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Diario de un cazador - pic_1.jpg

Miguel Delibes

Diario de un cazador

Prólogo-Dedicatoria

A mis amigos cazadores que, por descontado, no son gentecilla de poco más o menos, de esa de leguis charolados y Sarasqueta repetidora, sino cazadores que con arma, perro y bota componen una pieza y se asoman cada domingo a las cárcavas inhóspitas de Renedo o a los mondos tesos de Aguilarejo, a lomos de una chirriante burra o en tercerola, en un mixto de mala muerte, con la Doly en el soporte o camuflada bajo el asiento, sin importarles demasiado que el revisor huela al perro ni que el matacabras azote despiadadamente la paramera; a esos amigos cazadores -digo- de buen corazón y mala lengua, para quienes cazar en mano continúa siendo un deporte, pese a que la perdiz y la liebre se muestran cada día más reacias a aguardar amonadas en un chaparro, y pese, no menos, a los multitudinarios y descansados ojeos y a los pasos de palomas de Echalar, que así, tan vergonzosamente, señores, se las ponían a Felipe II; a esos cazadores -digo- que todavía van a la pieza noblemente, porque la pieza, pese a todo, aún sigue siendo para ellos un trofeo y una suculenta merienda, va dedicado este libro.

Y, en especial, a mi padre, que me enseñó a amar la caza y que a más de la escopeta, la canana y el morral, aún sube gallardamente sus ochenta años ladera arriba; y a mi cuadrilla: Antonio Merino, puntilloso tirador, Vicente Presa, a quien le gané la última comida en su feudo de Villamarciel -aquel parro le bajé yo, Vicente-, Santiago R. Monsalve, en sus primicias entusiastas, y a mi hermano José Ramón, que nos dejó por otra, y solía llevar de postre un tocinillo de cielo.

A todos un abrazo.

M. D.

15 agosto 1954, viernes

Al fin dejé el Instituto. Me viene al pelo porque aquí no están desdobladas las clases ni hay permanencias. Veré de agenciármelas para hacer unas pesetillas por las tardes.

Don Basilio, el director, me recibió bien y me soltó un discursito. Le dije lo de la casa y él me contestó que aguardemos una semana porque ahora están los pintores. A la madre no le gusta el traslado. Dice que ella preferiría morir donde vivió treinta años. Todas las viejas tienen las mismas pamplinas. Finalmente la convencí con lo de la renta.

Por otro lado, me dicen que aquí los obvencionales son sustanciosos, y hay una gratificación extra por Navidad. No para echar coche, desde luego, pero menos da una piedra. En fin, si las cosas vienen como espero, podré comprarme para diciembre la Jabalí del 16. Aquilino me dijo ayer que aguardará unos meses antes de sacarla a subasta. Me queda un poco larga de culata, pero Melecio podría cepillarla con cuidado. Por lo demás, me viene que ni pintada, es ligerita y los tubos brillan de tal modo que hacen daño a los ojos.

En el café volví a discutir con Tochano. Cuando Tochano coge una perra hay que sentarse. Me dice que por qué tiro con el 16, habiendo un calibre mayor y otro más pequeño. Apuré toda clase de razones, pero no le convencí. Acabó con la de siempre, diciéndome que estaba enviciado y que el 16 es un calibre a extinguir. No le basta que yo me acierte con él. Será porque soy zurdo, como él dice, pero yo me arreglo con él y no veo motivo para ensayar otro.

16 agosto, sábado

Estuve por la mañana con don Basilio viendo la casa. Los pintores la han dejado como nueva y huele a limpia. Lo celebro porque, según me dijo el señor Moro, la mujer de Ladislao era una tía guarra. El piso no tiene otro inconveniente que el de estar en la parte alta del edificio, expuesto a todos los vientos y a todas las inclemencias. El señor Moro me dice que con las lluvias del otoño salen goteras. Veremos de andar al quite.

18 agosto, lunes

A las seis de la mañana alquilé un carrillo de mano e hice el traslado. La madre anduvo llorando un rato, agarrada al quicio de la puerta. La Modes no quiso venir a echar una mano, eso que la avisé ayer. La Modes siempre anda a lo suyo. Si alguna vez viene por casa es a pedir. No he visto otra mujer que haya cambiado tanto como ella con el matrimonio. A todas horas anda desgreñada y sucia como las de la tirada del carbón. Cuando le dije lo del traslado me contestó que quién iba a atender lo suyo entonces. Le advertí que haría el traslado de los trastos de madrugada, antes de levantarse Serafín y de despertarse los críos, pero ella dijo que nanay. En cambio Melecio estuvo trajinando como un forzado hasta las ocho y media que se fue a la sierra. Tiene unas manos muy hábiles el condenado. Melecio es uno de esos tipos que no hace un solo movimiento de más. Al concluir la tarea, me dijo que ayer oyó decir en la Sociedad de Cazadores que el 24 se levanta la veda de la codorniz. Al parecer no hay mucha, aunque de la parte del páramo se las oye cantar. Dice que, en cambio, la perdiz crió bien este año y que se ven polladas de igualones por todas partes. Cuando oigo decir estas cosas me entra frío por la espalda. Desde marzo no he disparado un tiro. ¡Desde marzo, Señor! ¡Se dice pronto!

19 agosto, martes

Me despertaron los gorriones piando como locos en la azotea. Dice el señor Moro que la señora de Ladislao tenía la costumbre de echarles las migajas de pan de las sobras al levantarse. Así se explica que hubiera más de un ciento de ellos revoloteando entre las chimeneas y los tendederos. La madre llevaba un rato levantada, rutando porque no le tira la cocina. Debe de ser por el tiempo quedo, sin una brizna de viento. De todas formas a estas cosas hay que cogerles el punto flaco. La madre estaba hecha a la cocina de la otra casa y ésta le extraña. Además, la madre siempre anda dispuesta a protestar. Es su manera de ser. Todavía no ha hincado el pico. Se le ha ido el día recordando a la señora Rufina. A las siete me dijo: «¿Y qué hago yo a estas horas si no puedo sacar una silla a la puerta?» «Siéntese en la azotea, madre», le dije yo. Ella dijo: «Ya, a ver pasar los pájaros, ¿verdad?» A la mujer no le falta razón, pero cuando hemos cenado a la fresca, bajo un techo de estrellas, se le ha desarrugado el semblante. A medio comer me pidió la toquilla porque notaba el relente. Yo le dije que de cuándo acá había necesitado la toquilla en agosto. Al concluir, la llevé a la baranda para que contemplara las vistas. Ella se asomó y dijo: «Es muy hermosa nuestra ciudad, ¿verdad, hijo?» Desde la azotea se divisa un mar de luces y todo está en silencio, como muerto. Sólo de vez en cuando le asusta a uno el silbido de un tren. Cuando le mostré el Sagrado Corazón, se le alegró la cara y se santiguó: «Lo tenemos aquí cerquita, hijo. Casi al alcance de la mano», decía. La notaba sobrecogida porque el Sagrado Corazón, iluminado por una luz blanquecina, parece tal cual una aparición milagrosa.

20 agosto, miércoles

De día es aún más hermosa la vista de la ciudad. Al pie de la casa brillan los carriles de la estación y se divisa el movimiento de los trenes sin que se oiga su jadeo. La ciudad queda enfajada por el río y de la otra orilla hay un extenso campo de remolacha, protegido por unos tesos rojizos, salpicados de vides. En las otras direcciones, la ciudad se pierde en unos arrabales polvorientos.

Melecio pasó la tarde en casa. Anduvimos recargando. Parece que lo de la codorniz es un hecho. Sacamos una mesa a la azotea y allí estuvimos a la fresca. El perdigón sigue subiendo. Nos lo han cobrado a 22. Menos mal que para la codorniz ponemos media carga. Melecio se da buena maña para calcular la pólvora. Yo me limito a numerar las tapas y a rebordear los cartuchos cargados. Siempre que hago esto, sea donde quiera, me acuerdo de la primera vez que salí al campo con el padre, después que la guillotina de la imprenta le segó la mano. Marró una liebre que le arrancó de los mismos pies en unas pajas y tiró la escopeta. Luego se puso a llorar, se sentó en un mojón y me dijo: «Esto no debes hacerlo nunca, hijo». Yo le pregunté: «¿Se puede cazar con una sola mano, padre?». Él dijo: «Por lo visto, no». A partir de aquel día empezó a consumirse y se nos fue en tres meses. ¡Qué cosas! Sólo contaba cincuenta y dos años. El médico decía: «Por más que le hurgo no le encuentro ningún mal». Mi madre dijo: «Es la pena, doctor». Y se murió y aún estamos aguardando el diagnóstico. Es chocante cómo cada vez que me siento a recargar me acuerdo del padre. Y también cuando me veo en el campo, con el sol arriba y un cansancio doloroso en los pies.

Al marchar Melecio, le pregunté dónde iríamos el domingo 24 y me dijo que ha oído que en Villatorán hay un corro grande de codornices. Iremos, pues, a Villatorán.

21 agosto, jueves

A la una fui a casa de Melecio a ver a la Doly. Está crecida la zorra de ella y tiene buena estampa. Estuve un rato enseñándola a cobrar con la boina vieja de Melecio. Pero ella lo echa a barato. Es un animal retozón y zalamero. O mucho me equivoco o no tiene casta. No volveremos a agarrar una perra como la Ina. Malas pulgas sí gastaba la condenada, pero conocía el oficio como nadie. Todavía recuerdo la perdiz alicorta que me cobró en lo de la Diputación. ¡Aquello eran vientos!

De regreso, me topé con la Modes. Al verme se echó a llorar. Siempre hace igual la chalada. Le dije que si a pedir limosna, y ella respondió que Serafín estaba enfermo. Me supuse que sería otra vez el vino, pero ella dijo que no, que esta vez tiene calentura. «¿Y el Seguro no paga?», dije yo. «Ése es otro cantar», respondió ella suspirando. Le di una pela, porque aunque le diese cinco sé que volverá mañana. A mi hermana le hizo la boca un ángel.

En el café estuve con la peña de Tochano. Parecen confabulados para no decir dónde piensan abrir la temporada. También yo me callé que en Villatorán hay un corro grande. Si quieren codornices, que las busquen. De todas formas no creo que Tochano y su partida se conformen con matar pajaritos el domingo. O mucho me equivoco o irán a la linde de lo de Muro, a las liebres. Jugué la partida con ellos y palmó el Pepe los cafés. Como acostumbra, lo anotó en cuenta. Don David no le puso buena cara.

22 agosto, viernes

He pasado un rebufe del demonio. Encontré llorando a la madre al regresar del café y me dijo que la hija segunda del señor Moro la había llamado tía. Le dije que se explicase y me dijo que desde hace cuatro días las hijas del señor Moro cuelgan la ropa en nuestro tendedero y hoy nos arrancaron un palo. Me endemonió la cosa, pues hace una semana me tiré la tarde colocando el alambre. Como no me gusta andar con tapujos pasé a casa del señor Moro y le dije que, con todos los respetos a su edad, no estaba dispuesto a molerme para él y los suyos. Las tres candajos de sus hijas vinieron a mí como tres furias y me dijeron que me explicara. Yo me expliqué a mi modo, y la Carmina, al concluir, me chilló que podía meterme el tendedero en el culo. El candongo del señor Moro me dijo que lo que yo decía no era cierto y que el tendedero lo había arrancado el viento. Fuera de tino le pregunté que qué viento. Él me pasó a la habitación vecina y me salió con que si yo había caído aquí al olor de la conserjería. «Vamos, vamos, ¿es eso?», le dije. Él me dijo entonces que tenía muchos años y sabe que nadie dejaría el Instituto por esto si no esperara un ascenso. «Yo no vine aquí a hocicar -dije lealmente-. Eso no quita para que si don Basilio me ofrece la conserjería le vaya a arrugar el morro.» El viejo empezó con que don Basilio le tiene aquí y que si el cargo lo dan por antigüedad, como debe ser, yo no pinto aquí nada. Me recomió el retintín y le contesté que no estaba allí para hablar de la conserjería sino del tendedero y que, aunque joven, no me gusta que nadie se me siente en la barriga. Le dejé con la palabra en la boca.

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