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Mireia Amorós, sentada regiamente en la parte del centro del pequeño anfiteatro que formaban en la Academia con las sillas, alrededor de Vili, cruzó las piernas y dirigió una mirada desafiante a Jacobo Ayala, que no se la devolvió porque era ciego de nacimiento.

– Pero, yo podría… Creo que es algo posible. A mí me parece lógico -dijo la mujer, soltando un bufido. Tenía unos ojos ligeramente saltones, y se había maquillado los repliegues cutáneos con una sombra rosa que le daba un aspecto extraño, como si tuviera la piel de chicle o de muñeca.

– ¡Ah, claro! Te parece lógico -respondió a grito limpio Jacobo, que solía exaltarse con facilidad-. ¡Faltaría más! Lo que ocurre es que a mí tu idea de la lógica no me parece lógica. Punto.

– Pero ella tiene su parte de razón, creo yo. Un caso así se puede dar -apuntó Martín, que tenía veinte años recién cumplidos y solía acompañar a su primo Jacobo de vez en cuando, haciéndole de lazarillo por las calles ahora resbaladizas y húmedas de la ciudad. Lo dijo con tanta modestia que sus palabras fueron descendiendo de tono, como cuando una bicicleta aminora poco a poco el paso hasta detenerse delante de un semáforo en rojo.

Jacobo había llevado a la Academia, por primera vez, a otro invidente amigo suyo, un tal Manolo Erice, que no dejaba los ojos quietos ni un segundo, los movía arriba y abajo, y parecía estar escrutando a los presentes con miradas llenas de un interés voluptuoso, por lo que -a pesar de que todos imaginaban que no podía ver nada- estaba poniendo nervioso a todo el mundo. Martín los había conducido a los dos hasta allí, sosteniendo un paraguas mientras cada uno de ellos se agarraba a uno de sus brazos. El chico pensó que era una suerte para aquellos dos que él no empinara el codo. Dos ciegos orientados por un borracho a través de los callejones aceitosos y encharcados del centro de Madrid no hubieran sido un método muy eficaz para mejorar el tráfico.

– ¡No, si ahora también le vas a dar tú la razón a ella! -se quejó Jacobo en dirección a su primo.

El chico se encogió de hombros.

Vili permanecía sentado en su sillón. Aquella noche, apenas si había dicho unas cuantas palabras. Se le veía serio y abstraído, quizás tratando de aclarar un mensaje cifrado en el aire lleno de humo de la estancia.

– Bueno, mira, Jacobo… -El que hablaba era Manolo Erice, su cuello giraba ágilmente, y nadie de los allí presentes creía que hubiera manera humana de pararlo-. A lo mejor la señorita tiene razón. En un corazón grande, pueden caber muchos grandes amores.

– ¡Ja! -exclamó sarcásticamente Jacobo-. ¡Eso no te lo crees ni tú! Se puede dar con un canto en los dientes si tiene sitio para uno. Un amor, y no demasiado grande. Uno y va que chuta. Y eso vale para ella y para todos los que vivimos bajo la luz de la noche.

Manolo se aclaró la garganta antes de objetar:

– Pero por la noche no hay luz ninguna.

– ¡Tú qué sabrás! -Jacobo movió la mano despectivamente.

Mireia arrugó la nariz, disgustada. No entendía a qué venía tanto escándalo. Ella era una mujer adulta, y sabía lo que se hacía. Tenía cuarenta y tres años, por Dios Santo. Dirigía con bastante acierto una sucursal bancaria muy importante. No había tenido hijos por elección propia, aunque no descartaba tenerlos en un futuro no muy lejano. Si David, siendo homosexual y hombre, había podido hacerlo, no veía por qué ese lujo no le iba a estar permitido a ella. ¿Se lo prohibiría la naturaleza, la religión o la ciencia? Y si no podía tener los suyos propios, adoptaría a alguno de esos niños malnutridos, de ojos lóbregos cargados de sospechas, que se mueren lentamente en un país lejano. Tenía derecho a formar su familia, a tener una familia hecha a su imagen y semejanza. Eso fue lo que hizo el mismo Dios, aunque hubiera quien aseguraba que las historias que cuenta la Biblia sólo son habladurías antiguas hechas jirones por el paso de los siglos. Pues claro que tenía todo el derecho del mundo a vivir con su marido y con su ex marido bajo el mismo techo. Cuando se divorció del segundo, lo hizo en los mejores términos, en realidad forzada simplemente por la nueva relación surgida con su marido actual. Pero siguieron en contacto. No dejaron de quererse. Comían juntos, se veían al menos una vez a la semana, y siempre en las fiestas y en los aniversarios. Cuando él se quedó sin trabajo -era gerente en unos grandes almacenes que, de pronto, fueron a la quiebra y cerraron dejando en la calle a más de cuatro mil personas sin empleo, en su mayoría maduras y aturdidas, con un futuro laboral más que incierto-, cuando eso ocurrió ella estaba allí, a su lado. Le prestó dinero. Lo animó. Un día, en vista de que él no podía salir adelante a pesar de sus esfuerzos, le propuso a su marido de forma natural que lo invitaran a pasar con ellos una temporada, hasta que acabara su mala racha y encontrara otra ocupación. El marido actual de Mireia trabajaba como subordinado suyo en el banco (estaba dos grados por debajo de su mujer en el escalafón), y conocía a su ex desde hacía años. Su marido era encantador. Tolerante y abierto, con unos ojos preciosos de color estaño. Aceptó enseguida y así fue como Luis se fue a vivir con ellos. En principio fue un arreglo temporal, no obstante Luis era tan atento y afectuoso que lograba emocionarlos a diario. Lavaba y planchaba incluso la ropa interior, y la doblaba meticulosamente en los cajones perfumándola con saquitos de lino rellenos de lavanda natural. Hacía una comida soberbia, siempre baja en calorías (aprendió a guisar cuando se quedó en paro). Pasta fresca con langosta y cebollinos. Alubias tiernas con almejas, sin nada de grasa. Limpiaba perfectamente el polvo que la asistenta nunca parecía tener tiempo de quitar -ése que se queda incrustado debajo del televisor y entre los marcos de las puertas-, así que acabaron despidiéndola. Luis se encargó de la casa, y confesó que se sentía feliz por primera vez en su vida. Cuando Pedro (su marido) y ella llegaban a su apartamento por la tarde, recién salidos del trabajo, la mesa estaba puesta, adornada con un mantel de hilo bordado y velas aromáticas. Y se oía música suave. Bach ponía la banda sonora a sus veladas. Fue cuestión de poco tiempo que Mireia volviera a compartir la cama con Luis. La primera vez se dijo a sí misma que era por agradecimiento hacia la persona que estaba consiguiendo hacer su vida cada día más agradable y más fácil. La segunda vez pensó que, bueno, aquello iba en recuerdo de los viejos tiempos. La tercera se dejó vencer por la culpa. La culpa es de un color gris verdoso y escuece como la picadura de una abeja en el centro del corazón. Pero Pedro, su marido, no se ofendió por el engaño cuando ella lo confesó todo. «La carne no es nada más que carne, cariño -le dijo mirándola mansamente con esa expresión un poco estrábica que a ella siempre le había parecido irresistible-, nos pasamos la vida dándole importancia a cosas que en realidad no la tienen, confundiendo el precio de un kilo de carne con el valor de un kilo de alma.»

Cuando Mireia se lo contó a su mejor amiga, ésta le dijo: «Cristo bendito, qué suerte tienes. Me das mucha envidia. Te has casado con un místico. O mejor: con un imbécil».

Ahora, los tres vivían bajo el mismo techo, y se sentían más felices que nunca. Mireia estaba convencida de que atravesaba una etapa de su vida excelente para tener un hijo, daba igual que fuera de uno o de otro de sus dos maridos. Luis podría ocuparse del niño mientras ella y Pedro trabajaban. Lo de menos eran los apellidos o los genes del crío.

Ésos eran sus planteamientos vitales en estos momentos, los objetivos en los cuales cifraba su felicidad venidera, y hete aquí que, cuando por fin se atreve a exponerlos en voz alta, un ciego malhumorado, despeinado y retrógrado, se atrevía a llamarla inmoral en público y a acusarla, a ella y a cualquiera que pensara lo mismo, de no tener espacio dentro de su corazón, según unos misteriosos parámetros de arquitectura anatómica sólo conocidos por él, para darles un alojamiento confortable a sus dos maridos dentro de su pecho.

El maldito Jacobo le había hecho sentirse por unos instantes como Judith, o Salomé, o vete tú a saber qué otro tipo de judía lúbrica y pervertida. Igual que una mantis religiosa que se ha vuelto bulímica y atea. Casi había podido oír el tintinear de las campanillas adornando sus caderas y alborotando el aire al ritmo de sus balanceos espasmódicos y lascivos de vieja arpía.

Lo miró con rencor. Sus ojos pequeñitos y llenos de oscuridad, como si alguien hubiera acumulado un montón de cosas dentro de ellos a lo largo de los años, tantas que hubiese terminado por anegarlos. Olisqueaba el aire a su alrededor con la determinación y el curioso anhelo de un cachorro terrier. Tenía el borde de las uñas del color del interior de un horno refractario de los años cincuenta.

Aaaah. Qué pelmazo era, ciego y todo.

Y qué feo, por Dios Santo.

Mireia creía que los feos, para no hacerse aún más desagradables, eran todos simpáticos. Pero no. Ahí tenía la prueba. Claro que éste a lo mejor no tenía ni idea de que era un espanto. Seguramente nadie de entre sus allegados había reunido todavía el valor suficiente para decírselo.

Bueno, la verdad, ¿qué se puede esperar de alguien que cree que las noches las hizo Dios para aliviar el resentimiento de los ciegos contra los que ven?

– Dejémoslo -dijo Mireia, fingiendo indiferencia-. No tengo ganas de pelearme con nadie.

– ¡Pues yo sí, yo sí tengo ganas de pelea! -cacareó Jacobo-. ¡Esto es la dialéctica, es la vida! ¡En la vida hay que pelear!

– Por eso, porque es la vida. Pero, en cuestiones de moral, no pienso discutir contigo ni con nadie.

– Claaaro… Porque sabes que llevas las de perder. Porque eso que planteas, el concubinato de una mujer con dos hombres, es una atrocidad. Hoy y siempre. -Jacobo respiraba agitado-. ¿No conocerás personalmente a alguna mujer que viva así como tú lo has descrito? ¿Tienes alguna amiga que viva con su ex marido y con su marido actual, y que se acueste cada noche con uno?

Por supuesto, Mireia no había contado que la mujer a la que se refería, el ejemplo que quería poner en discusión ante los contertulios, era ella misma.

– Eso no es de tu incumbencia, Jacobo -respondió. Y pensó: «Quédate con las ganas de saberlo y jódete, capullo», pero no lo dijo.

Gabriela Losada, una panadera de veintiocho años, rubia y sensual, con ojos de color aguamarina, levantó la mano.

– Quizás si se tratara de un hombre que vive con dos mujeres, un musulmán por ejemplo, o uno de esos mormones… nadie se escandalizaría tanto por la poligamia. De hecho, en algunos países de por ahí, incluso es legal -alegó. Tenía una voz profunda y atractiva, con un deje andaluz.

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