros conciudadanos la posibilidad de hacerse socios del club, seremos capaces de dirigir y controlar sus tendencias más deplorables. -Aunque respondía al abogado, Ricard no apartó la mirada de Luzac.
El alcalde siguió sentado muy quieto contemplándose la mano, con la palma hacia arriba sobre el papel secante, como si no estuviera seguro de dónde salía ese extraño objeto rosa o para qué servía. Cuando el silencio ya pesaba, dijo:
– Como quieran.
Ricard hizo un gesto de asentimiento, como si se tratara de una concesión trivial.
– La otra cuestión que se discutió en el consejo… relacionada con la sanidad pública…
Aguijoneado de ese modo, Luzac empezó a revolver una vez más entre papeles. Sin levantar la mirada, dijo:
– El hospital. Tengo entendido que tiene proyectos para mejorarlo, modernizarlo y demás.
– ¿Doctor? -dijo Ricard con suavidad, y solo entonces comprendió a qué se refería el alcalde.
– Sí… bueno, proyectos tal vez sea demasiado…
– El municipio cree… nuevo cargo… Subdirector… realizando el cambio… informando directamente a… -El discurso monótono y pesado de Luzac cesó sin previo aviso, como un reloj cuyo mecanismo se queda sin cuerda en mitad de un tic.
– Pero ¿qué hay de Ducroix? -preguntó Joseph. El doctor Ducroix había escuchado con bastante educación sus propuestas entusiastas, asentido y sonreído, y no había hecho nada.
– Ducroix está acostumbrado a hacer las cosas de cierta manera -respondió Ricard-. Castelnau necesita a un joven con energía y visión. El consejo ha puesto toda su confianza en sus aptitudes y no creemos que haya ninguna dificultad en convencer a Ducroix y a su junta de que está usted capacitado para el cargo. -Hizo una pausa, pero Joseph no dijo nada-. Es posible que el doctor Ducroix acoja de buen grado la oportunidad de retirarse de la dirección, sabiendo que usted sería un sucesor capaz.
Silencio.
– ¿Y bien? -apremió Ricard, sonriendo-. ¿Qué dice?
¿Qué podía decir? Tenía coraje, ideales y compasión. Ellos eran lo bastante prudentes para no ofrecerle el mundo.
De modo que le ofrecieron la oportunidad de mejorarlo.
Sophie leyó la carta a Berthe, que sujetaba una sartén contra el vientre y miraba fijamente una esquina de la mesa de la cocina.
Querida madre:
El sargento Bernard Pelet está escribiendo esta carta por mí y le agradezco el servicio porque sé que estás impaciente por tener noticias mías. Hubiera escrito antes pero no ha habido tiempo ya que hemos estado muy ocupados con la guerra. Hemos visto hermosas acciones y obtenido muchas gloriosas victorias en Valmy y otros lugares. El regimiento está estacionado en un pueblo de las afueras de Worms, una ciudad en la orilla izquierda del Rin, que es un río alemán. Aquí hablan alemán. El vino es muy caro, más de sesenta sous la botella, y solo pueden permitírselo nuestros oficiales. El intendente dice que la cerveza no es bebida para un soldado y ha escrito al general Custine quejándose. Es un buen tipo. No te alarmes, comemos hasta saciarnos ya que hay cerdo y patatas en abundancia. Cuando hace buen tiempo marchamos a lo largo de la orilla del río. Tenemos nuestra propia banda, que toca muy bien. No puedes ir muy lejos sin toparte con cruces y altares, porque los alemanes aún no se han liberado de la superstición. Estamos alojados en una casa limpia y bonita con ventanas. Hay dos camas para los cinco que somos, y yo estoy en la que solo duermen dos porque me hirieron hace poco. No te alarmes, éramos más numerosos que la patrulla prusiana, en una proporción de seis a tres, y los matamos a todos. La bala me atravesó limpiamente el hombro, el cirujano dijo que fue un milagro. A veces me siento un poco débil, pero el sargento dice que es normal ya que he perdido mucha sangre. Mi viejo camarada Henry Bonnet que se alistó conmigo murió lamentablemente el mes pasado durante el ataque a una guarnición, y con él otros muchos buenos compañeros. No te preocupes por mí, la herida ya está casi curada y no me he perdido ninguna acción importante. Las camas están hechas de paja cubiertas con una sábana y un colchón de plumas encima, que es una costumbre alemana muy calentita. Por las noches jugamos a las cartas, y ayer sin ir más lejos gané un bonito cinturón de cuero con una hebilla de latón. Ahora están pasando lista. Ten por seguro mi gran afecto. Te beso con todo mi corazón y te recuerdo cada noche sin falta en mis plegarias.
Tu hijo que te quiere,
Matthiew
Una cazuela se desbordó. Sophie se ocupó de ella después de devolver a Berthe la carta.
– Patatas -dijo Berthe al cabo de un rato. Había dejado la sartén a un lado y examinaba la carta de cerca-. Repugnante. ¿Por qué no comen pan?
– Tal vez es caro, como el vino.
– ¿Pone cuándo la escribió?
Sophie negó con la cabeza.
– No tiene fecha. Pero Custine cruzó el Rin hace cinco semanas, a finales de octubre. Matthiew debió de escribir antes.
Berthe dejó la carta, pero volvió a cogerla inmediatamente.
– Podría haberle ocurrido cualquier cosa a estas alturas.
– No querría que te preocuparas por él.
– Es un buen muchacho. -Berthe había doblado la carta en un pequeño cuadrado. La desdobló, alisando las arrugas sin mirar el papel-. Cuando era niño nunca lloraba, ni siquiera una vez, cuando aprendía a andar y tropezó y se abrió la cabeza. -Desvió la mirada-. Pensé… cuando usted me dijo que había una carta…
– Lo sé -dijo Sophie con ternura.
– ¡Ese Henry Bonnet! Ser soldado era en lo único en que pensaba. Tenía la misma edad que Matthiew pero nadie lo hubiera dicho. Delgado y enfermizo desde el principio.
– Dieciocho años. Pobrecillo.
– ¿Cree que podríamos averiguar dónde está el regimiento y enviarle un poco de vino?
– Podríamos intentarlo. Puede que sea difícil.
– Hace más de veinte meses que no lo veo.
– Lo sé.
– ¿Cree…? -Berthe se aferró al respaldo de una s illa-. ¿Sería mucha molestia volverme a leer la carta?