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Lunes

Brutus estuvo cojeando, tenía una espina en la pata. Llovió.

Martes

Carta de Claire. Alguien ha enseñado a Olivier a decir «Vive la Revolution». Hubert está interrogando a los criados.

Miércoles

Sophie estuvo distraída. Le gané fácilmente al ajedrez.

Jueves

¡¡¡¡Nieva!!!!

Viernes

Estoy resfriada y Sophie no me deja salir. Leo La nueva Eloísa a Brutus. Peor de lo que me había imaginado.

10

Berthe había desollado y destripado la liebre antes de llevarse a la cama una de sus jaquecas, provocada, gruñó, por el reflejo de la luz en la nieve. Sophie troceó el animal muerto, dividiendo el cuarto trasero, y dejó la cabeza a un lado para hacer caldo. Cubrió la carne con harina, pimienta y sal, derritió grasa de carne de vaca en una sartén y, cuando empezó a chisporrotear, añadió una cebolla cortada en dados y dos dientes de ajo cortados finos.

Mathilde tenía un resfriado y fiebre. Era inútil intentar bajársela haciéndole sudar, se negaba a estarse quieta en la cama y apartaba las mantas de una patada.

Sophie echó la carne a la sartén, junto con las hierbas secas -perejil, mejorana, salvia, tomillo-, dos hojas de laurel y un trozo de macis. Había salido al amanecer con Jacques para quitar la nieve de los toldos de lona que protegían sus plantas en invierno, y no había logrado volver a entrar en calor en todo el día.

Si ella había hablado sin pensar, el doctor Morel había sido injusto, atribuyendo el peor sentido a palabras que, aunque torpes, habían sido dichas con la intención de reconfortar.

Puso la carne dorada en una vasija alta de barro, junto con dos tazas de vino tinto y caldo de carne de vaca espesado con la sangre de la liebre. Por último, metió un pedazo de muselina en el cuello de la vasija y lo enrolló alrededor de la boca.

Eso es muy típico de los de su clase. Oh, qué injusto, qué injusto era meterla en el mismo saco que los Hubert y Caussade.

Una cazuela de agua ya estaba hirviendo. Sumergió la vasija en ella.

Ellos habían dado la bienvenida a 1789. Aun cuando a padre le gustaría enrollar pulcramente la Revolución, atarla con un lazo y ponerla a buen recaudo. Era su mente de abogado: le gustaba el orden, era intransigente con los cabos sueltos.

Stephen se equivocaba al afirmar que había una conexión entre los artistas y los revolucionarios: su manera de ver el mundo era antitética. El arte insistía en la particularidad: lo único que importaba era esta mujer, ese cielo, aquellos árboles. No podía compararse eso con «su clase».

Se moría por decir todo eso y más. Se había planteado escribir a Joseph. Hasta se había visualizado esperándolo cuando fuera a visitar a un paciente al pueblo; veía la escena con detalle: su caballo gris trotando por el sendero entre setos, ella saliendo por casualidad del bosque con una cesta de castañas, con la chaqueta verde que solo tenía dos inviernos. Lo imaginaba disculpándose con humildad mientras ella se mostraba serena e indulgente, y exhibía solo una pizca de hauteur.

La liebre estaría lista en tres horas, y la comerían con zanahorias y col hervida. Nunca habían cerrado la puerta a nadie que tuviera hambre. ¿Qué derecho tenía él a juzgarlos? ¿Y a equivocarse?

Lisette deshizo el fardo envuelto en tela. La liebre cayó rígida y fría sobre la superficie de mármol.

– Me pagan a menudo en especie -explicó Joseph-. Y en esta época del año… Estamos a jueves y ya he recibido una liebre, medio ganso y los cuartos traseros de un conejo. Pensé en vosotros, pensé que tal vez os apetecería un poco de caza para cenar.

Ella tenía el cuerpo liso y rectangular como un naipe.

– Gracias -dijo-. Eres muy generoso. Paul te lo agradecerá. -Su marido estaba fuera, le había dicho, atendiendo un asunto oficial. Se habían visto obligados a tomar a un segundo aprendiz, porque el ayuntamiento le ocupaba casi todo su tiempo.

La manga del vestido cayó ligeramente hacia atrás mientras pinchaba el animal muerto y él señaló la marca que tenía encima de la muñeca.

– ¿Qué te ha pasado?

Ella se llevó la mano a la espalda, como una niña.

– Nada. Un accidente en la cocina.

Ella siempre se había avergonzado de sus defectos, pensó él, era una de esas personas que equiparaba la imperfección con la debilidad.

Se abrió la puerta de la calle. En unos segundos, Lisette había envuelto la liebre y la había escondido, había cogido un trapo impoluto y limpiado el mostrador ya impecable.

Mientras atendía a la cliente, él vagó por la tienda mirando los productos en venta: terrinas, rillettes, jamones, tarros de mostaza, hileras de salchichas frescas y secas, una lengua rosada sobre un lecho de helecho, huevos de gallina en gelatina, pastel de foie gras, manitas de cerdo, costillas de cerdo, chuletas de ternera, galantinas, alcaparras, pepinillos, coles rellenas, coliflores cocidas, una fuente de cerdo en conserva, una cazuela de grasa de cerdo, un plato de caracoles. Todo parecía fresco y saludable, y estaba presentado con primor; sin embargo, al recordar el olor de la oscura cocina se volvió rápidamente.

La mujer que compraba morcilla negra tenía el pelo castaño y liso, y llevaba un chal de color rojizo. La espió por el espejo. Había algo en su manera de ladear la cabeza…

«En lo único en que podía pensar era en mi fracaso a la hora de salvar al niño, y mi brusquedad brotó de una sensación de impotencia al comprender que la profesión a la que he consagrado mi vida no puede, en la mayoría de los casos, hacer nada para aliviar el sufrimiento al que se enfrenta a diario. No siento sino la más profunda admiración y respeto por usted.» Se llevó una mano al pecho y palpó la carta que llevaba en el bolsillo de la camisa.

Advirtió cierto alboroto a sus espaldas y se volvió. La cliente debía de haber discutido la cuenta; Lisette hizo un gesto de negación y señaló la breve columna de números, aclarando algo. La mujer del chal rojo se disculpó con gracia y, reuniendo sus paquetes, sonrió a los dos y volvió a disculparse antes de salir a la tarde cada vez más oscura.

– Aquí no saben sumar -dijo Lisette-. Yo no sabré leer, pero entiendo de números, sé sumar mentalmente. -Tenía las mejillas encendidas y los ojos castaños brillantes por su victoria.

Una noche de invierno en que la familia de Joseph se había sentado a cenar, habían oído un arañazo en la puerta. Su padre abrió y allí estaba Lisette. Encogida en el umbral, no dijo nada, se limitó a mirar fijamente a los niños sentados alrededor de la mesa. Su padre cerró la puerta y volvió a su sopa. «Una vez que empiezas…», había dicho.

«No siento sino la más profunda admiración y respeto por usted.»

Pero ¿qué sabía él de Sophie, después de todo? Tal vez le había hablado sin querer con severidad, pero ¿acaso ella no lo había provocado? Con esos aires caritativos que a duras penas podían ocultar su profunda indiferencia hacia ese niño, sus padres, el modo en que miles de personas vivían y morían.

Las calles estaban llenas de chicas como Lisette.

11

En el quai des Grands Augustins, un hombre vendía castañas asadas. El negocio andaba flojo: hacía tanto frío que nadie quería detenerse en su puesto.

La carta que Stephen sostenía tenía fecha del 9 de septiembre. Había llegado sin problemas dos semanas antes de Navidad.

Se dijo que había intentado ir. Había querido partir en marzo, en mayo.

George escribía que el final había sido repentino y sereno: «Cuando Hatty entró en la habitación de mamá por la mañana no pudo despertarla. Mandamos llamar a Belleville, pero no había nada que él pudiera hacer, y ella no volvió a recuperar el conocimiento».

Había querido ir.

No podía dejar de pensar en su pelo, que le llegaba hasta los muslos cuando lo llevaba sin trenzar. Él se sentaba en su regazo y ella dejaba que el pelo le cayera alrededor, una cortina dorada y ondulada que lo protegía. El lo acariciaba y el pelo brillaba bajo su mano, cerraba los ojos e inhalaba una tibia fragancia a carne. «Ella nunca se quejaba, de modo que no tenemos ni idea de cuánto sufrió.»

El padre de Stephen, John Fletcher, había sido un arquitecto de cierto renombre, único hijo de una antigua familia de Virginia conocida en toda la colonia por la solidez de sus inversiones y la excentricidad de sus ocupaciones: la arquitectura, por ejemplo. En su juventud poseyó un talento innegable, un encanto sin límites, un perfil clásico y una fortuna personal. La buena sociedad se aseguró de que las invitaciones que recibía de damas con hijas casaderas llenaran tres repisas de chimeneas y pasaran a una mesa de alas abatibles.

Un día un empresario llamado Edward Clay fue a ver al arquitecto con la intención de contratar sus servicios; Clay iba a casarse el año siguiente y deseaba empezar su vida de casado en una mansión diseñada por el hombre cuya estrella parecía resuelta a brillar más que el firmamento. Fletcher declinó la oferta; acababa de contratar a un secretario para rechazar encargos, y no tenía necesidad de los altos honorarios que Clay le había ofrecido como incentivo. Pero declinó encantadora y evasivamente, como era su estilo, porque detestaba no complacer; de modo que Clay se quedó con la impresión de que todavía era posible hacer cambiar de parecer al joven, y acometió tal tarea, insistiendo en que asistiera a una cena íntima para treinta organizada en honor de su futura esposa. Así fue como el arquitecto se encontró a sí mismo sentado a la derecha de una joven de diecisiete años con hilos de oro por cabellos. Ella le sonrió, y sus vidas dieron un viraje y colisionaron. A primera hora del siguiente día, Fletcher aceptaba la oferta de Clay. Después de lo cual fue necesario llamar a mademoiselle Caroline Gallier para informarle del hecho; y, antes de que ella volviera al sur con sus tíos, fue imprescindible solicitar su opinión sobre toda clase de urgencias arquitectónicas, desde las dimensiones de los salones octogonales hasta la selección de los materiales para los cimientos. El escándalo que inevitablemente siguió tuvo repercusiones en el comercio, la agricultura, la navegación y -cómo no- la arquitectura, y animó las sobremesas de dos continentes. John Fletcher y su esposa yacieron en su lecho envueltos en el brillante desorden de los cabellos de ella, riendo entre besos.

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