– ¡Ulises! -dice, jadeando.
– ¡Jorge!
– Felicidades, amigo. Veo que no has perdido el tiempo. -Te estrecha la mano sonriendo y luego señala a su alrededor, a las paredes engalanadas con tus pinturas que refractan la luz de los focos colgados del techo-. Hola, Telémaco.
– Hooola, Jejé…
– ¿Por qué este renacuajo malévolo me llama siempre Jejé? -pregunta Jorge-. ¿Se cachondea de mí, o qué?
– Todavía no sabe hablar muy bien.
– Claro. No sabe pronunciar las dos sílabas de mi nombre, y sin embargo se las arregla bastante bien para decir penicilina y cochambroso . Qué manera de dejarme en ridículo.
– ¡Penicilina! ¡Cochambroso! -grita Telémaco, encantado-. ¡PennnNnniiiliiiciiiliiinaaaA!
– Bueno, y… ¿qué tal?
– Psssh -responde tu amigo-. No me gusta esta jodida ciudad. ¡Está llena de coches! -Hace una pausa y agarra al vuelo una copa de cava catalán de la bandeja de un camarero que pasa por su lado. Da un trago corto y se relame los labios-. ¡Esta ciudad está llena de calles! ¡Y de aceras! Todo eso me parece un abuso. Vas andando por ahí y no te sientes persona, te sientes como un bolardo del mobiliario urbano.
– En fin, yo no creo que… Y, hablando de personas, ¿qué tal con Carmen? ¿Y Jorgito?
– Jorgito bien, gracias, aunque ha estado un poco griposo últimamente. Y con Carmen… como siempre. Mal. Estamos divorciados, ¿recuerdas? Nos acostamos juntos menos a menudo todavía que cuando estábamos casados. Ya sabes cómo son estos temas.
– No me hables de divorcios, por favor -rechazas el asunto con un gesto de la barbilla; acaricias el pelo de Telémaco.
– La mejor época de la vida de un hombre, amigo Ulises, es la de su soltería. No te quepa duda. Tener una novia, sacarla al cine, al campo, al teatro, a las vías del tren… Os estáis conociendo y la chica tiene tantas ganas de complacerte que tú piensas que te ha tocado la lotería de las futuras esposas ninfómanas. Vamos, te crees incluso que existen las esposas ninfómanas. Piensas que tu vida será así de ahí en adelante: pasión y potencia, salidas nocturnas, restaurantes, sexo en los lavabos de los parkings. La felicidad, amigo Ulises. La felicidad… -Dais unos pasos moviéndoos entre la gente que empieza a abarrotar las salas de la galería. Tú, Ulises, saludas aquí y allá con la mejor sonrisa de un anfitrión, y con gestos de la cabeza y de la mano-. Pero en cuanto te casas con ellas, ¡plaf!, las tías cambian. Dan un cambiazo de miedo. De hecho, dan miedo en cuanto te casas con ellas. Claro, antes de estar casados no había esas pequeñas cosas por en medio, interrumpiendo constantemente entre la pareja. Ronquidos y mal aliento mañanero, por no hablar de los pedos y de la necesidad de pensar en la comida diaria. Pelos atascando el lavabo, los platos sucios, los calzoncillos sucios, el váter lleno de churretes, las reglas de ella, la madre de ella, la compra semanal en el súper, las miguitas que tú dejas en el suelo, debajo de la mesa, cuando terminas de comer, el rimel corrido de ella, que le pica en los ojos porque está llorando, y llora porque tiene muchos motivos, pero sobre todo porque tú no le haces caso, y dan fútbol en la tele y su madre tiene una ciática que la está matando… -Jorge hace una pausa para tomar aire. Más aire-. Uno se pregunta dónde estaban todas esas cosas repugnantes y horribles antes de casaros, por qué entonces no se las veía por ninguna parte y ahora están ahí, delante de uno, fastidiándole a uno la vida, dejándola a ella sin ganas de hacer el amor, dándote a ti ganas de hacer la guerra. Dónde estaban las miserias cotidianas cuando aún no estabais casados y todo era sexo, y cine, y sexo, y ganas de verse, y sexo… -Jorge se interrumpe bruscamente, se lleva la mano al pecho y lo tantea. Parece que quisiera colocarse en su sitio el corazón.
– ¿Qué te pasa? -le preguntas, alarmado-. ¿Te pasa algo? Quiero decir… además de todo lo que te pasa.
– No, no es nada. No quiero darte la vara, eso es todo. Ésta es tu noche, no tengo derecho a soltarte todos mis problemas y a amargarte la fiesta. Es sólo que hacía semanas que no nos veíamos y, yo, bueno, pues eso. Tampoco tengo tantos amigos con los que hablar de mis cosas.
– He estado muy liado ultimando los detalles de la exposición, ya sabes.
– Claro, claro. No quiero darte la brasa.
– No te apures, somos colegas.
– En fin, chaval, resumiendo, que para polvos, los de soltero… -suspira Jorge, añorante, sorbiendo su cava como un pajarito particularmente pérfido y sediento-. Y para pajas, las de casado.
– ¿Y el divorcio qué tal? No, deja, no lo me digas…
– Para miserias, las del divorciado. Yo, por ejemplo, ¿sabes?, me siento por las noches como uno de esos niños mendigos de Murillo. Cuando sale la luna me invade el hastío y la inquietud. Me emborracho mientras chateo en Internet haciéndome pasar por una lesbiana de Móstoles, y no quiero guasas al respecto, ¿eh, capullo?, que te conozco. Luego cojo la Barbie favorita de Carmen, una muñequita que tenía desde que era niña, y que ahora tengo yo… -Aparece un brillo raquítico en el lagrimal derecho de Jorge, pero al momento vuelve a disiparse. Quizás su ojo llora hacia adentro-. Se la robé en el momento que separamos los bienes gananciales. Ella cree que la perdieron los de la mudanza cuando yo me fui de casa -explica con acento ruin-. La cojo, es una Barbie muy mona, pelirroja como Carmen, la agarro por los pelos, me la llevo al cuarto de baño, la coloco amorosamente sobre la bañera, me bajo la bragueta y le meo encima todo el whisky que me he bebido esa noche previamente. Después, duermo como un niño de pecho. Hacer eso me relaja mucho más que un buen masaje en la espalda.
– Jorge, tío, yo no sabía… ¿Necesitas… necesitas…?
– ¿Qué insinúas? ¿Que si necesito ayuda? No, gracias. Y no me mires así. Tampoco creo que sea tan grave que alguien pase sus castas noches meándose encima de una Barbie vieja. -Jorge se las arregla para atrapar una nueva copa de cava y dejar la anterior, ya vacía, encima de la bandeja de otro camarero presuroso-. Es mucho más terrible mi afición al alcohol que a esas… esas… infames micciones nocturnas, tan agradables, por otro lado. Y lo estoy controlando. Lo del alcohol, digo.
– Ya lo veo.
– Vamos, Ulises, esto sólo es cava. Se mea solo.
– Sí, por supuesto. Tú puedes hacerlo, campeón.
– Además… Joder, no sé por qué te cuento todo esto.
– Porque somos amigos. Haces bien en contarme todo lo que quieras. Hacía mucho que no teníamos un rato para charlar, aunque me parece que esta tarde tampoco nos va a dar para mucho. Pero quedamos la semana que viene, ¿eh? -le dices, y le pasas la mano por sus hombros cargados y hundidos de oficinista.
– Bueno, pero luego la lavo.
– ¿Qué? ¿La bañera?
– No, carajo. A la puta muñeca.
– Aaaah.
– Le lavo el pelo con champú a la ortiga blanca. La dejo en remojo en una bañera para Barbies que compré en la juguetería del Eroski una de las veces que fui a ver a mis padres a Santander. Traje la dichosa bañera desde Santander hasta Madrid, metida en mi maletín de trabajo. La vi allí por casualidad y me encantó nada más verla. Le añado al agüita un puñado de sales que contienen aceites esenciales de bergamota, naranja y sándalo, que combinan el placer de un buen baño con una profunda acción antiestrés. Le meto la ropita en la lavadora. Pongo una colada sólo para ella. Bueno, a veces también aprovecho y meto mi ropa interior de la semana, no hay que andar desperdiciando el agua -asiente Jorge, muy serio-. Una y otra vez, me siento terriblemente arrepentido de hacer con ella lo que hago. Pero también aliviado, no voy a negarlo. Junto con mi vejiga vacío las tinieblas de mi corazón, si me permites decirlo así, conradianamente. No hay nada de malo en ello, me parece a mí.
– Pasas unas veladas muy entretenidas -suspiras y agarras fuerte de la mano a Telémaco, procurando que no se escape y se pierda entre las piernas de la gente-. ¿Tiene nombre tu muñeca?
– Siií -confiesa Jorge, remolón-. Se llama Carmen. Carmen Carmen Carmen.
– Jorgito, Jorgito…
– Además, dejemos el tema. Yo he venido aquí a acompañarte, a felicitarte, y sobre todo porque quiero comprar uno de tus cuadros.
– ¿De veras? Tío, me estás emocionando entre unas cosas y otras.
– Necesito cambiar esas horribles láminas que tengo como decoración en el piso. Ahuyentan a las mujeres.
– No a la querida Barbie Water Close.
– No. Ésa aguanta lo que le echen, la pobre. Es la compañera ideal para un lobo solitario como yo.
– Si estás decidido a comprar, podemos hacer una rebaja en el precio. Como a mi marchante no le haría gracia el asunto, pásate por mi casa y te llevas alguno de los cuadros fuera de la colección, de los que tengo en mi estudio. Llegaremos a un acuerdo entre socios.
– Ah, no. Ni hablar. Yo compro aquí, en la galería. Como un señor. A mí no me van los trapicheos. Tú tienes que vender los cuadros que expones, y yo pienso desgravar hasta el último céntimo del precio, así que no te apures.
– Aaah… Como quieras.
– Bueno, como diría Tolstoi, lo principal, excelencia, es no pensar en nada. -Jorge estira el cuello atisbando entre las cabezas que se agolpan sobre las mesas de los canapés-. Esta noche tienes aquí a una buena parte de los antiguos alumnos de Vili. Es una pena lo de la Academia. Todos estamos desnortados desde entonces. Yo bebo más desde que Vili la cerró; tú pintas mucho más y ves a los amigos mucho menos; Jacobo, el ciego cascarrabias, se choca más a menudo con las puertas… Por cierto, lo he visto por aquí hace un rato. Tiene cojones. Un ciego en una exposición de pintura. -La garganta de Jorge hace gluglú mientras traga un poco más de su bebida-. Pero, como él mismo dice, «ya no nos queda nada por ver», ¿no es cierto? Y ahí tienes a Irma, que cada día está más rubia, la misma que en la Academia confesaba ser una amante apasionada de la verdad, y que ahora no para de echarse tintes en el pelo. Ahí tienes a David que cada día está más mariquita… Y, oh, Señor, hablando de la Sagrada Familia, míralo, aquí viene. Hooo… la, David, machote…
David se acerca hasta vosotros. Huele tan bien, es tan elegante, tan atractivo y refinado que Jorge se rebulle dentro de su traje, incómodo.
– Me entran ganas de orinar en cuanto veo a este tío -te dice por lo bajo, y le tiende la mano a David-. ¡Cuánto tiempo sin vernos, David!
– Sí. Demasiado. Ante todo, Ulises, felicidades por la exposición. Sencillamente des-lum-bran-te. Qué genio, qué talento. ¡Qué luz hay en tus lienzos! Mi marido, que anda por ahí dando vueltas, y yo, estamos interesados en un par de cuadros -dice David, y tú le das las gracias con la mirada baja, un poco abrumado-. Y, por supuesto, es una pena. Una pena que ya no podamos coincidir en la Academia. Por cierto, ¿qué es de Vili?