Joseph tenía veintitrés años. Leía latín y griego, había estudiado matemáticas, física y química. Comprendía los más sutiles matices de la obra innovadora de Lavoisier sobre la combustión y su relación con la respiración. Habría podido decir el número de huesos de una mano humana. Practicaba la percusión de pecho, una moderna técnica de diagnóstico desarrollada en Viena, donde se había observado que un pecho sano producía un ruido como de tambor cuando se le daban golpecitos con el dedo, mientras que un ruido amortiguado o agudo delataba la presencia de una enfermedad pulmonar.
Pero tenía veintitrés años.
Por ejemplo: le sorprendía que la clientela más humilde de las tabernas no estuviera ni mucho menos unida en cuestiones políticas. Las discusiones entre los partidarios de Caussade y los que habían votado a los revolucionarios eran frecuentes y apasionadas. Una noche en que los debates y los ánimos habían sido particularmente acalorados, él expresó su sorpresa ante el apoyo que era capaz de obtener Caussade entre gente cuyos intereses difícilmente podía decirse que coincidieran con los de la minoría privilegiada que él representaba.
El hombre sentado a su lado suspiró.
– ¿Qué esperaba? Estos necios no ven más allá de sus narices. Están henchidos de orgullo provincial, de modo que Caussade les dice que la Revolución está siendo dirigida por parisinos. Odian a los protestantes, de modo que les asegura que la Revolución está siendo planeada y organizada por herejes que se han propuesto hacer triunfar su fe.
Con repentina brusquedad, el compañero de Joseph golpeó la mesa con su jarra y bramó por encima del estruendo de voces:
– ¿Tanto os han llenado la cabeza de mentiras vuestros curas que no queda espacio para el cerebro? El vizconde y sus compinches no se preocuparon por vosotros antes del ochenta y nueve y menos lo harán ahora, por mucho que os sonrían y os estrechen la mano el día de las elecciones.
En el silencio subsiguiente, todas las caras se volvieron hacia él, que miró a Joseph.
– En fin, ¿nos vamos?
Los siguieron murmullos de indignación.
Recorrieron calles resbaladizas por la lluvia. Joseph había cruzado unas palabras con Paul Ricard en anteriores ocasiones; le había oído expresar su desdén hacia el vizconde en el período previo a las elecciones; había visto cómo los otros hombres lo escuchaban, inclinando la cabeza mientras él hablaba.
Sabía que Ricard era carnicero de profesión y tenía una tienda en Lacapelle. Era una figura imponente, alto, fornido, ancho de hombros, con una melena pelirroja. Para un hombre de su tamaño, tenía un andar ligero, pero cojeaba levemente. La gente decía que era consecuencia de un accidente sufrido de niño, cuando un carruaje lo arrolló en una callejuela.
Joseph trataba de recordar quién le había contado ese incidente cuando Ricard dijo:
– Todo el mundo habla de usted en Lacapelle, doctor. Dicen que no es demasiado orgulloso para entrar en la casa más humilde. Antoinette Bergis, la trapera, dice que le debe la vida; y muchos como ella afirman que no cobra a los pacientes que no tienen medios para pagarle. Un buen hombre; no hay mejor reputación.
Él se sintió intensamente conmovido, pero sintió que no merecía el elogio. ¿Habría trabajado con esa gente de haber podido escoger? ¿Había virtud en la necesidad?
– Dicen que usted creció aquí.
¿Quién le había hablado por última vez con tanta amabilidad? Al principio no pudo responder. Luego habló, habló sin parar. De sus padres, de un hombre al que había visto una vez golpear a un burro, de una fría trascocina, la manga de una bata de seda azul, dos niños que acudían a él en sus sueños con estrellas de mar en lugar de manos, tratando de arrastrarlo hacia abajo, hasta su reino, una joven que había conocido en Montpellier, algo que había dicho su profesor de anatomía, su lúgubre habitación. La urdimbre y la trama de su pasado, el embrollado futuro.
Habían llegado al puente. Antes de separarse, Ricard le puso una mano en el hombro.
– Hemos creado entre varios un club para hablar de política. Debería venir. Creo que le parecerá interesante.
Una vez más empezó a llover.
La sábana tenía casi doscientos años y se había quedado muy fina con el uso. Había que cortarla en dos trozos, darles la vuelta de modo que los extremos quedaran en el centro y luego coserlos. Eso explicaba por qué Sophie estaba sentada junto a una ventana abierta una tarde de principios de mayo, dando puntadas furiosas y poco entusiastas.
Furiosas porque era uno de esos días en que el ansia era intensa.
Lo llamaba el ansia en un esfuerzo por ridiculizarlo, disminuir su poder sobre ella. Lo identificaba con una sensación a un tiempo de la mente y el cuerpo, un anhelo de… espacio, pensó Sophie, junto con un paradójico deseo de proximidad, de sentir en su piel una mano que no fuera la suya.
El ansia podía adoptar la forma de desasosiego que la sacaba de casa, que convertía en disciplina el estarse quieta sentada, que la hacía tararear y bailotear por su cuarto, volviéndose hacia un lado y hacia el otro frente al espejo, juzgándose con frialdad. O podía manifestarse como un estupor que le recorría poco a poco las venas, infundiéndole lasitud en la sangre, haciendo que le pesaran los miembros, distorsionando el tiempo de tal manera que los minutos transcurrieran con languidez y se desbordaran ollas, se marchitaran rosas junto a un jarrón, quedaran sin sumar columnas de números.
El ansia se apoderaba de ella y la sacudía en sus garras. Luego se aburría y la dejaba caer para regresar, furtivamente, en cuanto se descuidaba.
Remedios (todos de dudosa eficacia):
Ejercicio al aire libre: paseos enérgicos, cavar en el jardín
Ejercicio dentro de casa: cambiar los muebles de sitio, perseguir escaleras arriba y abajo a Matty que grita
Ejercitar la mente: jugar al ajedrez, leer libros que no sean novelas, trabajar la encyclopédie (había leído hasta el final del cartesianismo, p. 726, vol. II; tenía por delante 33 volúmenes en cuarto y 200 páginas y pico)
Comer muchos dulces, deprisa
Ese día, dos horas de caminata a paso vivo (con colinas) y un cuarto de libra de cerezas en conserva solo le habían proporcionado de momento un moderado alivio.
Faltan veintisiete días para que llegue Stephen, pensó Sophie, lo que equivale a solo dos días de colada. Luego se corrigió: faltan veintisiete días para que se muestre cortés conmigo e invite a Claire a dar un paseo hasta el río.
La experiencia no había dado motivos a Sophie para sentirse optimista. Y luego estaban los proverbios, fábulas y supersticiones que desaconsejaban el disfrutar de antemano la felicidad.
En lo alto de las escaleras se oyó un fuerte estrépito.
Me pregunto si han sido los últimos platos de la vajilla buena, pensó.
Hasta donde le alcanzaba la memoria, incluso cuando era niña, de la forma misteriosa en que quedan decididas las cosas en las familias sin que se tome ninguna decisión, había quedado sobreentendido que podía contarse con ella. Cuando se mataba el cerdo antes de carnaval, anunciando el anual ajetreo de trinchar, cortar y preservar, y hacía falta que alguien vigilara la grasa mientras se derretía. Cuando había que llevar un paquete a las granjas vecinas para los intercambios rituales de morcillas, rillettes y mondongo. Cuando se sacudían las ciruelas de los árboles en verano, se secaban en el horno del panadero, se les quitaba el hueso y se rellenaban de pasta de pasas. Cuando había que atar las endibias dos semanas antes de recogerlas, y luego escaldar las hojas. Claire era la mayor; las sábanas, las ciruelas, los platos de distintas vajillas, esas responsabilidades podrían haber recaído sobre sus hombros. Pero estos eran tan esbeltos, tan blancos, formaban una tierna línea tan elocuente… se encogían y las obligaciones caían en otra parte.Al otro lado del muro del huerto, el peral pedía a gritos una buena sacudida.
Sophie pensó en un día no muy distinto de ese, el aire azul y el olor a espino, y su madre trajinando en la cocina, preparando la comida porque Berthe llegaba con retraso del mercado. Había que desplumar un pollo. Sophie estaba de pie en el fregadero, pelando cebollas. En el otro extremo de la casa, Claire entonaba la escala musical.
Pero signor Bertelli dijo que yo era la que tenía la voz más dulce, protestó Sophie, también me acuerdo de eso. Claire no me habló en una semana. Sí, pero ¿a quién ha cogido él por la cintura y tratado de besar detrás de la puerta del salón? A ti no, se dijo Sophie.
Luego llegó el terrible verano en que nació Matty y murió su madre. Saint-Pierre se echaba la culpa de ambas cosas, y no se podía contar con él. Con los ojos enrojecidos las niñas iban de una a otra habitación oscura. De la noche a la mañana la casa había perdido su olor a lecho de enfermo. La carta de la madrina de Claire, una viuda adinerada y sin hijos, permaneció sin abrir días enteros; Claire rompió por fin el sello y le contestó enseguida diciendo que llegaría a Toulouse dentro de quince días. A los catorce años, Sophie heredó un jardín, una colección de recetas, un bebé con cólico.
Yo no pedí ser la responsable, pensó, sus puntadas cada vez más rebeldes, nunca quise ser sensata.
Luego, porque había heredado el escrupuloso hábito de su padre de sopesar las distintas posibilidades, admitió: bueno, tal vez sí lo hice. En cierto modo. Tal vez me alegraba que me escogieran para lo que fuera, hasta para pelar cebollas. Una conclusión que tan pronto como la formuló le resultó terriblemente familiar como una verdad sabida desde siempre.
Su mente huyó en busca de consuelo.
Cuando Marguerite estaba en su primera fase de entusiasmo por todo lo relacionado con los jardines y seguía dándose por hecho que siempre habría dinero, había pedido que le enviaran de París los últimos libros y publicaciones que tuvieran que ver con sus proyectos. Entre ellos había obras serias de botánica que se proponía leer. Pero estaban llenas de frases desalentadoras, aun en frances: «Estas fibras, sin embargo, nunca se entrecruzan, y, aun cuando se juntan, no forman nudos, sino una anastomosis entre unas y otras; de ahí esta estructura semejante a una red, tan distinta de una red de verdad».
No mucho después de la muerte de su madre, Sophie había encontrado en el dormitorio de esta los viejos volúmenes amontonados sobre un escritorio, con casi todas las páginas por cortar. Como seguía desconsolada, todo lo relacionado con su madre le era querido. Abrió un libro y empezó a leer.