– Un incidente -explica-. Varios prisioneros que estaban siendo escoltados aquí anoche fueron atacados por un grupo de hombres armados que más tarde consiguió entrar en la prisión.
– Pero esto… -Saint-Pierre señala los carros, el terrible cargamento-. Son tantos… ¿Quién…?
El oficial no ha recibido órdenes de encubrir los hechos ni ve razón para hacerlo.
– Traidores -dice con paciencia-, eran traidores que urdían un golpe monárquico ahora que nuestros soldados se han marchado al frente.
– Pero has dicho que había una escolta. ¿Y los guardias de la prisión, dónde estaban?
El joven ve que se están yendo los carros.
– Yo no estaba aquí -dice-. Ahora, si me disculpa…
Otro oficial ha salido por la puerta del muro y los dos conferencian, comprobando algo en una lista. Hay una discrepancia, un pequeño problema. El segundo oficial desaparece una vez más en el interior del convento.
– ¿Cuántos muertos? -pregunta Saint-Pierre.
– Ciento ochenta y siete -responde rápidamente el primer oficial. Ha visto el total en la lista de su colega.
– ¿Cuánta gente había encerrada?
El joven también lo sabe.
– Ciento ochenta y nueve. Encontramos a un cura con vida debajo de varios cadáveres y otro tipo se tiró por una ventana. Tendrán que juzgarlos.
– ¿Y los responsables de esto? ¿Los han arrestado?
El oficial mira a Saint-Pierre y siente una oleada de compasión mezclada con irritación. Estos ancianos, con sus preguntas interminables. Nunca se haría nada si dependiera de ellos. Luego ve con alivio que su colega ha regresado y asiente en señal de aprobación. Da a los carros la orden de partir y por un instante saborea la descarga de ansiedad mientras estos se ponen en marcha en medio de crujidos. Le gusta demostrar su capacidad para cumplir con eficiencia y rapidez sus deberes. Ha solicitado un ascenso. Quiere casarse en primavera.
– Pero ¿y los asesinos? -grita Saint-Pierre-. ¿Qué van a hacer para que paguen sus culpas?
El oficial se marcha. Pero de pronto se vuelve para contemplar al anciano de nariz aguileña y abrigo negro y polvoriento, cuyos días es evidente que tocan a su fin, allí en el muelle bañado de sol, con el río a sus espaldas.
– Yo no los llamaría asesinos -dice educado, paciente-. Eran ciudadanos corrientes. En cuanto a pagar sus culpas, estaban ejecutando a traidores.
Se eleva una aclamación del grupo de mirones cuando el último carro pasa traqueteando por delante de ellos. Los oficiales se retiran. Alguien cierra la puerta del muro.
Saint-Pierre se acerca tambaleándose al río.
Una cara tiembla en el agua.
La Encyclopédie no estaba considerada una lectura pedagógica porque trataba de toda clase de conocimientos con imparcialidad científica. Así, mientras dedicaba páginas y páginas a cuestiones útiles como la declinación de los verbos o la técnica de moler trigo para hacer harina, profundizaba con la misma y franca minuciosidad en temas irrelevantes. De ahí que, para el núcleo de la educación formal de su hermana menor, Sophie prefiriese echar mano de obras que le resultaban familiares de sus tiempos escolares, como Los verdaderos principios fundamentales de la ortografía, pronunciación y lectura del francés, seguidos de un pequeño tratado sobre puntuación, los principios básicos de la gramática y prosodia francesas, y una selección de lecturas apropiadas para proporcionar nociones fáciles y sencillas de todas las ramas del saber (París, 1763), de Nicolás-Antoine Viard.
No era de extrañar, pues, que Mathilde tomara cartas en el asunto. La casa estaba llena de libros y tisanuros. Podía contarse con Buffon y Jussieu para la historial natural, y con Saint-Simón para los chismorreos. La filosofía estaba ampliamente representada: Montaigne, Erasmo, Diderot, Montesquieu, Voltaire, D'Alembert, Rousseau; casi había usurpado el lugar de la religión, que se reducía a un ejemplar de Sermons de Boussuet. El despacho de su padre aportaba literatura (Moliere, Cervantes, Rabelais, Shakespeare, Ronsard, Dante), ediciones robustas que ya eran viejas cuando él era joven. Los dormitorios de sus hermanas contribuían con novelas, sus frágiles páginas encuadernadas en piel barata de borrego o sencillamente dobladas en documentos de dieciséis páginas y guardadas en cajas. También había curiosidades como la higiene popular (Instrucciones fáciles para el cuidado de la boca y la conservación de la dentadura, de Monsieur Bourdet, dentista, seguidas del arte de cuidar los pies). En cuanto a la Encyclopédie , Mathilde conoció en privado ciertos artículos, dado que, naturalmente, a nadie se le ocurrió tomar precauciones para impedir que lo hiciera.
Pero, por encima de todo, Mathilde se preocupaba de leer los periódicos. Nunca dejaba de leer Le Citoyen, aun cuando trataba superficialmente los asesinatos. Por ejemplo, en la última edición solo aparecía un párrafo acerca del zapatero remendón que había estrangulado a su casera, un resumen de lo más breve y sin un solo adjetivo. Por otra parte, la cobertura política era minuciosa, y a Mathilde le gustaba estar informada de todo.
– La Asamblea ha sido sustituida por la Convención, los patriotas se están llamando a sí mismos jacobinos, y ahora la mitad de los pueblos de los alrededores se están poniendo nuevos nombres. ¿Por qué necesitamos palabras diferentes para todo?
– Porque todo ha cambiado -dijo Stephen, levantando la mirada de su cuaderno de bocetos, sonriendo hacia la cuna al lado de Claire. En un momento tendría que levantarse para inclinarse sobre la niña que dormía y dibujar más de cerca las sábanas que la rodeaban. Anhelaba de todo corazón serle útil, servirle de alguna manera. Claire ya había tenido motivos para señalar que los niños estaban mejor al cuidado de los criados.
– ¿Realmente ha cambiado? -Sophie se irguió, limpiándose el polvo de las manos tras poner otro leño al fuego-. ¿O esperamos que lo hagan poniendo nuevos nombres a todo?
Mathilde consideró esas palabras durante un rato.
– La rué des Droits-de-l'Homme es tan apestosa ahora como cuando se llamaba rué Louis XIV.
– A lo que me niego a acostumbrarme es a estos tratamientos democráticos. -Claire había bajado al salón por primera vez desde el nacimiento de su hija-. ¿Os he hablado del día que esa chica horrible que está casada con Henry Lebrun me abordó por la calle? No paraba de llamarme «tú» y «ciudadana». Estoy segura de que sabía que de esa manera sus palabras sonarían doblemente impertinentes.
– Jeanne no está tan mal en realidad -dijo Sophie-. Solo te preguntó tus síntomas para poder decirte que está esperando su cuarto hijo y solidarizarse contigo de la suerte que le ha tocado a la mujer.
– ¿Tendremos que renunciar al Saint de nuestros nombres? Ya sabéis, como esos pueblos que ahora son Antoine y Denis a secas.
– Me dijo que pensaba llamar al recién nacido Liberté. ¿Os lo imagináis?
– Mejor que Diez de Agosto, como el nieto de la cocinera de Isabelle.
– ¿Por qué Diez de Agosto?
– ¡Oh, Claire! -exclamaron a coro sus hermanas.
– El asalto a las Tullerías -explicó Stephen-. El triunfo del pueblo. -La ternura hacia las criaturas vulnerables lo había invadido hasta el tuétano-. ¿Estás cansada? -preguntó a su modelo-. Dime cuando quieras que pare.
Claire sacudió la cabeza. Con cuidado, para no cambiar de ángulo.
Brutus se sentó frente al fuego y se rascó la oreja, gruñendo. Luego se olfateó la pata y le dio unos lametazos.
Mathilde fue a arrodillarse a los pies de Sophie, que volvió a hacerle las trenzas. Los rizos le salían de la cabeza en todas direcciones, siguiendo estrategias propias. Lazos, trenzas y pasadores los sujetaban durante un rato hasta que abandonaban la lucha. «Cabellos de gitana», decía Rinaldi, acariciándolos con un dedo lleno de admiración.
– ¿Ya has tomado una decisión, Claire? -preguntó Mathilde-. ¿Vas a ponerle mi nombre? Sería lo apropiado, dado que voy a ser la madrina.
Claire bajó la mirada.
En la repisa de la chimenea, el reloj de Marguerite empezó a dar la hora: una, dos, tres… todos contaron en silencio hasta diecisiete, cuando calló.
Volvieron a respirar.
– ¿Claire?-persistió Mathilde.
Stephen estaba concentrado en difuminar una línea con el pulgar.
– Tal vez… Caroline. -Y añadió-: Caroline Marguerite.
– ¿Por qué Caroline? -Mathilde se acercó al fuego, donde Brutus se había enroscado con la cola sobre el morro. El perro entreabrió un ojo amarillo y rojo y levantó a medias una pata flacucha y negra. Acuclillándose junto a él, ella le rascó la barriga-. ¿Es del lado de Hubert?
– Hay mucha gente llamada Caroline -dijo Claire con brusquedad-. No tiene nada de extraordinario. Deja de hacer preguntas, Matty, es agotador.
– Brutus y yo nos vamos a dar una vuelta.
Y se marcharon con considerable dignidad.
Olivier estaba sentado en el suelo de su cuarto, que había ido llenando de objetos desconocidos y olores extraños, una mujer gruesa cuyas manazas moteadas lo asustaban.
– ¿Qué estás dibujando? -preguntó Angélique. En cualquier momento el bebé se despertaría y lloraría, y ella bajaría a buscarlo, lo traería de nuevo al cuarto y se lo pasaría a la nodriza, una criatura ordinaria como todas esas mujeres del pueblo, pero bastante dócil.
– El pequeño tiene mucho talento -comentó esta, creyendo su obligación señalar los logros de la familia y, por extensión, su propia preeminencia-, como mi madre. Hay que ver cómo borda. -Sorbió por la nariz y se disponía a limpiársela con el dorso de la mano cuando se acordó y lo hizo con una esquina del delantal.
Angélique se estremeció.
Olivier no paraba de trazar rayas gruesas y negras con un trozo de carbón que había birlado a Stephen. En el centro de la hoja de papel apareció un pequeño agujero que empezó a extenderse hacia fuera, ennegreciendo sistemáticamente todo el papel.
– ¿Qué estás dibujando, tontín mío?
– A mi hermana -respondió Olivier con satisfacción.
En la oficina del alcalde hacía frío, y todos conservaron el sobretodo puesto. El arquitecto de mediados de siglo responsable del edificio había evitado para su construcción la obvia elección de arenisca, insistiendo en utilizar en su lugar un mármol moteado de gris que tuvo que importarse de canteras italianas, agotando durante décadas las arcas municipales pero aumentando considerablemente, o eso había sostenido el arquitecto, el prestigio de la ciudad. Estaba ansioso por hacerse un nombre como innovador y partió para París tan pronto hubo terminado su obra maestra, evitando hábilmente de este modo un juicio sumario a manos de los furiosos habitantes de Castelnau, o eso se decía.