Recorriendo la isla en todos los sentidos, terminó por descubrir, en efecto, un quillái cuyo tronco -derribado sin duda por el fuego o el viento- estaba tumbado en el suelo y se elevaba un poquito dividiéndose en dos grandes ramas maestras. La corteza era lisa y tibia, blanda incluso en el interior de la horquilla cuya axila estaba formada con un liquen fino y sedoso.
Robinsón vaciló varios días a las puertas de lo que él llamaría después la vía vegetal . Volvía una y otra vez y daba vueltas en torno al quillái con aires sospechosos, terminando por encontrar insinuantes a las ramas que se separaba bajo las hierbas como dos enormes muslos negros. Por último se tendió desnudo sobre el árbol abatido, agarrándose al tronco con sus brazos y su sexo se aventuró en la pequeña cavidad musgosa que se abría en el punto de unión de las dos ramas. Un aturdimiento dichoso le invadió. Sus ojos semicerrados contemplaban mareas de flores de carnes suaves que por sus corolas inclinadas vertían efluvios densos y embriagadores. Entreabriendo sus húmedas mucosas, parecían aguardar algún don del cielo, surcado por el vuelo perezoso de los insectos. ¿No era acaso Robinsón el último individuo del linaje humano llamado a retornar a las fuentes vegetales de la vida? La flor es el sexo de la planta. La planta con ingenuidad ofrece su sexo al recién llegado por ser lo más brillante y perfumado que posee. Robinsón imaginaba una nueva humanidad en la que cada uno llevaría con orgullo sobre su cabeza sus atributos machos o hembras enormes, coloreados, olorosos…
Vivió largos meses de unión dichosa con Quillái. Después vinieron las lluvias. Nada había cambiado aparentemente. Sin embargo, un día en que yacía sobre su extraña cruz de amor, sintió un dolor fulgurante que le atravesó el glande y le hizo incorporarse de inmediato. Una gran araña salpicada de manchas rojas corrió por el tronco del árbol y desapareció en la hierba. El dolor sólo se calmó unas horas después, pero el miembro herido tomaba el aspecto de una mandarina.
Es verdad que Robinsón había sufrido otras muchas desgracias en sus años de vida solitaria en medio de una fauna y una flora enfebrecidas por el clima tropical. Pero aquel accidente revestía una significación moral innegable. Bajo la apariencia de una picadura de araña, ¿no era en realidad una enfermedad venérea la que le había atacado, semejante al mal francés contra el cual sus maestros no habían dejado de alertar a su juventud estudiante? Vio en ello el signo de que la vía vegetal no era quizá más que un peligroso callejón sin salida.