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– De modo que es su favor, Sophie, el que debo ganar. ¿Qué me pediría?

– Oh -respondió ella alegremente-, lo habitual. Una aguja de oro de un pajar, una hoja del árbol que crece en la cima de una montaña de cristal, un puente que vaya hasta la luna. Solo lo imposible.

– En tal caso, tengo alguna posibilidad. ¿Acaso no es ese el cometido de los artistas y los revolucionarios, la búsqueda de lo imposible? -Y, con un elegante ademán, Stephen le ofreció la rosa.

Ella giró la flor entre los dedos y acabó poniéndosela en su escote de encaje. Mantuvo la cabeza baja. Saltaba a la vista su satisfacción. Si pudiera estrangularlo, pensó Joseph. Cuánto me gustaría verle adquirir ese tono rosa oscuro teñido de burdeos. Y morado.

¿Por qué hasta las mujeres más excelentes…?

– La verdad, Sophie -dijo Claire-, ese tono de rosa desentona con tu vestido.

8

Iba a salir para Burdeos a primera hora del día siguiente. Hasta entonces habían hablado mucho de arte -es decir, él había hablado y ella escuchado- y se habían mirado a los ojos. Habían leído en alto Pablo y Virginia, una novela que los dos adoraban. En una ocasión, sus manos se habían rozado. Era precisa una aclaración, pensó Stephen. Él creía en el escrutinio y expresión de los sentimientos, ¿cómo si no podía alcanzarse la sinceridad? Por eso había invitado a Claire a pasear por el jardín antes de cenar. Como de costumbre, ella había accedido; como de costumbre, a él le había faltado el coraje. Habló de arte. Le aseguró que tan pronto regresara a París se dedicaría exclusivamente a su retrato.

– Pero después de Burdeos le espera su excursión por Suiza. Pasarán meses antes de que lo tenga listo.

– No me llevará tanto, con todos los bocetos. Aunque a duras penas hacen justicia. -Por encima del patio colgaban grupos de rosas blancas y alborotadas, fantasmales a la media luz. Al alargar a la vez la mano, se rozaron. Ella apartó la suya enseguida.

– Lo echaré de menos.

Stephen tuvo que inclinar la cabeza para oírla. En el lado del cuello tenía un lunar de nacimiento que él anhelaba besar.

– Pensaré en usted cada día -prometió.

Ella sopló las rosas. Los pétalos flotaron alrededor de ellos.

– Eso dice. Pero le distraerán las lecheras de ojos azules y rizos dorados. -Había muchas referencias de ese estilo (bromeando, poniendo a prueba) a las otras mujeres que se cruzaran en su camino.

– Eso espero. -Su pronta aquiescencia a las aventuras que ella inventaba era imprescindible para la carga eléctrica que había entre ambos-. Tengo entendido que los establos de las vacas son perfectos para los escarceos.

Ella se echó a reír, pero se apartó cuando él trató de verle la cara.

– Entretanto yo estaré en Blois -dijo-, donde habrá varios niños, muchos perros, oraciones antes del desayuno y mucho tiempo dedicado a exclamar adonde vamos a ir a parar. -Entonces fue capaz de mirarlo.

Este es el momento en que debería terminar todo, pensó él. Ahora, mientras todo sigue siendo posible. En lugar de ello, dijo:

– Sé que no tengo derecho a preguntar…

Pero, por supuesto, ella quería que lo hiciera.

9

La caligrafía de Stephen, muy espaciada e innovadoramente puntuada, serpenteaba sobre dos hojas de papel.

– Solo ha escrito por una cara. -Mathilde nunca había visto semejante despilfarro-. Supongo que eso denota un artístico desprecio hacia las preocupaciones mundanas.

– Denota que es rico -dijo Sophie.

Él les informaba de que las posadas de Suiza eran extremadamente limpias y la comida extremadamente mala. Tenía dificultades para entender lo que le decía la gente. Las montañas eran todo cuanto había osado esperar: «Cada día me despierto sintiéndome muy pequeño ante la Naturaleza en su más sublime manifestación: una magnífica y severa doncella». Había nadado en sus lagos, encajados cual joyas azules en estrechos valles, con sus aguas «heladas pero intensamente estimulantes. Siento mi alma purificada, como un niño puesto en un mundo recién creado».

– Leeré este último trozo a Jacques -dijo Mathilde-. Sigue protestando por la cantidad de agua caliente que Stephen le hacía traer. Dice que es antinatural que alguien se bañe tres veces a la semana, por mucho que venga de un lugar donde los salvajes caminan haciendo el pino.

– Creo que se ha confundido de salvajes.

– ¿Crees que viajaremos algún día? Rinaldi dice que en la palma de mi mano está escrito un largo viaje por mar. Espero que tenga razón; me muero por ver el océano. Y hacerme tatuar el brazo como él, para demostrar que he estado en el Pacífico. No puedo decir que me tiente Suiza… toda esa gente sintiéndose sublime en sus lagos.

– Tal vez vayamos un día a París. Si no se tardara siete días en un coche de cuatro caballos, piensa en el gasto. Y padre pondría mala cara en cuanto se lo insinuáramos, y no pronosticaría más que mal tiempo y bajeza moral.

– ¿Qué me dices de la victoria de las virtudes republicanas? -A Mathilde le encantaba leer los periódicos. El fárrago de noticias locales y extranjeras, ensayos, canciones (letra y música), adivinanzas, enigmas, reseñas, escándalos, insinuaciones y debates casaba muy bien con sus gustos eclécticos.

– Es cierto. Y para recordárnoslo, Stephen te ha enviado un regalo.

– La muerte de la tiranía -leyó Mathilde. Estudió el dibujo: Brutus a tiza, coronado con laurel y levantando una pata trasera sobre un cadáver cuyas facciones tenían un asombroso parecido con su cuñado.

– No se parece mucho a Brutus, ¿verdad?

– Tal vez no es lo bastante magnífico y severo.

– ¿Crees que Stephen ha cogido antipatía a Hubert por ser Hubert o porque está casado con Claire?

Sophie, que se había preguntado lo mismo, no respondió. Pero tras una breve lucha consigo misma, deslizó otra hoja de papel sobre la mesa.

– También ha enviado esto.

– Sophie, de memoria. Oh, Sophie, eres exactamente tú.

– Me ha hecho la nariz más pequeña y los ojos más grandes. -Pero Sophie se mordía el labio para no sonreír.

– Podría haberse esforzado un poco más con Brutus. Las orejas son completamente distintas. Pero el tuyo es lo bastante bueno para enmarcarlo.

– Por supuesto. -Sophie recogió el dibujo y lo enrolló-. Las mujeres poco agraciadas se ven obligadas a tener en un lugar destacado un retrato en el que salen mejor de lo que son en realidad.

– ¿No irás a tirarlo?

Ella negó con la cabeza.

– Pero, Matty… no hay necesidad de que… padre lo vea.

– No te preocupes -dijo su hermana con amabilidad-. No diré nada a Claire.

10

La mujer lo detuvo en una calle de Lacapelle, poniéndole una mano en la manga.

– Joseph. -La cara angular enmarcada en cabello castaño y ensortijado no carecía de atractivo. Pero no tenía la menor idea de quién era.

La vergüenza hizo reír a la mujer.

– No me reconoces. -Soltó una risita, llevándose a los labios unos dedos huesudos, de uñas cortas. Con ese gesto, los años se desvanecieron.

– Lisette Mounier.

Se quedaron sonriendo mientras la gente se desviaba bruscamente, suspirando o maldiciendo. Él retrocedió hasta un portal cercano y tiró de ella.

– Lisette Ricard. -Cuando él se quedó mirándola, añadió-: Paul no te ha dicho nada, veo. Le dije que te conocí hace mucho tiempo, antes de que te fueras a estudiar para médico.

– Sabía que estaba casado, por supuesto. -Joseph jugueteó con sus anteojos. Ella tenía un hueco en el lado izquierdo de la boca, donde le faltaba un diente. Ella siguió su mirada y se llevó una mano rápidamente a los labios. Él se apresuró a decir-: Tienes buen aspecto.

Y era cierto; estaba muy delgada, con la piel tirante, pero iba limpia y respetablemente vestida. En las orejas llevaba unos pequeños pendientes de oro y un bonito broche le sujetaba el chal. Ricard debía de haber sido un excelente partido para una joven como ella, cuyo padre era un techador alcohólico y mugriento, rápido con los puños si una mujer o un niño andaba cerca. Joseph le tenía miedo y cruzaba la calle o se metía en un callejón si lo veía acercarse.

Le preguntó por la familia.

– Mi madre vive con mi hermana, ¿te acuerdas de Marie?, en las afueras de la ciudad. El marido de Marie tiene un campo, les va bien. Los chicos… -Se encogió de hombros-. Hemos perdido el contacto. Guillaume está en la marina, creo.

– ¿Y tu padre?

– Murió poco después de que te fueras. Se cayó de un tejado. Debía de estar más borracho que de costumbre.

– Lo siento.

– Yo le odiaba -dijo ella con inesperada vehemencia. También había conservado esa forma de acalorarse sin previo aviso.

– ¿Cuánto tiempo llevas casada?

– Cinco años. Tengo dos hijas. Nuestro hijo murió.

Debía de tener dieciséis años escasos cuando se casó, prácticamente una niña. Sin embargo, tenía un aspecto ligeramente reseco que le hacía aparentar más años. Lo veía por todas partes en esas calles: el inconfundible sello del hambre, generaciones enteras.

– Supongo que tú has estado demasiado ocupado con tus libros para buscar una mujer.

– Algo parecido. -Él recordaba vividamente el beso que le había dado en la fría y húmeda habitación donde vivían los Mounier, mientras unos niños se revolcaban alrededor y ella trataba de revolver la sopa. ¿Tenía siete años? ¿Ocho?

– ¿Y ahora?

– No es que ahora abunde el interés femenino por un médico sin dinero y con poco porvenir.

– Oh, no lo sé -dijo ella muy seria-, las mujeres pueden ser muy tontas. -Luego se agitó y se toqueteó el chal-. Debo irme. Tengo una chica que nos echa una mano en la tienda y la casa, y se supone que tiene que vigilar a los niños, pero… -con un movimiento de la cabeza- ya sabes cómo son estas chicas. Tengo que hacer casi toda la compra personalmente, por miedo de lo que pueda traerme. El otro día le vendieron boñigas de caballo molidas como café… ¿te lo imaginas?

Su orgullo era patente: ¡tener a una chica de la que quejarse!

– Te ha ido bien, Lisette -dijo él-. Paul es un hombre excepcional.

Los ojos castaño claro de ella eran exactamente del mismo color que su cabello. Escudriñaron la cara de Joseph como tratando de descifrar un secreto grabado en ella. Puso su ligera mano en la de él como un pequeño y frío animal.

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