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En aquel grado de profundidad la naturaleza femenina de Speranza se cargaba con todos los atributos de la maternidad. Y como, al debilitarse los límites del espacio y del tiempo, se le permitía a Robinsón sumergirse como nunca antes en el dormido mundo de su infancia, estaba obsesionado por su madre. Se creía en brazos de su madre, mujer fuerte, espíritu excepcional, pero poco comunicativa y ajena a las efusiones sentimentales. No recordaba que ella les hubiera abrazado una sola vez ni a sus cinco hermanos y hermanas, ni a él mismo. Y, sin embargo, aquella mujer era lo contrario a un monstruo de sequedad. Para todo lo que no concernía a sus hijos, era incluso una mujer corriente. La había visto llorar de alegría al encontrar una joya de familia que había sido inencontrable durante un lustro. La había visto perder la cabeza el día en que su padre se había desmoronado bajo la presión de una crisis cardíaca. Pero cuando se trataba de sus hijos, se convertía en una mujer insípida , en el sentido más elevado de la palabra. Muy aferrada, como el padre, a la secta de los cuáqueros, rechazaba la autoridad de los textos sagrados tanto como la de la Iglesia papista. Con gran escándalo de sus vecinos, consideraba la Biblia como un libro dictado por Dios, desde luego, pero escrito por mano humana y muy desfigurado por las vicisitudes de la historia y las injurias del tiempo. ¡Cuánto más pura y más viva que aquellos galimatías venidos del fondo de los siglos era la fuente de sabiduría que sentía brotar en su interior! Allí, Dios hablaba directamente a su criatura. Allí, el Espíritu Santo le dispensaba su luz sobrenatural. Por tanto, su vocación de madre se confundía para ella con aquella fe apacible. Su actitud con respecto a sus hijos tenía algo de infalible que les confortaba más que cualquier otra demostración. No les había abrazado ni una sola vez, pero leían en su mirada que sabía todo acerca de ellos, que experimentaba sus alegrías y sus penas con más fuerza aún que ellos mismos y que, para servirles humildemente, disponía de un inagotable tesoro de dulzura, lucidez y coraje. Cuando visitaban a sus vecinas, sus hijos se sorprendían ante la alternancia de cóleras y efusiones, de guantadas y abrazos que aquellas mujeres gritonas y agotadas dispensaban a su progenie. Su madre, en cambio, siempre igual a sí misma, tenía imperturbablemente la palabra o el gesto adecuado para mejor calmar o alegrar a sus pequeños.

Un día que el padre estaba ausente de la casa, se produjo un fuego en el almacén de la planta baja. Ella se encontraba en el primer piso con los niños. El incendio se propagó con una alarmante rapidez en aquella casa de madera que contaba con varios siglos de existencia. Robinsón sólo tenía unas semanas; su hermana mayor podía tener unos nueve años. El insignificante pañero, que se había dado prisa en volver, estaba arrodillado en la calle ante la hoguera y suplicaba a Dios para que toda su familia hubiera salido de paseo, cuando de pronto vio a su esposa emerger tranquilamente de un torrente de llamas y humo: cual un árbol doblado bajo el peso de sus frutos, llevaba a sus seis hijos indemnes sobre sus hombros, en sus brazos, a su espalda, colgados de su mandil. Y era bajo aquel aspecto como Robinsón reavivaba ahora el recuerdo de su madre, pilar de verdad y bondad, tierra acogedora y firme, refugio de sus terrores y de sus penas. Al fondo del alvéolo había recuperado algo de aquella ternura impecable y seca, de aquella solicitud infalible y sin efusiones inútiles. Veía las manos de su madre, sus grandes manos, que jamás acariciaban ni golpeaban, tan fuertes, tan firmes, de tan armoniosas proporciones que se parecían a dos ángeles: una fraternal pareja de ángeles actuando al unísono según la inspiración. Aquellas manos amasaban una pasta cremosa y blanca, porque era la vigilia de la Epifanía. Al día siguiente los niños se repartirían un bizcocho de álaga en el que previamente se escondía un haba en un saliente de la corteza. Él era aquella pasta blanda prisionera en un puño de piedra omnipotente. Era aquel haba, presa en la carne maciza e inconmovible de Speranza.

El resplandor repercutió otra vez alcanzando aquella zona recóndita donde flotaba él, cada vez más desencarnado por el ayuno. Pero en aquella noche lechosa su efecto le pareció invertido : durante una fracción de segundo la blancura ambiente se oscureció y luego recuperó en seguida su pureza de nieve. Se hubiera dicho que una ola de tinta había reventado en la entrada de la gruta para volver a retirarse al instante sin dejar la menor huella.

Robinsón tuvo el presentimiento de que era preciso romper el encanto si quería volver a contemplar el día. La vida y la muerte se hallaban tan próximas la una a la otra en aquellos lugares lívidos que debía bastar un instante de pérdida de atención, un desfallecimiento de la voluntad de supervivencia para que se produjera un deslizamiento fatal de un límite al otro. Se separó del alvéolo. No estaba en realidad ni anquilosado, ni debilitado, sino más bien ligero y como espiritualizado. Se izó sin esfuerzo por la chimenea en la que flotó como un ludión. Tras llegar al fondo de la gruta, volvió a encontrar a tientas sus vestidos, que colocó como una bola bajo el brazo, sin perder tiempo en vestirse. La oscuridad láctea persistía en torno suyo, cosa que no dejaba de inquietarle. ¿Se habría vuelto ciego durante su larga estancia subterránea? Avanzaba titubeando hacia el orificio, cuando una espada de fuego le golpeó repentinamente en el rostro. Un dolor fulgurante le devoró los ojos. Cubrió su rostro con sus manos.

El sol del mediodía hacía vibrar el aire alrededor de los peñascos. Era la hora en que hasta los mismos lagartos buscan la sombra. Robinsón caminaba medio encorvado, mientras temblaba de frío y apretaba uno contra otro sus muslos húmedos de leche cuajada. Su desvalidez en medio de aquel paisaje de zarzas y sílex cortantes le colmaba de horror y de vergüenza. Estaba desnudo y blanco. Su piel se granulaba en carne de gallina, como la de un erizo asustado que hubiera perdido sus púas. Su sexo humillado se había encogido. Entre sus dedos se filtraban pequeños sollozos, agudos como grititos de ratón.

Mal que bien avanzó hacia la residencia, guiado por Tenn, que danzaba en torno suyo, feliz por haberle encontrado de nuevo, pero desconcertado ante su metamorfosis. En la penumbra tranquilizadora de la casa, lo primero que hizo fue poner en marcha la clepsidra.

Log-book .- Me hallo todavía lejos de poder apreciar el justo valor de este descenso y esta estancia en el seno de Speranza. ¿Es un bien? ¿Es un mal? Será todo un proceso que habrá que instruir, para el que me faltan todavía las piezas principales. Es verdad que el recuerdo de la ciénaga me llena de inquietud: la gruta tiene un indiscutible parentesco con ella. ¿Pero no ha sido siempre el mal el mono de imitación? Lucifer imita a Dios a su manera, que es artificio. ¿La gruta es acaso un aspecto nuevo y más seductor de la ciénaga, o es más bien su negación? Es cierto que, lo mismo que la ciénaga, provoca en mí los fantasmas de mi pasado y la ensoñación retrospectiva en que me sumerge apenas es compatible con la lucha cotidiana que sostengo para mantener a Speranza en el más alto grado posible de civilización. Pero mientras que la ciénaga me hacía obsesionarme con mi hermana Lucy, ser tierno y efímero -mórbido, en una palabra-, la gruta me lleva hacia la figura elevada y severa de mi madre. ¡Fascinante protección! Me inclinaría a creer que aquel gran carácter deseando acudir en ayuda del más amenazado de sus hijos no ha tenido más remedio que encarnarse en la misma Speranza para mejor llevarme consigo y alimentarme. Desde luego, la prueba es dura y más todavía el retorno a la luz que la permanencia en las tinieblas. Pero me veo tentado a reconocer en esta benéfica disciplina los modos de mi madre, que no concebía progreso que no fuera precedido -y como pagado- por un esfuerzo doloroso. ¡Y qué reconfortado me siento por este retiro! Mi vida de ahora en adelante reposa sobre un pedestal de una solidez admirable, anclado en el corazón mismo de la roca y en contacto directo con las energías que allí duermen. Siempre había habido en mí antes algo de flotante, de mal equilibrado, que era manantial de náusea y de angustia. Yo me consolaba soñando con una casa, la casa en la que habría podido terminar mis días y me la imaginaba construida en bloques de granito, maciza, inamovible, sostenida por formidables cimientos. Pero ya no tengo más ese sueño. Ya no lo necesito.

Está escrito que no se entra en el Reino de los Cielos si uno no se hace semejante a un niño pequeño. Nunca palabra del Evangelio se habrá aplicado más al pie de la letra. La gruta no sólo me aporta el cimiento imperturbable sobre el cual puedo en lo sucesivo asentar mi pobre vida. Es también un retorno a la inocencia perdida que cada hombre llora secretamente. Reúne como por milagro la paz de las dulces tinieblas matriciales y la paz sepulcral: el más acá y el más allá de la vida.

Robinsón realizó aún algunos retiros en el alvéolo, pero fue apartado de él por la recolección y la siega del heno, que no podían aguardar. Los resultados fueron tan mediocres que se alarmó. Indudablemente su abastecimiento y la subsistencia de sus rebaños no se veían amenazados, porque la isla estaba explotada de tal modo que podía asegurar la vida de toda una población. Pero se podía percibir un desequilibrio en las relaciones especialmente sensibles que mantenía con Speranza. Le parecía que las nuevas fuerzas que henchían sus músculos, aquella alegría primaveral que le hacía entonar un himno de acción de gracias al despertarse cada mañana, aquella lozanía dichosa que extraía del fondo de la gruta, eran descontados de los recursos vitales de Speranza y disminuían peligrosamente su energía íntima. Las generosas lluvias, que habitualmente bendecían la tierra tras el gran esfuerzo de la recolección, permanecían suspendidas en un cielo plomizo, estriado por los relámpagos siempre amenazadores, pero avaro y árido.

Algunos acres de verdolagas, que proporcionaban una ensalada jugosa y grasa, se secaron antes de llegar a madurar. Varias cabras alumbraron cabritos muertos. Un día Robinsón vio elevarse una nube de polvo al paso de una manada de jabalíes en medio de los pantanos de la costa oriental. Por ahí concluyó que la ciénaga había debido desaparecer y experimentó una tremenda satisfacción con la idea. Pero los dos manantiales de donde se había acostumbrado a sacar su agua potable se secaron y era preciso adentrarse bastante en el bosque para encontrar un manantial todavía activo.

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