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– ¿Qué tienes tú en contra de mis hermanos uruguayos?

– Va, vaaa… ¡Ya está bien! -Los miras serio, un tanto deprimido. Pones esa cara. Penélope decía que, cuando te enfadabas, ponías cara de tener el alma muerta.

– Perdona, Ulises, tío.

– Sí, disculpa, viejo.

– ¿Por qué no hacéis las paces de una vez? ¿Por qué no os emborracháis juntos? Yo pago las copas. O mejor: ¿por qué no os acostáis juntos? Como solución, será para todos más rentable y mucho más barata. ¿O por qué no salís a la calle y os dais de una vez de puñetazos, hasta que os salten las muelas? -dices, pero no levantas la voz. Sabes que el efecto de una reprimenda es harto más terrible así, en voz baja. Pareces don Corleone. Un capo mafioso, duro, muy ronco y muy siciliano.

– Esto.

– Pues.

– Os dejo, muchachos. -Palmeas a la vez las dos espaldas de los contrincantes-. Amaos el uno al otro. Disfrutad de mi fiesta. Disfrutad de la vida, hermanos.

Y te largas de allí hacia otro lado.

LA LÍNEA DE SOMBRA

Ahora caminas en dirección a la puerta de salida. Tienes calor. Te molesta la chaqueta de lino. Pesa demasiado. Tomarías un poco del aire fresco de la calle. Te beberías la oscuridad del cielo anochecido. Sus infinitas líneas de sombra. Abril se te ha agarrado a la garganta, si te descuidas pueden brotarte flores por la boca.

Te dices a ti mismo que la noche es perfecta, que tienes suerte de estar vivo.

Pronto habrá, también, dinero en tu bolsillo. ¿No es eso lo que querías, Ulises? Has retomado el pulso de tu carrera, en palabras de ese sesudo crítico de la tele, tan formal y griposo, con el que has estado charlando un rato y que lleva el pelo como si se lo hubiera azotado el viento, sembrado de hebras de plata electrizadas.

Cuando entras de nuevo en la galería, te tropiezas de frente con ese otro tipo, con Francisco de Gey. Nunca te ha gustado su aspecto. Sus miradas arteras abren abismos en torno a él, agrietan el suelo que pisa. Tiene el aspecto de una emoción a medio sentir. De un caracol que arrastra por la vida una concha fracturada, tratando de ocultar la forma de su cuerpo al descubierto, y babeando enfurecido.

Se tambalea ante ti. No hay duda de que está borracho, aunque se desenvuelve con lucidez y cierta mansedumbre mal fingida.

– Nosotros los artistas… -dice-. Somos unos genios, joder. Todos queremos ser artistas porque todos queremos ser unos genios, y que los demás lo reconozcan a voz en cuello. Pero sólo unos pocos lo somos de verdad, ¿eh, Ulises? Entre ellos estamos tú y yo, ¿eh, Ulises? -Coge tu mano y la estrecha, más bien la sacude-. ¿Qué sería del mundo sin nosotros los artistas? ¿Eh, Ulises? ¿A dónde iría a parar este valle de lágrimas sin el consuelo del arte, sin el negocio del arte, a dónde, eh?

– Dímelo tú -respondes fríamente.

– A hacer puñetas. Se iría a hacer puñetas. Tú lo sabes, lo intuyes. Eres como yo. Los dos sabemos las mismas cosas. Somos unos elegidos. Los dos nos dedicamos con fortuna al arte. Tú pintas, yo escribo.

– ¿Escribes? ¿Desde cuándo?

– Huuum. Desde hace mucho, pero ahora soy oficialmente escritor. He acabado mi primera novela. ¡Y van a publicármela!

– Me alegro por ti -miras hacia otro lado, distraído.

De repente Francisco se pone triste. O confidente. 0… Bueno, quién sabe lo que sienten los caracoles.

– Mi novela está basada en hechos reales -te dice al oído. Por un segundo, sus labios rozan tu piel. Un frío marmóreo te recorre la nuca. Te rascas nerviosamente la oreja de alguna inmundicia invisible.

– No me digas.

– Es la historia de un tipo, un hombrecillo parecido a aquel que intentó quitarse la vida en la Academia de Vili, ¿recuerdas? -Su boca se abre con satisfacción. Su boca es un espacio inerte al que apenas consigue dar vida la lengua mientras se mueve sinuosamente al hablar. Muy sinuosamente-. Mi héroe es un tipejo que lo ha perdido todo, hasta las ganas de vivir. Y está basado en hechos reales, ¿lo pillas?

– No. Explícamelo mejor. Soy un poco lento comprendiendo. -Empiezas a estar más interesado en vuestra charla.

Llamas con la mano a un camarero, coges otro vaso de whisky para Fran. Dejas en la bandeja el suyo, casi apurado. Te sirves uno para ti.

– Mi editor cree que es una historia con carne. Está entusiasmado. Dice que se pueden ver los sentimientos de ese hombre, cómo se agitan, como si los estuviéramos contemplando desde la borda de un barco. Son sus palabras. Está entusiasmado.

– Qué maravilla.

– Ahí está el talento del artista, ¿verdad, Ulises? En saber sacar conclusiones de la realidad.

– Y tú las has sacado.

– Ya lo creo. Cuando lo conocí… -Hace una pausa para beber-. Lo conocí en El Retiro. En cuanto lo vi supe que era uno de esos pobres tipos perdidos.

– Lo conocías. Casi nadie en la Academia lo conocía.

– Yo sí. Fui yo quien lo llevó a la Academia.

– ¿De veras? Deberías habérselo contado a la policía. No lo hiciste, ¿o sí? -le preguntas.

– No, no lo hice. ¿Para qué? Se lo hubieran llevado igualmente al Hospital Psiquiátrico. Qué más da si yo lo conocía o no. Ahora él está encerrado en un manicomio, aunque no tardará mucho en salir. Todos los locos acaban en la calle hoy en día. El Estado no quiere hacerse cargo de los chiflados, ni de los delincuentes, ni de los menores conflictivos. En realidad, no quiere hacerse cargo de ninguna persona con problemas. Ese pobre hombre no le hizo daño a nadie. Sólo quería morir. Querer morir tampoco es una locura. Es tan legítimo como querer vivir. En mi novela él muere. -Fran sonríe torcidamente; en sus dientes hay un brillo amarillento-. Es lo único que he cambiado de su historia. Ya sabes, se trata de enganchar al lector. La muerte nos impresiona mucho más que la vida.

– ¿De veras? -le preguntas-. Qué curioso. A mí me ocurre justamente al contrario.

– También puede decirse que tú cambiaste su historia cuando le impediste matarse con aquella pistola.

– Su historia. Ya.

– Sí. Y mi historia.

– Siento haber cambiado tu historia, pero no su historia, si te refieres a eso -dices tú-. Si uno quiere suicidarse, debe hacerlo en privado, así puede impedir que alguien lo detenga.

– Todos dijeron que eras un héroe. En los periódicos hablaron de tus reflejos, de que eras boxeador y pintor, y un tipo muy guapo. Confieso que sentí incluso celos cuando leí aquello. Fui yo quien lo llevó a la Academia, no tú.

– La verdad, a mí esto… Yo sólo me paso la vida mirando. Me gusta verlo todo bien, y a él lo vi sacar el arma. Cualquiera hubiera hecho lo mismo que yo, le habría impedido disparar, sobre él mismo o sobre los demás.

– No, cualquiera no. No yo. Yo estaba atascado con mi novela y con mi matrimonio. Laura… Laura es mi mujer. Las cosas no iban bien entre nosotros, ya sabes. -Entrecierra los ojos, se concentra como si tratara de memorizar algo-. Yo sabía que ese hombre iba a hacer una cosa así de un momento a otro. Me lo había dicho varias veces. Incluso sabía que llevaba encima una pistola, pero no hice nada por ayudarlo. Estaba… Estar con él por las tardes era como ver una película real, un drama sólo para mí, que me hacía olvidar mis problemas. Ese hombre le dio sentido a mi vida durante semanas. Emoción y dolor gratuitos, ajenos, reales. Cuando lo veía, sentía compasión por él, y después asco. Me daban ganas de pisarlo, de abofetearlo. Su aspecto de debilidad, sus ojos suplicantes, su pequeña estatura… Él sacaba lo peor de mí mismo de dentro de mí mismo. Sacaba toda esa crueldad que todos llevamos dentro. Esa cosa que nos hace aplastar una lombriz, que no nos ha hecho nada, cuando nos cruzamos con ella en nuestro camino, arrastrándose.

Esa cosa que tú sientes cuando ves a Francisco, por ejemplo. Eso es lo que piensas mientras lo escuchas.

– Empecé a hablar con él el día en que nos encontramos en el parque por primera vez. Cuatro frases absurdas y convencionales entre dos desconocidos, ya puedes imaginarte. Pero se le notaban las ganas de morirse a la legua, la depresión, la desesperación. Todo lo que le empuja a uno a querer matarse.

– Sigue -lo animas.

– Luego nos vimos la tarde siguiente en el mismo sitio, y yo me llevé una grabadora. La cogí por si se me ocurría algo para mi novela. Me resulta más fácil hablar que escribir. Pensé que a lo mejor avanzaba un poco grabando las ideas que se me ocurriesen mientras daba una vuelta por ahí. Cuando nos volvimos a ver, él empezó a hablar, y a mí me pareció interesante. Decidí grabar lo que decía. Hablaba, y yo grababa sus palabras. Nos vimos muchas otras veces, y siempre hice lo mismo. Por las noches, Laura, mi mujer, transcribía las cintas. La novela está escrita en primera persona.

– Qué astuto. ¿Quieres otra copa?

– Sí, gracias. No me vendría mal. Estoy celebrando el comienzo de mi carrera. La ocasión merece una libación como está mandado.

Esta vez es una camarera quien repone vuestros vasos.

– Mi mujer me ha dejado. Se ha ido -te dice Fran, los ojos llameando-. Laura me ha dejado.

– Buena cosecha -saboreas el licor apreciativamente-. ¿Sabes ya de qué tratará tu próxima novela?

– ¿Eh? Ah, no, aún no.

– Deberías ir pensándolo -sugieres.

– El hombrecillo estaba muy solo. Vivía con su mujer y su hijo.

– ¿No has dicho que estaba solo?

– Pues claro. Ésa es la peor manera que uno tiene de estar solo: en compañía. Eso es algo que aprendí junto a él.

– Oye, Francisco… ¿Has oído hablar alguna vez de la moral de los caracoles?

Francisco te mira a los ojos, desorientado, y sacude la cabeza.

– No, nunca.

– No me extraña. Porque no la tienen, que se sepa -le dices suavemente-. Adiós, Francisco -te despides, y sin más vas al encuentro del señor Tamisa que camina presuroso, musitando disculpas y abriéndose paso entre la gente con los codos. En su cara puede leerse que hace rato que te está buscando.

– ¡Tú y yo somos iguales!, ¿eh, Ulises? -te grita Francisco, la voz azumbrada.

Hay mucho ruido en el ambiente. Tú no lo oyes. Tal vez por eso no contestas.

EMERGIENDO DEL REINO DEL TEMOR

La noche avanza, y los compromisos sociales a los que te obligan tu galerista y tu marchante (con periodistas, comisarios de exposiciones internacionales, publicitarios, coleccionistas adinerados, dos ejecutivos de una multinacional, un cantante pop aficionado a la pintura…) empiezan a abrumarte. Te resultan desalentadores tantos deberes y tanto despliegue de habilidades mundanas sólo para ganar algo de dinero honradamente.

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