Tú te encoges de hombros. No tienes nada que decir al respecto. Ésa es la decisión de Vili.
– Bueno… -mascullas, haces un gesto vago que puede significar cualquier cosa.
– ¡Echo tanto de menos al viejo maestro! -continúa David-. Me he tenido que apuntar a un gimnasio, ¿os lo podéis creer? Y todo porque, cuando llegaba la hora de ir a la Academia, me daba cuenta de que ya no había Academia a la que ir, y sencillamente el techo de casa se me venía encima. No sabía qué hacer con esas horas, cómo llenarlas. Me ponía nervioso, me picaba la nuca, me zumbaban los oídos. «Síndrome de abstinencia total, cariño», me dijo Óscar, mi marido, «tienes que hacer ejercicio para superarlo». Él piensa que cualquier cosa puede superarse con un poco de ejercicio, es de esa clase de hombres capaz de solucionar los problemas que acarrea, por ejemplo, un drama familiar con una buena sesión de footing por El Retiro. Y si, al acabar de correr, vuelve a casa y el drama aún sigue ahí, a él ya no se le antoja tan dramático. Es un ferviente partidario del ejercicio físico. Así que me dejé convencer, y las horas que antes pasaba en la Academia de Vili las paso ahora en un gimnasio. En vez de mover el cerebro, me dedico a mover…
– ¿El culo? -sugiere Jorge entre dientes, pero David parece no haberlo oído.
– … a mover el esqueleto. Abdominales, pesas y toda la pesca, ya sabéis. No puedo decir que sea lo mismo que antes. Cicerón, Epicuro, Plutarco… no tienen ni punto de comparación con una tabla de ejercicios insensatos que le hacen sentirse a uno medio lisiado cuando llega la hora de meterse en la cama. Vili, sin embargo, conseguía hacerme creer que yo soy… normal . Que todos sin excepción somos normales. Era una gran sensación, ¿sabéis? Lo echo mucho de menos.
Telémaco empieza a hacer pucheros.
– ¿Qué te pasa, pequeño bribón? -le pregunta Jorge.
– ¡Mierda, mierda, mierrrda! -gime el niño y rompe a llorar con furia. La gente a vuestro alrededor se vuelve para observarlo; os lanzan miradas desconfiadas, como si sospecharan que lo habéis maltratado entre los tres de algún modo maligno y subrepticio y ahora tratáis torpemente de disimular el daño.
– Así que, mierda, ¿eh? Vaya, yo no lo hubiera sabido expresar con más claridad y precisión.
– ¡No seas grosero! -le dices al chiquillo; y luego a tus amigos-: Está cansado. -Lo coges en brazos-. Llevamos todo el día fuera de casa, de acá para allá. Es demasiado para él. Y aquí empieza a haber mucho humo. Y ruido.
– Puede que esté asustado -sugiere David-. A mi niño tampoco le gustan los sitios abarrotados. Lo hemos dejado en casa con la niñera. Los sitios llenos de gente no son buenos para los bebés. Ellos se sienten aún más pequeños de lo que ya son, y tienen miedo.
– Yo no tengo niñera -dices tú.
– Todos tenemos miedo de algo -dice Jorge.
– Oh, vamos, venga ya. Tú eres del fisco, Jorge. ¿A qué le puedes tener miedo tú?
– A la oscuridad, a la soledad, a las mujeres… -enumera Jorge de manera cansina-. Etcétera, etcétera. -Levanta su vaso y brinda en el aire antes de apurarlo hasta el fondo.
– ¿Quieres que lo coja yo en brazos, a ver si se calma? -se ofrece David.
– No sé… Bueno, toma. -Le tiendes al niño. Telémaco chilla y da hipidos de desconsuelo, se aferra al cuello de David y le desabrocha la pajarita de lunares dándole manotazos-. Debería ir a acostarlo un rato en su sillita y dejarlo que duerma un poco en el despacho del señor Tamisa. Su secretaria lo puede vigilar. Yo aún tengo que saludar a un par de críticos de arte y a otras personas que… no sé.
– Deja, yo puedo hacerlo. -David se mueve como si estuviera bailando suavemente. El pequeño Telémaco asido a su pecho-. Si me dices dónde está el despacho yo llevaré al niño, le cantaré unas nanas hasta que se duerma y lo dejaré al cuidado de esa señora. «Duerme, duerme, negrito, que tu mami está en el campo, negrito, trabajando, sí, trabajando duramente, trabajando, sí, trabajando y no le pagan…» A mi hijo le encanta esta canción.
– Gracias, es en el segundo pasillo, a la izquierda. Una puerta con el rótulo de «Privado». Dile a la señora Gómez que iré enseguida para allá a echarle un vistazo. La sillita de paseo está allí, en posición de «tumbado». Y, eh, aaah… si no encuentras a la señora Gómez, hay también una chica, no recuerdo su nombre, es la relaciones públicas. Y un par de empleados más. Pregúntale a alguno de ellos.
David asiente una y otra vez a cada una de tus palabras.
Telémaco lloriquea ahora más débilmente, cierra los ojos de forma esporádica y pega la carita llena de sudor, de lágrimas y de babas al hombro de David.
– ¡Mierrrda! -dice todavía. Pero se va calmando bajo el efecto de los arrullos del hombre.
– ¿Verdad que pronuncia muy bien la erre? -le preguntas a David, orgulloso. Le das un beso a tu hijo, le musitas algo en alemán, y luego-: Duérmete un poquito. Enseguida irá papá, ¿vale?
David se da la vuelta. Camina unos pasos.
– ¡Eh, David! -lo llama Jorge.
David se detiene, se gira hacia él y lo mira.
– ¿Sí?
– ¿Eres feliz? -le pregunta Jorge.
David se encoge de hombros y le acaricia con ternura el pelo a Telémaco, que ya no abre los ojos.
– La mayor parte del tiempo… creo que sí -responde después de pensarlo unos segundos, y echa a andar de nuevo hasta que se pierde, con el bebé en brazos, entre la gente que abarrota las salas.
Jorge y Ulises se miran entre ellos.
– ¡Será cabrón! -exclama Jorge.
– Vamos, Jorgito, no seas envidioso.
– ¡Hombre! -dice Jorge señalando hacia su izquierda-. Aquí viene ella, su marido y su amante. La sujeta, el verbo y el atributo. Están los tres.
– ¿Quién? ¿Qué?
– Mireia, de la Academia, ¿te acuerdas? Tengo una compañera de trabajo que la conoce bien. ¿Has olvidado ya su apología de la poligamia femenina? ¡Fue antológica! -Jorge chasquea la lengua, sonríe con sorna de medio lado-. Y tanto que defiende la poligamia femenina. Vive con su marido y con su ex marido, y por lo visto se entiende fenomenal con los dos. Espero que en noches alternas. Unas tanto y otros tan poco. Hay que fastidiarse.
Mireia se aproxima hasta ti, flanqueada por sus dos hombres. Luce una radiante sonrisa. Su sonrisa es como un trofeo ganado a la vida que ella gusta de exhibir. Su sonrisa está envuelta en un placer íntimo, alucinado, que le arruga graciosamente las mejillas.
– Ah, Ulises…
– Bueno, campeón, yo me despido, voy a hablar con tu galerista sobre un cuadro que he visto por ahí, y me voy a casa pitando -dice Jorge-. Te llamo la semana que viene y salimos a cenar, o a algún puticlú, o algo.
– Tengo entradas para un combate de boxeo -le guiñas un ojo-. El niño de Lavapiés contra El Toro de Basauri .
– ¡Estupendo, tío! Golpes, sangre, voces, sudor, testosterona. Mi vida me estaba reclamando todo eso a grito pelado y yo no quería oírla. -Jorge se apodera de un canapé de falso caviar y pepinillos, luego inclina la cabeza-: Buenas noches, Mireia. Y la compañía.
– Adiós -le responde al unísono el ménage à trois .
– Cuida esa vejiga. -Le palmeas la espalda a Jorge, le das un abrazo. Te sientes estúpido, remilgado y fraternal. Sentirte así no te parece mal del todo.
EN EL VIENTRE DE LA BALLENA
– Ulises…
– Sí, Mireia.
– No nos conocemos mucho, así que gracias por invitarme a tu exposición. Me ha parecido magnífica.
– De nada. Gracias a ti. Es un placer verte por aquí. Confiaba en que esta noche todas las personas que frecuentaban la Academia de Vili, o casi todas, me acompañaran si podían.
– Pues nosotros -dice uno de los maridos de Mireia, no sabes si el primero o el segundo- quizás compremos un cuadro, ¿verdad, chicos? -el hombre interroga con una mirada deseosa al otro marido y a la mujer.
– Sí, sí, sí… -responden ellos.
– Ah, perdóname, Ulises, no te he presentado a mi marido y a mi ex marido.
Te dice sus nombres, pero al instante ya no recuerdas quién es quién. Tienes la impresión de que ambos se parecen un poco. Pero qué más da, seguramente Mireia sabe distinguirlos a la perfección incluso en las noches cerradas.
El ambiente en torno a vosotros es tan alegre, frívolo, multiforme y cargado como el de un viejo lupanar. El aire se va caldeando y enrareciendo, lleno de humo, mundanidad, cursilería. Puedes atisbar la figura del laborioso señor Tamisa moviéndose sin parar de un lado para otro, repartiendo tarjetas, apuntando números, ofreciendo sonrisas y adquiriendo compromisos. No tardará mucho en venir a buscarte y tendrás que estrechar manos sudorosas y parecer simpático pero impenetrable (no hay que olvidar que eres un artista), dejar que te fotografíen, saludar pomposamente, hacer promesas y crear ilusiones.
– La exposición era ya un éxito sólo con la compra de nuestra clienta especial de esta mañana… -de repente, el señor Tamisa aparece al lado de tu oído y te susurra complacido. Su aliento huele a pastillas para la tos y te produce un leve efecto narcótico-. Pero, en fin, chaval, creo que lo vamos a vender todo. Y tengo aquí a los mejores críticos de arte de este país en-lo-que-ci-dos de placer con lo que están viendo. Te dejo un rato más con tus amigos, pero después no te escapes, ¿de acuerdo?
El galerista vuelve a desaparecer detrás de varios cuerpos inquietos, vestidos de fiesta para la ocasión. Nadie diría que alguno de esos cuerpos encierra una tristeza en estos momentos.
Los maridos de Mireia se excusan amablemente dejándote a solas con ella. No han terminado de ver bien todos los cuadros, te explican con cierta admiración tímida.
– Ah, ¡pero bueno! Es él -dice Mireia-. Él otra vez.
– ¿Quién?
– ¡El jodido ciego! Jacobo Ayala. O sea, míralo. El tío se fija en los cuadros como si de verdad pudiera ver algo.
– Ésa es una buena postura ante la vida.
– Más que nada, los humea. Te los dejará llenos de gotitas de saliva helada.
– Hum.
– Hace un rato he coincidido con él en los lavabos.
– ¿Sí?
– Como no ve absolutamente nada, se había metido en el de señoras.
Recuerdas los ojos de Jacobo. Los viste de cerca una tarde, en la Academia, cuando se quitó las gafas negras un instante y se pasó un pañuelo de papel por el puente de la nariz húmedo de sudor. Sus pupilas semejaban tener dibujado dentro de cada una algo así como el esqueleto de una hoja. La hoja granate y azul de un árbol absurdo, producto de alguna fantasía botánica enardecida, diabólica.