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– Aunque tengo mis dudas… -continúa Mireia, arrugando la nariz mientras habla-. Lo mismo no se ha equivocado porque, ¿sabes?, cuando he entrado él tenía los pantalones bajados a media pierna y, ¿te lo puedes imaginar?, ¡debajo de los pantalones de lanilla lleva unas medias rosas! ¡Y un liguero rosa de satén! ¡El muy travesti!

– Aaaah… -dices tú. La boca se te queda abierta. Pero a lo mejor Mireia miente, quién sabe. Te parece recordar que esos dos no se llevan muy bien. La idea es preciosa, pero lo más probable es que ella se la esté inventado para fastidiar a Jacobo.

– ¿No lo encuentras increíble? Es un perfecto falócrata, pero resulta que, debajo del traje, el jodido Tiresias éste va ribeteado de blondas y de puntillas bastante sexys.

El bueno de Tiresias. A Tiresias lo cegó Atenea, en castigo por haberla visto bañándose desnuda. Pero, a cambio, la diosa le concedió el don de la longevidad, y el poder de conservar intactas sus facultades mentales en el infierno. (Tú, en el pellejo de Tiresias, no habrías desdeñado la importancia de esa última merced ni siquiera aquí, en la Tierra.)

– A lo mejor es Tiresias de verdad -sonríes. Te lo imaginas en paños menores. Envuelto en refajos de seda.

– A lo mejor.

– Tiresias fue hombre y fue mujer. Al pobre, los dioses siempre estaban castigándolo por esto y por lo otro. A la diosa Hera, por ejemplo, le sentó fatal que dijera delante de Zeus que las mujeres disfrutan mucho más del coito que los hombres. Él podía opinar sobre ese tema porque había sido las dos cosas -le das una pequeña explicación a Mireia, a pesar de que ella no la necesita, según sospechas.

– Pues éste de aquí… -lo señala despectivamente; Jacobo está a unos pocos metros de ellos, con la nariz pegada a la esquina de un gran óleo sobre tela-, este Tiresias de aquí se pasa la vida negándonos a las mujeres los derechos más elementales.

– Pero usa pantys rosas.

– Sí, supongo que ése es un punto a su favor, ¿verdad? -Mireia abre de pronto la boca, hace un gesto tan raro que los rasgos de su rostro aparecen por un segundo enmarañados, igual que si estuvieran a punto de desaparecer disueltos por las esquinas de la cara-. Oh, oh, Dios mío. Creo que te ha olido. Me parece que viene hacia aquí. Bueno, yo te dejo. Sólo quería felicitarte, y preguntarte por Vili y…, ah, ¿puedo darte una buena noticia?

– Me encantan las buenas noticias.

– ¡Estoy embarazada! -Mireia anda de espaldas, alejándose de ti y sonriendo. Su sonrisa es una pequeña elipse de ámbar ahora bien definida-. Ya sé que, en fin, ya sé que a nadie le importa, pero yo soy feliz. Si hablas con Vili díselo de mi parte, ¿quieres?

Cuando entrelazas tu mano con la de Jacobo, ella ya ha desaparecido de tu vista. Probablemente ha corrido en busca de sus maridos, que estarán impacientes por mimarla, esperándola en un recoveco de la enorme galería, cada uno con un vaso de vino espumoso entre los dedos. Ansiosos por volver a sumergirse en el vientre de la ballena.

– ¡Jacobo! Gracias por venir.

– Una exposición extraordinaria, muchacho.

– ¿Qué tal estás? -le preguntas.

– Estupendamente, si no fuera por los pantys, que me pican un montón y me están jodiendo hace ya un rato largo -dice Jacobo.

EL ELIXIR DE LOS DIOSES

Has ido a ver cómo está Telémaco. Duerme con el puñito metido dentro de la boca. La señora Gómez ha dejado el despacho en penumbras. Tu niño duerme, descansa impunemente igual que un animalito agotado. Mirarlo así, a salvo y tranquilo, es para ti la felicidad.

Entre saludos breves, apretones, dos o tres entrevistas rápidas para la radio, contactos del señor Tamisa que pronto serán también los tuyos y que estrujan tus manos y tus nervios, risas falaces o sinceras, fragmentos de conversación, las fotos para una importante revista femenina en la que van a hacerte un reportaje, individuos que reconoces y desconoces y que se te antojan sombras insensatas y satisfechas circulando contra el fondo claro de las paredes, logras volver al centro de la sala principal.

Piensas que el panorama que te rodea sería más hermoso si todos pudieran detenerse un instante para que los contemplaras con calma. La visión es uno de los goces carnales que tú más aprecias. Serías un mal ciego. Pero nadie consigue estarse quieto, porque todos ellos son de verdad y, sin embargo, tú también prefieres, como Goethe, como casi todo el mundo, un error estable a una verdad en movimiento. Te gustarían más enmarcados dentro de uno de tus lienzos, sin que los agite el temor o el deseo. Muy quietecitos. Muy buenos. Muy callados.

Cuando quieres darte cuenta, llevas al menos diez minutos hablando con Johnny Espina Willianoson. Y no recuerdas ni una palabra de las que has intercambiado con él, a pesar de ser vagamente consciente de que habéis mantenido un diálogo más o menos coherente.

– Yo es que he amado mucho, ¿viste? He tenido ese defecto… -dice Johnny; los ojos muy tristes, luminosos.

– ¿Eh? ¿Ah? Bueno… -dices tú-. Yo no creo que amar mucho sea un defecto.

– No, lo que quiero decir es que he sido poco correspondido. He tenido ese defecto.

– Vaya, pues.

– He sacrificado mi vida por el éxito -continúa él-. El éxito social, el éxito literario, el éxito con las mujeres. Y ahora, cincuentón y expatriado, me encuentro con que no tengo ni éxito ni vida. Por eso me alegro tanto de que, esteeee… de que tú, un amigo íntimo, triunfes de esta manera tan clamorosa, y de que yo pueda verlo. Salud, viejo. -Bebe un trago de su vaso; es sincero.

– Salud. -Tú también bebes, qué carajo-. Gracias, Johnny.

– Lo peor de la fama es que todo el mundo acaba conociéndote -sentencia Johnny, y se apoya contra una pared; parece cansado-. Pero yo a ti te veo lanzadísimo. Una estrella, te lo digo yo. Un Picasso de Chamberí. Disfruta todo esto, hazme caso. A pesar de los inconvenientes, el éxito es mucho mejor que el fracaso. Más cómodo, ¿me entiendes? Tu cuenta corriente, tu reputación, las mujeres locas porque les mires debajo de la falda. Eso es lo que significa el éxito. ¿Y el fracaso, qué significa el fracaso? Yo te lo voy a decir, amigo: una mierda pinchada en un palo. Las pibitas de hoy en día no salen corriendo detrás de los tíos que se pasean por la vida con una mierda pinchada en un palo entre las manos como único equipaje. La gente de mi generación hemos tenido ese defecto. Hemos sacralizado el fracaso. Creíamos que el fracaso era una cosa así como estética, como honesta, como correcta, ¿sabes lo que te digo? Y, en realidad, lo que ocurre es que la mayoría de nosotros somos unos fracasados. Y quizás por eso valorábamos tanto el fracaso. Pero por mí, a estas alturas del baile, que le den mucho por culo al fracaso.

– ¿Pero no acabas de decir que has sacrificado tu vida por el éxito?

– Sí, claro -Johnny sacude la cabeza bruscamente-. Pero de boquilla para afuera decía que estaba de acuerdo con todo eso de la ética del perdedor, y tal y cual. No podías decir lo contrario porque no era progre. Llegado recién a España, huyendo de los verdugos de mi patria americana, yo era un joven progre. Ser progre era la única manera de follar en aquellos tiempos, así que yo he sido progre. Vamos, todavía lo soy. -Johnny tose, da un sorbo ruidoso, enciende un cigarrillo rubio-. Aunque ahora me da lo mismo ser progre que ser albanés, porque igualmente no follo nada. Estooo… Me parece que estoy un poco achispado. Es por el vino éste. ¡Shuuup!, me encanta el vino gratis, viejo. El elíxir de los dioses.

– Bueno, creo que hay reservas suficientes.

– Por cierto, ¿has visto al hijoputa?

– ¿A cuál de ellos?

– ¿Cuál va a ser? Hipólito. A Hipólito Jiménez, el pintor. El pintor de brocha gorda. No como tú, claro -sonríe Johnny con afectación-. Desde que Vili cerró la Academia, lo echo de menos a rabiar, al muy hijoputa.

– Míralo. -Señalas a un grupo de jóvenes, Hipólito está entre ellos, te saluda con la mano y se acerca hasta vosotros.

– ¡Ulises, macho! Qué movida tienes aquí. Es impresionante. Me he traído a unos amigos, ¿no te importa? -dice Hipólito.

– No, al contrario. ¿Tenéis todos algo que beber y que comer?

– Estamos perfectamente servidos.

Hipólito y Johnny se miran con recelo, pero no se dirigen la palabra. Johnny apaga su cigarrillo echándolo en el vaso semivacío que sostiene, luego pisa el suelo como si estuviera aplastando la colilla con el zapato.

– Hace mucho que no nos veíamos.

– Sí.

– Me alegro de que te vayan bien las cosas, tío -dice Hipólito.

Hay en el aire una especie de corriente, invisible pero viva, que une a Johnny con Hipólito y a Hipólito con Johnny. Es tan rotunda como un cañonazo. Desprende inquina, masoquismo, romanticismo y una amigable nostalgia. Una cizaña tan sólida que casi puede mascarse.

– Gracias. ¿Y tú, Hipólito, eres feliz? -preguntas, por preguntar algo, por distraerlos un poco al uno del otro, de la pasión que se profesan el uno al otro.

«Cielo santo -piensas, resignado-, estos dos son como la Pepsi y la Coca-Cola. Más o menos la misma cosa, pero qué mal se llevan.»

– Lo era. Era feliz hasta que he visto aquí al indio -dice Hipólito, y señala a Johnny con el dedo índice estirado.

– ¡El indio lo será tu padre! -grita Johnny, y derrama un poco de vino mezclado con las cenizas del cigarrillo al impulsar su cuerpo hacia adelante, encorajinado-. Quiero decir… -ahora se calma y vuelve a recostarse contra la pared-, tu padre, a lo mejor… pero cualquiera sabe, ¿no?

– Ja y ja, capullo.

– Sí, todo lo que tú quieras.

Hipólito enrojece. Ah. El placer de la contienda estimula el riego sanguíneo. Cruzar las espadas, el afilado machete de las palabras. Nuestra naturaleza es felizmente impura y salvaje.

– Te crees muy listo, muy agudo.

– Eso es que debo serlo -dice Johnny, y le da un sorbo al vaso hediondo por los restos de ceniza, lo apura hasta que se traga la colilla, blanda y pastosa, que se le queda atascada entre los dientes. Escupe hacia un lado-. Tú mismo.

– Ya. -Hipólito sonríe lánguidamente-. Siempre estás diciendo que eres muy inteligente, pero no lo demuestras, así que no te puedo desmentir. Por supuesto.

– ¡Este tío es un personaje de Gogol! -Johnny ríe estruendosamente-. ¿Has leído a Gogol, viejo?

– No me interesa ese tema -responde Hipólito, desairado-, porque yo ni soy uruguayo ni pienso serlo nunca.

– ¡Yo tampoco soy uruguayo, mira este boludo!

– Pues lo que seas.

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