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– ¡Eso digo yo! -gritó otra voz de mujer-. Los tíos son la repera. ¡Todas deberíamos tener al menos un marido de repuesto en casa! ¿A qué esperamos?

– ¡Yo no he dicho que…! -Jacobo sacudió la cabeza, furioso y sin saber hacia qué lugar dirigirse para contestar-. A mi modo de ver…

Trató de explicarse, pero los murmullos a su alrededor fueron elevándose hasta convertirse en un griterío mal contenido.

Vili, que seguía sentado sin decir nada, se puso en pie. Tenía un aire entre aburrido y avergonzado.

Tuvo que gritar él también hasta que consiguió hacerse oír.

– ¡Está bien!, ¡vamos, vamos! ¡Callaos de una vez! -Cuando las voces empezaron a decrecer de tono, y la mayoría de los comentarios se fueron apagando, él anunció-: Hacemos una pequeña pausa y seguimos dentro de veinte minutos con la gente que prefiera quedarse un rato más. Hasta la próxima semana para los que se vayan ahora mismo.

Encaminó sus pasos hacia la silla donde Ulises permanecía sentado y con la boca cerrada, pero escuchando con aire divertido a su amigo Jorge Almagro.

Pasó al lado de un grupo de personas que se levantaba y estiraba mientras hablaban entre ellas, sonreían, discutían, o fruncían el ceño como si acabaran de ser lastimadas en lo más íntimo por las palabras de Mireia o de Jacobo respectivamente.

Un hombre de aspecto deprimido y solitario seguía en su asiento, junto a un Francisco de Gey siempre encarado con el mundo, tal que si estuviera examinando las huellas de un crimen reciente del que todos alrededor suyo fueran sospechosos. Daba la impresión de que Francisco era uno de esos individuos que se dejan difícilmente acariciar, pensó Vili.

El hombrecito miró a Vili y éste casi esperó a que abriera la boca para decirle algo, pero no fue así, y el filósofo siguió andando.

Saludó a Jorge, y luego a Ulises.

– ¿Quieres que nos tomemos un café abajo? -le preguntó a este último.

– De acuerdo -contestó Ulises; y se despidió de Jorge-: Enseguida volvemos.

Salieron a la calle.

Caía una lluvia torrencial. Nadie podía explicarse de dónde había surgido tanta agua ni cómo se las arregló para poder llegar hasta el cielo de la meseta castellana. Los dos hombres se cerraron las cremalleras de sus chaquetas impermeables hasta el cuello, Ulises abrió un pequeño paraguas plegable y ambos caminaron por la acera, pegados a los edificios, hasta que llegaron a la calle Cuchilleros. Entraron en Casa Botín, se acercaron a la barra después de sacudirse en la entrada el agua de los hombros, y pidieron café.

– Descafeinado para mí -dijo Vili-. Y con un chorrito de leche, por favor.

– ¿Y usted? -preguntó un sonriente camarero.

– A mí me da igual-Ulises se encogió de hombros.

El camarero lo miró, escamado.

– ¿Cómo que igual ? -preguntó, y se rascó su canosa barba, un tanto inquieto-. ¿Lo quiere cortado, solo, con leche, capuccino , irlandés…? No sé, el señor tendrá alguna idea aproximada de lo que desea.

– Oh, vamos… -Vili se secó la frente con un pañuelo de papel-. No te hagas el gracioso y pídele algo a este caballero, que está esperando.

– No sé… -dijo Ulises.

El camarero hacía juego con la decoración del restaurante. No habría desentonado en el Madrid isabelino, ni en el de la República. Tenía esa clase de aspecto intemporal. El cabello algo ceniciento, peinado hacia atrás con colonia, ya empezaba a ralear. La barbita pulcramente recortada. Unos ojos malévolos e inteligentes. Las orejas muy aplastadas contra el cráneo. El gesto decidido y propenso a los remilgos.

Empezaba a impacientarse.

– ¿Se puede saber qué le pasa a todo el mundo esta noche? -Vili se removió inquieto, cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra, y se apoyó con un brazo en la barra-. Póngale un carajillo de aguardiente. Bien cargado. Y gracias, buen hombre.

El barman le lanzó una mirada desafiante a Ulises y, finalmente, se dio la vuelta con bastante dignidad y se dispuso a servir las consumiciones.

– ¿Dónde está el niño? -quiso saber Vili.

– En casa, con la abuelita Araceli. Hace mucho frío para sacarlo esta noche.

– Ah, Araceli, sí. Mi querida suegra. -Vili suspiró-. ¿Qué tal está después de lo de… de lo de…? Oh, ya sabes.

– Mucho mejor. Cuidar de Telémaco la distrae bastante.

– Espero que no tenga ningún percance, quiero decir… con el niño y todo eso. Ya es muy mayor, y…

– No te preocupes, el crío se quedó durmiendo cuando yo salí. Y ella está leyendo cómodamente tumbada en el sofá. Telémaco duerme bien, ya casi no se despierta por la noche. Cuando le toque hacer pipí, yo ya habré vuelto a casa -explicó Ulises.

Les sirvieron las bebidas y cada uno tomó la suya.

– ¿De verdad no te molesta tenerla contigo?

– No, no me molesta. Sólo hay que recordarle la hora de las medicinas y el color de las pastillas correspondientes. Por lo demás, es una señora muy agradable.

– Sí -Vili asintió con tristeza-. Es la única mujer de su familia que aún está en su sano juicio. Porque Valentina, su hija…, bueno, te lo puedes imaginar. Y Penélope… ¡Ah, mi niñita, mi Penélope! ¿Qué le pasa a mi niña? ¿Por qué está tan desconcertada? Me pregunto qué les ha dado a las dos, a la madre y a la hija, si es que les ha dado algo.

– Ya se les pasará -aseguró Ulises, tranquilo.

– Ya no estoy muy seguro de que esto se vaya a pasar. Esto es como la lluvia, interminable. Sea lo que sea. Por lo menos no se va a pasar dentro de poco. Y hablo sobre todo, de Valentina. En Penélope confío, siempre he confiado en ella, es mi niña y nunca me ha decepcionado. No espero que lo haga ahora. Sin embargo a veces noto que está tan lejos de mí, que se ha distanciado tanto que… No sé, Ulises.

Ulises negó parsimoniosamente con la cabeza.

– Hay que darles tiempo, quizás.

Notaba a Vili más cansado que nunca, tan nervioso que a veces su pensamiento se quedaba un poco rezagado respecto a sus palabras y era como si hablase con puntos suspensivos todo el rato.

– Me parece tan triste que mi mujer no sea capaz de llevarse bien con su madre… Hace mucho tiempo que yo no tengo madre, y no me importaría nada tener una ahora, cuando quizás estoy más en disposición de entenderla. Pero, ya ves. -Dio un sorbo a su café y se quejó por lo bajo de que estaba ardiendo-. Araceli podría estar en casa con nosotros. No hay ninguna necesidad de que tú cargues con una anciana. Sé que no nadas en la abundancia precisamente. -Vili sacó una chequera y garabateó una cifra, luego firmó el cheque-. Toma, creo que… creo que con esto cubrirás algunos gastos por ahora. Por si necesitas llamar a una señora para que te ayude con la limpieza, y todo eso.

Ulises recogió el cheque con gran naturalidad, sin mirarlo siquiera y sin molestarse en hacer una pantomima de rechazo del dinero. Tampoco dio las gracias.

– No me sobra, Vili, pero tampoco me falta. No te preocupes.

– ¿Cómo ha ido la exposición aquella de la que me hablaste? Me refiero a la que te hicieron en Valencia. ¿Has vendido mucho?

– Lo bastante para tirar por una temporada.

– Me alegro.

– Sí -dijo Ulises.

Cuando volvieron a la Academia, los asistentes eran prácticamente los mismos de un rato antes. Casi nadie se había ido a sus casas todavía, pero Ulises consiguió una silla gracias a que su amigo Jorge le había guardado la suya mediante el expeditivo método de estirar las piernas sobre ella y negarse en redondo a cedérsela a las dos o tres personas que se la pidieron, entre ellas una señora con muletas y cara de pocos amigos, vestida con una especie de gabardina hecha de lo que semejaba vinilo marrón, muy tiesa y llena de roces. Jorge pensó si no se la habría confeccionado ella misma utilizando algunas maletas viejas y una máquina de coser a pilas. Le dio un poco de pena, pero no soltó la silla.

El aire olía a humedad allí dentro, aunque no hacía frío. Había una atmósfera caldeada que apestaba a tabaco, casi igual a la de esas grandes y desmañadas aulas universitarias con los techos altísimos, la escayola herrumbrosa y cuarteada alrededor de una lámpara de baratillo, las paredes enjalbegadas con desgana -como si la pintura se hubiera ido aguando a medida que se agotaba el presupuesto, dejando rodales más claros cerca de los rodapiés-, y un montón de chicles descoloridos de tan chupados debajo de los asientos.

– ¿Qué tal? -le preguntó Ulises a Jorge una vez se hubo sentado a su lado.

– Pues ya ves.

– ¿Crees que una mujer puede alcanzar la felicidad viviendo con dos maromos a la vez? -le guiñó un ojo-. ¿Has sacado alguna conclusión sobre la poligamia femenina durante el descanso?

– Sí.

– ¿Cuál?

– Pues verás, creo que no hay Dios, y que la conversación es un arte moribundo.

Ulises sentía las manos pegajosas. Se las secó contra los pantalones vaqueros.

– Joder -respondió.

– No te alteres, sólo citaba a Raymond Carver. -Jorge bostezó y le echó un vistazo a su reloj.

Su amigo lo miró pasmado.

– No sabía que leías.

– No mucho. Pero soy un solitario. Me da tiempo a hacer de todo, incluso llevo una vida sexual de lo más interesante. Conmigo mismo, por supuesto. Tiene la ventaja de que nunca me tengo que dar estúpidas explicaciones sobre qué he hecho y dónde he estado. Y además, no hay ni que decirlo, jamás me engaño.

– Buen método, amigo.

– Hago lo que puedo por ir tirando.

– Sí. Claro. De algo nos tiene que servir lo que aprendemos aquí, ¿no?

– Pues sí, la verdad es que aquí he aprendido muchas cosas.

– Esta Academia no es mal sitio -asintió Ulises.

– Desde luego que no. Además, no sé de ningún otro lugar en Madrid al que uno pueda ir a estas horas, conseguir que lo escuchen y no tener que pagar ni un céntimo por ello. Es bastante mejor que un puticlub, y nunca sales borracho.

– Por eso siempre hay tanta gente aquí, porque es gratis.

Jorge se alisó las perneras del pantalón en la zona de las rodillas con el mismo cuidado que si estuviera doblando la servilleta del desayuno.

– Mireia se ha largado -dijo.

– Qué pena. Me gusta esa mujer. Y me encanta que defienda la poligamia femenina.

– A ti te gustan todas, Ulises.

– ¡Como a ti!, ¿o no?

– Todas todas, no.

– Pero la mayoría.

– Sí, bueno. Tal vez la mayoría.

– Pues ahí lo tienes.

– De todas formas -Jorge entrecerró los ojos soñadoramente; pronto los abrió del todo para fijarse de forma momentánea en la cercana figura de un hombrecillo mustio-, con Mireia no tienes nada que hacer, chaval. Te lo digo para que no andes perdiendo el tiempo. Ésa no dejaría que la tocaras ni metiéndote antes las manos en la freidora. Está casada, y bien casada.

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