– Pero, Jorge, la chica es una ardiente defensora de la poligamia. Su marido y yo podríamos llegar a un acuerdo -bromeó Ulises. ¿Bromeó?
– Bueno, en ese caso…
Reanudaron la sesión. Cambiaron de tema. Mireia ya no estaba presente y Jacobo había perdido gran parte del interés por su cruzada contra la poligamia femenina después de tomarse tres gin-tonics en un bar cercano, en compañía de su amigo Manolo y su primo Martín.
Pero los ánimos estaban aún revueltos.
– Mire usted, don Vili. -Una señora se puso en pie. Era gordita y no muy mayor. Tenía la piel de la cara encarnada y llevaba un gorrito impermeable que, sobre su cabeza, parecía el sombrerete de un champiñón-. Yo no consigo alcanzar la felicidad, ni a través del bien ni a través del mal. Mi marido está paralítico desde hace cinco años.
– ¡Oh, cielos! -Alguien sentado a su lado le preguntó-: ¿Un accidente de tráfico?
– No, no… -contestó ella-, se desnucó en las escaleras de casa mientras tratábamos de grabar un vídeo doméstico gracioso para un concurso de la televisión.
– Cuánto lo siento, señora.
– Más lo siento yo.
– ¿Ganaron el concurso, por lo menos?
– Siií -la mujer vaciló-. Nos dieron el premio, pero era poca cosa; mi marido perdió su empleo y yo tuve que ponerme a trabajar. Él era camionero. Yo limpio pisos por horas. Él está ahora en casa, y yo me paso los días en la calle. Y la felicidad, ¿dónde está?
– Buenobuenobueno, ¡ya empezamos con los dramas personales! -se quejó Johnny Espina en un puro aullido-. Este… vamos a centrarnos en el tema y a dejar de lado las intimidades, porque si yo contara mi caso… o sea, el expolio a que fue sometida mi tierra americana a manos de España, la madre patria, que la saqueó, la violó, la exprimió, le dio por culo…
Alguien dijo que estaba hasta las narices de oír a Johnny quejarse, que si tanto odiaba a España podía volverse al sitio de donde había salido y no volver nunca más.
– ¿Quién ha dicho eso? -Johnny se levantó y escudriñó unos cuantos rostros, enrabiado-. ¿Quién ha sido?
Hipólito Jiménez se puso en pie.
– He sido yo -dijo con sencillez.
– ¡Ah, claro! El hijoputa…
Hipólito salió de detrás de una fila de sillas llena de gente que miraba a los dos rivales con cara de sobresalto e interés, igual que espectadores bronceados en un partido de tenis.
– Oye, Johnny… -dijo el chico.
Sus espaldas parecieron aún más anchas de lo que ya eran debajo del jersey verde de lana rústica que se había puesto. Aparentaba ser un campesino extraviado en el centro de una ciudad en la que sólo hubiera ruido, indiferencia y avidez.
En su asiento sobre la palestra de la estancia, Vili cerró los ojos, desmoralizado. ¿Pero qué les pasaba a todos últimamente? ¿Sería la lluvia? ¿El mal tiempo acabaría por volverlos locos de remate?
– ¡Tenías que ser tú! -cloqueó Johnny-. ¡Pagad de una vez la Deuda Histórica! Todo lo que nos habéis robado.
– Yo no le he robado nada a nadie -gimió Hipólito-. Yo soy pintor, ¿sabes? Nací en el año mil novecientos sesenta y nueve.
– Hijo de padre desconocido.
– … No estaba allí cuando el jodido Colón descubrió América. -Suspiró y se acercó balanceándose amenazadoramente hasta donde estaba Johnny-. ¡Dios! ¡Ojalá el puto Colón se hubiera quedado quieto y no hubiera ido a ninguna parte! Así, ahora yo no tendría que estar aquí, pagando sus jodidos errores de navegación.
– ¿Qué dices? ¡Pagad la Deuda…!
– ¡No tendría que aguantarte a ti!
– Quieto ahí -le ordenó Johnny-. No te acerques a mí o llamo a la policía.
– Llámala. Mientras no venga en barco… En carabela, quiero decir…
– No me des golpes bajos, cabrón -bramó Johnny..
– Sólo los lanza a tu altura, capullo… -chilló histérico alguien más a sus espaldas.
Vili intervino antes de que comenzara una auténtica pelea a puñetazos. Los amenazó a grito pelado con prohibirles para siempre la entrada en su Academia, golpeando el suelo con el tacón de sus botas y batiendo palmas igual que el maestro de ceremonias de un circo para niños desquiciados.
Casi media hora después, cuando los ánimos se fueron calmando y todo el mundo volvió a sentarse en su sitio, el espacio estaba cargado de pesimismo y de un inevitable rencor, espeso y maloliente, que llevaba tiempo esperando su turno y ensuciaba el aire.
– La vida es un asco -dijo en voz alta Miguel Acebo, un funcionario del Ministerio de Agricultura que frecuentaba con asiduidad la Academia.
– Sí, desde luego. Un asco… -coreó la mayoría del auditorio.
Entonces, Vili se enfureció de verdad. Era la primera vez que los concurrentes lo veían así de enfadado. Lo que le ocurría, pensaba él entretanto el corazón le latía con fuerza, era que Valentina, su mujer, lo había cocido antes de salir de casa aquella tarde y, luego, en la Academia entre unos y otros lo habían asado.
Ya no podía más.
Empezaba a estar sobradamente harto. ¿Qué era él, después de todo? ¿Un filósofo, o un pobre idiota ingenuo? Sintió un espasmo nervioso en el voluminoso estómago. El dolor le hizo doblarse sobre la cintura.
¿Pero qué estaba haciendo, por el amor de Dios? Él era rico, podía ir donde quisiera, hacer lo que le viniera en gana. Dejar a su mujer plantada, con todo su equipaje de neurótica amargura y desencanto. No tenía más obligaciones que las que él mismo se había creado. Ni horarios, ni jefes. Ni siquiera hijos naturales. Podía viajar más a menudo, comer en restaurantes exóticos de países lejanos, leer a Séneca frente al mar de Japón, dejar de buscar el diálogo con los demás e intentar a hablar sólo consigo mismo.
– De modo que la vida es un asco… -rugió, y se hizo un silencio absoluto-. ¿Por qué seguís vivos, entonces? Nada os complace. No conseguís hallar la felicidad. La vida no os parece suficiente recompensa. ¿Qué hacéis aquí, pues?
Los contertulios estaban mudos y lo miraban con tanta atención como si lo estuvieran vigilando.
– Escuchadme bien porque voy a contaros una historia. Es una historia que aprendí de Plutarco. En los viejos tiempos, ésos a los que siempre os remito cuando quiero que aprendáis algo sobre vosotros mismos, hubo un ciudadano llamado Timón que un día decidió subir a hablar a la tribuna. -Vili sacó un pañuelo de papel arrugado del bolsillo de su pantalón y se secó con él el cuello. Estaba sudando y le temblaban las manos-. Se hizo un gran silencio, porque el hecho de que Timón se decidiera a hablar no era nada habitual, de modo que todos contuvieron la respiración y lo escucharon. Y Timón les dijo: «Tengo un solar, oh, atenienses, y en él creció una higuera en la que se han saboreado muchos ciudadanos. Como he decidido edificar en aquel sitio, me ha parecido conveniente advertirlo en público para que, si alguno de vosotros quiere ahorcarse, lo haga antes de que arranque el árbol». -Hizo una pausa y observó en derredor suyo el amontonado conjunto de rostros serios e intrigados-. Pues bien, esta Academia es mi higuera, amigos míos, todos vosotros habéis disfrutado de ella a lo largo de los dos años que lleva abierta, pero hoy, esta misma noche, he decidido cerrar el local, talar mi árbol. Antes de que eso ocurra, aquí la tenéis todavía. Si alguno de vosotros quiere ahorcarse, puede hacerlo ahora mismo. Mañana será tarde.
Mañana, pensó, haría las maletas y cogería un avión rumbo al otro lado del mundo. Cuanto más lejos de Madrid y de la Academia, de Valentina y de la lluvia, mejor.
Sí. Mucho mejor cuanto más lejos.
Se dio la vuelta en dirección a su asiento. Se sentía cansado y abatido, una isleta despoblada en medio de un mar hostil, erosionada por el salitre y envuelta en la luz sucia de los verdosos ocasos solitarios.
Ni siquiera vio al hombrecillo que, a espaldas suyas, se levantaba de su silla, avanzaba temeroso y falto de estilo, pero con una mirada decidida, entre los asientos que rodeaban el suyo y, a una distancia de menos de dos metros de Vili, proclamaba con una voz arrulladora, casi femenina:
– Gracias por prestarme su higuera, señor.
Luego sacaba un diminuto revólver del bolsillo de su gabardina, un artefacto que parecía de juguete, y antes de que casi nadie lograra darse cuenta de lo que ocurría, lo acercaba a su sien derecha.
Vili se volvió cuando oyó un chillido de Gabriela. Le sobresaltó el timbre histérico y alarmado de aquel alarido. El hombrecito cerró los ojos y se disparó.
Pero la bala no salió por la sien izquierda del desconocido, tal y como él debía tener previsto. Tampoco se quedó atrancada contra algún mal pensamiento, o un hueso inusitadamente robusto dentro de su pequeña cabeza.
No ocurrió nada de eso. No hubo sangre derramada, ni tragedia irreparable. No hubo agonía. Aunque sí hubo delito: intento de suicido (en algunos países, ¿castigará la ley esta infracción con la pena de muerte?).
No, no hubo nada de todo eso porque otra mano se cerró con rapidez y firmeza sobre la mano del suicida, y desvió la bala hasta el techo: una mano atenta al servicio de un ojo raudo.