Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Chantal bajó los ojos hacia el suelo, simulando buscar algo con un gesto entre azorado y miope.

– Nada, supongo -confesó-. Pero quería que lo supierais… por si sirve de algo.

Irma Salado, al igual que Chantal, también estaba divorciada, aunque sólo tenía treinta y un años y, además, últimamente había empezado a salir con un buen chico griego.

– Para sobrevivir -dijo enhebrándose en los dedos unos mechones de pelo rubio platino-, yo lo relativizo todo, ¿sabéis? Ése es el secreto: la Relatividad. Y si no, preguntádselo a Einstein. Me digo, por ejemplo: «Vale, no eres rubia natural, pero al menos puedes teñirte, y aunque los tintes no sean tan buenos como prometen, por lo menos tienes pelo». -Miró a sus compañeros uno por uno, buscando gestos de aprobación-. Y, vale, sí, está bien, confieso que no tengo un trabajo tan maravilloso como el de Roberto, pero al menos tengo un trabajo que, aunque en cuestión de trabajo no sea excesivamente lucido y cómodo, por lo menos me permite pagar las facturas. Vale, no soy alta, pero me puedo poner tacones, ¿sí?, y aunque me he hecho tres esguinces con la mierda de los tacones, eso quiere decir que tengo piernas que, antes de usar tacones a diario, estaban tan absolutamente sanas que ni siquiera tenían esguinces naturales. -Tomó aire, hinchando el pecho con orgullo antes de continuar-. Bueno, no tengo dinero, cierto. Pero tengo bolsillos que lo esperan, lo que quiere decir que llevo una chaqueta, y que he podido comprármela aunque tenga los bolsillos vacíos. Sí, de acuerdo, no llevo una vida emocionante porque lo más emocionante que yo hago cada día es ver los telediarios. Es verdad que mi vida no es muy excitante, pero al menos tengo una vida, lo que quiere decir que estoy viva, cosa nada desdeñable dado que, si no fuese así, no podría quejarme de nada en absoluto -se encogió de hombros, e hizo una larga pausa que rellenó con un suspiro inquietante-… porque estaría muerta. ¿Estáis, o no estáis de acuerdo?

– ¿No estaremos llevando este asunto un poco lejos? -Jacobo Ayala, que era ciego de nacimiento, movió la cabeza reprobadoramente de nuevo. A un lado y a otro.

Ulises acarició a su hijo, para mantenerlo callado. Luego se tocó la oreja de forma mecánica. Siempre que hablaba Jacobo, él parecía detectar en su voz el mismo tonillo de los Bee Gees, que le zumbaba dentro del oído hasta hacerle cosquillas. Claro que, por lo menos, los Bee Gees cantaban. O tarareaban de manera agradable. No era el caso del invidente.

Más tarde observó a Irma con detenimiento. Se fijó en sus rosados dedos, propios de una dama protagonista de alguna balada bárdica. Tenía las manos pequeñas, que movía nerviosamente. Desde el punto de vista del Arte Puro, Irma no era ni bonita ni fea, pero tenía su propio estilo y una peculiar manera de ver las cosas, y eso, por sí solo, ya era algo. Algo muy importante.

Hacía unas semanas, Ulises se había interesado por ella, preguntándole por su trabajo en una guardería. «No está mal -dijo la joven, lanzándole una mirada recelosa a Telémaco-, aunque por lo general los críos suelen comportarse todo el tiempo como auténticos cabrones.»

Sus pechos subieron y bajaron mientras pronunciaba aquellas palabras, agitados bajo el suéter de hilo negro ceñido, prometiendo algún tipo de pérfida gratificación poco propicia al análisis y que, en cierta forma, avivaba el placer de contemplarlos.

Un busto femenino agitado, expectante, era por sí mismo muy capaz de orientar el juicio de Ulises de manera instantánea, y no siempre en la dirección más provechosa posible. El de Irma lo hizo, y él la miró de nuevo ahora con creciente interés.

Jorge Almagro, su amigo también divorciado, que trabajaba como subdirector de Hacienda y era adicto al netsex, acercó con sigilo su silla hasta la de Ulises.

– ¿Has visto qué escote trae hoy Irma? -le susurró al oído, sobresaltando a Ulises con su aliento cargado de mentol y nicotina en desigual proporción-. Si yo estuviera en condiciones de desmadrarme, la invitarla a mi casa y le mostraría mi manual de supervivencia casero.

Ulises lo miró extrañado, y retiró las manos de Telémaco de las solapas de la chaqueta mal planchada de su amigo.

– Ya sabes… -dijo éste, distraído, con la mirada fija en la rubia melena de Irma-. Mis habitus . Las costumbres son más poderosas que la pasión, por si no te habías percatado. Y yo tengo una vida ordenada, de clase media. Eso a las mujeres les parece atractivo, les da sensación de seguridad. Llevaría a Irma a mi casa y le enseñaría mi torso bronceado con rayos UVA. Mi viejo bidé. Y mi sexo anhelante de rutinas conyugales. Pero como es tan grande, mi sexo, quiero decir… pues seguro que ella ni siquiera lo vería. Me refiero a mi pene. A mi ex mujer siempre le ocurría eso, nunca conseguía fijarse en mi pene. Decía que era demasiado contundente como para que una mujer se detuviera a examinarlo con detenimiento. -Desechó de su mente, con un gesto de la mano, la borrosa imagen de su ex esposa, y guiñó maliciosamente un ojo-. Sin embargo, yo podría enseñarle a Irma cosas nuevas, entre ellas mi pene, que estoy convencido de que nunca ha visto. Seguro que mis manías domésticas son acontecimientos para alguien como ella.

Ulises sonrió a su amigo.

– Bueno, no creas. De todas formas, en cuestión de sexo todo está inventado, pero no todo está sentido, de modo que sí, siempre tendrías una posibilidad, con ella o con cualquiera. Pero deberías intentarlo. No hables tanto y actúa un poco. Aunque creo que Irma tiene novio desde hace unas semanas.

– Oh, bueno, ya sabes, me atrevería a tantear el terreno con la chica si yo conservara aún todo mi pelo. Eventualidad que no tengo el gusto de disfrutar desde mi divorcio. Con todo mi pelo encima de mi cráneo, tapándolo y abrigándolo, yo tendría valor para abordar a una mujer como Irma. -Se cruzó de brazos y miró en dirección al compañero de turno que había tomado la palabra, simulando prestar atención, como si estuviera sentado en un pupitre de escuela primaria-. Pero ella, mi ex, se quedó con todo. Con todo. Con mi valor, con mi chalet en la sierra, con mi corazón, con mi cuenta corriente, con el aparador de mi abuela, con Jorgito… Ya lo sabes tú, a mí no me dejó nada más que una alopecia galopante. Y los cuatro pelos que me quedaban hasta ayer, se los llevó el viento de tanto ir por ahí en moto y sin casco, porque también se quedó con mi coche.

– Vamos, no empieces a lamentarte. Estamos aquí para buscar la felicidad, ¿no? -Ulises señaló la figura pensativa e imponente de Vili, en el centro del corro formado por la gente que abarrotaba la Academia.

– ¿La felicidad? -Jorge arrugó los delgados labios con tristeza-. Sí, claro. La felicidad… entrecerró los ojos, de forma pensativa-, me gustaría encontrarla algún día, de hecho daría lo que fuera por ponerle las manos encima a esa grandísima puta.

Ulises trató de sujetar a su hijo, que quería bajar al suelo y recorrer a sus anchas la sala. Había anochecido, y las luces de la calle cubrían los cristales del único y enorme ventanal del recinto con una pátina de raída luminosidad artificial.

– ¡Todos estamos tan terriblemente solos en el mundo!… -oyó que decía alguien a su alrededor, con voz apagada.

Giró la cabeza y vio a un hombre de mediana edad que no reconoció, que probablemente acudía allí por primera vez, aunque es posible que no fuera así y él no se hubiese fijado antes en el sujeto. Llevaba las manos enguantadas y su cara, asustada y cautelosa, parecía presagiar que pronto ocurriría algo espantoso y ninguno de los allí presentes sería capaz de evitarlo.

Ulises entonces ni siquiera podía imaginar cuánto había de cierto en aquel presentimiento que tuvo, pese a que no tardaría mucho en concretarse en una estremecedora realidad que los conmocionaría a todos ellos.

El sujeto llamó momentáneamente su atención -en cierto modo era andrajoso, y tenía unas curiosas hendiduras en la piel de las sienes que daban la sensación de que había pasado su vida meditando hasta que los huesos terminaron cediendo a una erosión constante e implacable de los dedos pulgares apretados contra ellas-; lo observó unos instantes, pero no tuvo tiempo de completar una inspección a fondo porque Telémaco no dejaba de moverse y de tenerlo ocupado.

EL ENSUEÑO DE LA FELICIDAD

He aquí dos palabras que debéis guardar

en el pecho; observadlas dominándoos

y vigilando sobre vosotros mismos:

seréis impecables y viviréis tranquilos.

Estas dos palabras son Soporta y Abstente.

AULO GELIO, Las noches áticas

El salón estaba lleno con, al menos, cuarenta personas aquella noche. Todas dispuestas a aprender algo, a oírse entre ellas, y sobre todo a oír a Vili. Seres ansiosos y aturdidos buscando lucidez e indicios, aunque fuesen temporales, de que vivir no era una tarea absurda, tratando de admitir sus límites y comparar entre sí sus miserias y conflictos cotidianos.

Mujeres de largas piernas y melenas salvajes, que se regocijaban secretamente de su cuerpo y de la desdeñosa perfección de su osamenta -quizás como Irma-, pero se sentían presas del dolor que proporciona un sentimentalismo lacrimoso, o un abandono, o que tal vez se sabían impotentes para luchar, fuera de su cuerpo, con otras armas que no fuesen su cuerpo mismo. Y mujeres feas y encorvadas, embutidas en sus abrigos como si dichas prendas pudieran acurrucarlas con dulzura sobre sí mismas y sus sofocantes olores corporales, que lucían negras ojeras debidas al insomnio y a las muchas noches carentes de los actos de amor, la compañía y la misericordia de una persona amiga a su lado. Y hombres viejos de labios trémulos y mirada acuosa y asustada, pero repleta de una avidez tan palpitante que oscilaba entre lo conmovedor y lo obsceno. Y jóvenes como Jorge -aunque éste ya no fuera propiamente un jovencito-, que paseaban su insatisfacción a cuestas con la misma naturalidad con que Ulises acarreaba a su hijo en brazos.

Ninguno de ellos era feliz. Demasiada soledad -o frustración, o información, o resentimiento, o represiones, o miedo- los tenía, a cada uno en distinto grado, paralizados y confusos ante la extraña intensidad que supone vivir, la trágica imprecisión de un hecho tan sencillo y a la vez tan extraordinario.

– Me pregunto si Telémaco es una manera cristiana, o por lo menos correcta, de llamar a una criatura -suspiró Jorge, mientras agarraba al chiquillo por un brazo y lo extraía con esfuerzo de debajo de su silla-. ¿Qué diminutivo se supone que tiene que tener? ¿Tele?, o… ¿Maco? ¿Telemaquito, o… Telamaquín…? ¡Dios mío!, no tenéis vergüenza poniendo nombres.

3
{"b":"88575","o":1}