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Un día con otro los exámenes me dejan cinco barbos líquidos. De fijo el que aprueba el Francés o el Alemán no me deja con las manos vacías. A cada aprobado de estos que canto suena una ovación. En cambio, no faltan todo el tiempo chavalas llorando por los rincones. Es la vida.

Le propuse a Melecio ir al cine esta tarde y aceptó. Le dije que diera a Manolo una peseta marcada con una cruz. A la hora de rendir cuentas, Manolo no entregó la pela marcada y Fermín le preguntó por ella. El cínico de él contestó que no le habían dado ninguna. Entonces llamé a Melecio, que se había aguardado a intención. El cabo le obligó a Manolo a sacar la cartera y allí tenía la pela de la cruz. Fermín le llamó una cosa gorda y dijo que en lo sucesivo podía campar por sus respetos. Manolo andaba acobardado y salió con que en casa había mucha necesidad, pero Fermín, que es un águila, le soltó que si se creía que no sabía que cada tarde tenía una partida interesada en el París. Manolo lloriqueó que no era interesada y el cabo dijo que echando por bajo cambiaban cinco duros de mano todos los días. Manolo se largó con las orejas gachas.

En la primera quincena de agosto tenemos permiso. Le pregunté a Fermín si no podía cambiarla por la segunda, pensando en la codorniz, pero me dijo que nones. ¡Esto no es vida!

23 junio, martes

Terminaron los exámenes. He echado cuentas: 473,65 líquidas, que no está mal.

Esta mañana visité a Aquilino en la Residencia de Suboficiales. El hombre anda reventado con un ataque de ciática. Qué cosa será que en la cama todavía parece más grande. Mañana le trasladarán al Hospital Militar.

Al atardecer subí al páramo con Zacarías y la fiesta terminó a bofetadas. El marrajo prometió soltar los pájaros, pero a última hora, como me olía, me hizo la trastada. Es un granuja. Al principio todo fue bien. Nos escondimos entre los surcos, tendió la red sobre las espigas y atrajo a los bichos con el pito. En cuanto que se arrimaba una, el tío se levantaba como una centella y el pájaro, al arrancar, se enredaba en la red. Así hicimos hasta siete. A la luz de la luna aún agarramos dos. Hacía un poco de viento que combaba las cañas de las espigas y el movimiento del campo parecía el mar. Estaba hermosa la noche. Al acercarnos a las burras los grillos aturdían. Como no hacía intención, le recordé a Zacarías que había prometido soltar los pájaros, pero él se echó a reír y uno a uno los fue sacando de la sera y dándoles una dentellada en la nuca. Los animalitos morían sin un temblor. Me entró tal coraje que, sin más, le di una guantada, él contestó y terminamos a golpes en medio la carretera. Al fin le sujeté y le dije que si intentaba algo le partía el espinazo. Él dijo que asunto liquidado y fui yo entonces y tiré las codornices muertas en medio de los trigos. En el cielo había una luna roja como una sandía. Agarré la burra y me largué sin esperarle. Dice Melecio que conociendo a Zacarías nunca debí llegar a esos extremos. Un pronto lo tiene cualquiera, digo yo.

2 julio, jueves

Tropecé esta mañana en la calle con don Adolfo, el presidente de la Sociedad de Cazadores. Me felicitó por lo del pichón y luego me preguntó cómo llevaba la veda. Le respondí lealmente que con resignación, ya que no había otro sistema. Dijo él entonces que otros la llevan matando al margen de la ley. Le pregunté si no era posible terminar de una vez con esa canalla. Él respondió que se hace lo que se puede. Luego hizo números y dijo que calcula en cuatro mil las perdices que de mayo acá se han matado en la provincia con el reclamo. ¡Gibar! Así es que luego sale uno con la ley y no hace más que dar patadas a lo bobo.

El sol es fuego. A mediodía la Paula dio a luz un chaval muerto. Fui para allá, pero en la papeleta decía que no reciben. A Melecio le ocurrió lo propio. Anduvimos discutiendo sobre si deberíamos insistir. Me giban esos prontos de Tochano, la verdad. Melecio dice que no habiendo entierro no procede otra cosa. En fin, quedamos en dejarlo para el domingo.

5 julio, domingo

Estuvimos donde Tochano. En el gabinete nos quedamos los tres mirándonos como pasmados. Melecio, por decir algo, dijo que tenía entendido que entró poca codorniz este año. Dijo Tochano que, por su parte, podían morirse todas. Para quitar hierro tercié y dije que la liebre, en cambio, había criado bien. Tochano dijo que se alegraba por los ricos que disponían de coto. Melecio le atajó que si no fuese por los cotos, de qué íbamos a matar nosotros liebres en Castilla. Se armó debate y Tochano se puso terco e insistió que los cotos eran un privilegio de mierda. Le dije yo que quitara las tablillas a lo de Muro, a ver qué liebres cazaba él en los bacillares de Herrera. Voceábamos tanto que entró la madre de Tochano y dijo que molestábamos a la Paula. Entonces Melecio se levantó y le dijo a Tochano entre dientes algo del chaval. A Tochano se le hinchó una vena negra en la frente y dijo que de este asunto ni una palabra. Luego se volvió a mí y me preguntó si era cierto que me había sacudido con Zacarías por un qué. Le respondí que sí y él dijo entonces que anduviera al quite porque Zacarías estaba caliente aún.

Tenía la tarde libre y di un paseo en barca con Anita. De regreso intenté besarla, pero ella me dijo con muchos humos que apartara el brazo si no quería que me soltase una guantada.

A las doce no corría una gota de viento. La casa está como un horno. A la madre le volvió el mareo. Cuando se acostó tenía el ojo vuelto del todo. Digo yo si serán los nervios.

8 julio, miércoles

Hubo carta de la Veva. Dice que el chavea es un golfo, pero que mi hermano es ciego por él. Nos dice que callemos la boca porque Tino no sabe que nos escribe. Por lo visto ella sigue con los dolores y el médico ha determinado operarla para el otoño.

10 julio, viernes

En la vida hay días torcidos y de nada sirve que nos esforcemos en variar su mala disposición. Uno piensa, luego que la desgracia sucede, que una palabra hubiera bastado para cambiar el destino, pero esa palabra, a cosa pasada, no es más que un nuevo dolor. Cuando a uno se le va una perdiz a postura de perro, se dice que hubiese sido suficiente con reportarse para bajarla, pero eso se piensa después de que no se ha bajado y es ya tarde para enmendar la torpeza. Lo mismo sucede con las desgracias. Y uno se desespera y se da cuenta entonces de que cualquier tipo de la calle no es más que un mandado en la Tierra y que no basta tener en la cartera un buen fajo para determinar esto hago y esto no hago. Uno no sabe más que lo que quiere hacer y lo que no quiere hacer; lo que luego vaya en realidad a hacer o deshacer sólo el Señor lo sabe. Y uno, después que las cosas pasan, se queda como tolondro y se da cuenta de que aunque presuma de estar de vuelta, en el fondo no es más que un buñolero.

Ayer se ahogó el Mele. Melecio llegó a preguntarme por el chico cuando me sentaba a comer. Le dije que no sabía una palabra y nos largamos juntos. El sol era un infierno. Anduvimos corriendo calles hasta las cinco y luego bajamos hasta el río por los merenderos. Uno estaba diciendo en ese momento que se veía algo como un ahogado. Agarramos una barca y, según remaba, yo le pedía a Dios que no fuera el Mele, pero sí era. El chavea parecía talmente de cristal. Me dio por temblar según le subía Melecio a la barca. Luego se quitó la americana y le envolvió en ella. Hablaba solo, como los locos, y dijo que no quería que le robaran al chico para encerrarle en el depósito como un perro. Cuando llegamos a casa, la Amparo se arrancó a llorar a gritos. Yo estaba tolondro, igual que cuando sueño con perdices y el tiro no sale. Me fui escapado donde don Florián y, al regreso, la Amparo le había puesto al crío la marinera y le había lavado y peinado. La niña dijo que el Mele se había dormido, y, ciertamente, estaba tal cual el angelito sobre la colcha. La Amparo rompió a gritar al ver a don Florián. Melecio se sentó en una silla y miraba la pared de enfrente sin dejarlo. El cura le cogió por los hombros y le sacó fuera y le estuvo hablando en voz baja todo el tiempo y Melecio decía que sí con la cabeza. Entonces empezó a aullar la Doly en el corral. Digo yo si olería el cadáver. Mandé recado a la madre, a Serafín, a Tochano y a Zacarías, y, entre tanto, fueron llegando las vecinas y todas se arrimaban a la cama a besar al chiquillo. Hemos pasado la noche con Melecio. De madrugada le hicieron la autopsia al crío. La Amparo se puso loca. Melecio sigue como en la higuera. Con ese temperamento que tiene, esta desgracia ha de afectarle. Al tiempo. A las cinco salió el entierro. Detrás mío iban formados los chavalillos de la escuela 2 con el maestro y el estandarte. Cerca de la parroquia nos alcanzó la Doly, jadeando, con la lengua fuera. El animal se colocó junto a la carroza y andaba con las patas como encogidas, aullando lastimeramente. Daba congoja el verla. Cuando don Florián rezó el responso frente a la parroquia, la perra, como si se diera cuenta, calló la boca. Luego, en el cementerio, se tumbó junto a la cruz y lloraba como una persona. El cura del camposanto dijo que retiráramos al animal, y Zacarías, sin pensarlo, le dio una patada. Melecio se puso loco. Le calmé y le dije a la perra que se largase y ella se largó, pero aún la sentíamos aullar desde la puerta. Al acabar, Zacarías se me acercó y me dijo que mal año. Le di la mano y todo arreglado. Tochano no ha aparecido vivo ni muerto. Estoy como si me hubieran dado una paliza. Me duelen los huesos y tengo dentro una tristeza que para qué.

13 julio, lunes

Melecio sigue sin abrir la boca. El hombre parece una estatua. Nada reza con él. Se pasa el santo día en el taburete acariciando la cabeza de la perra. Ya le digo que llore, pero el chalado aguanta, y el dolor le come por dentro. En cambio, la Amparo anda ya más resignada. Hoy estuvo allí don Florián y le dijo a Melecio que efectivamente es una dura prueba la que le envía el Señor, pero que otros pasaron por ella antes que él. Melecio dice que sí, pero sigue lo mismo. Me da miedo el temperamento de este hombre, la verdad.

17 julio, viernes
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