– Pero Azorín dice -intentó decir mi abuelita, pobrecita, que sólo leía a Azorín, como mi mamá sólo releía a Proust-, Azorín dice…
– Muy querida María Cristina -la interrumpió mi abuelito, un poco desde su trono perdido y otro desde su flaquísimo Rocinante-, Azorín nunca dijo nada, por la sencilla razón de que nunca pasó de ser un filósofo de lo pequeño.
– De acuerdo, don Atanasio, de acuerdo -intervino el padre Marcelino Serrador, obligado como estaba a saber un poquito más sobre el tema, en su calidad de español-. Sin embargo, algo nos dice también Azorín, desde el corazón mismo de la generación del 98. Y algo nos dice también un Unamuno, un Baroja, un Antonio Machado. Algo nos dicen todos ellos del fatídico 98…
– Ese año nació Federico y a esa generación perteneció también Antoñito -reapareció, como quien llega desde lejísimos, la eternamente distraidísima tía Carmela, que todo lo había heredado de su madre, en lo que a carácter se refiere.
– Mujer -carraspeó el tío Otto Burmester- llevo quince años casado contigo y francamente me encantaría saber de donde me has sacado tú a unos amigos llamados Antoñito y Federico. Y francamente me encantaría…
– Antoñito se apellidaba Machado y murió pobre, triste, y exiliado, en un bellísimo lugar de Francia llamado Colliure. Y Federico se apellidaba García Lorca y lo asesinaron en la guerra civil de España.
– Prohibido hablar de guerras delante de los mayordomos – ordenó mi padre, al ver que Ramón, el primer mayordomo, se acercaba con dos azafates, vasos, copas, hielo y bebidas-. Un mayordomo debe ignorarlo todo acerca de las guerras. Y bueno, pensándolo bien, debe ignorarlo todo de casi todo, mejor.
– ¿Y por qué, Robert? -le preguntó el tío Otto Burmester, bastante bruto el pobre, puesto que Ramón ya estaba entre nosotros y podía oírlo todo-. Finalmente, cualquier hombre en este mundo tiene derecho a la instrucción.
– Pues entonces cuéntale tú a Ramón qué tal le fue a tu país en su última guerra, esa que llaman Mundial y todo. Y cuéntale también de tu llegada al Perú, si te atreves.
– Darling papi -intervino, encantadora y vacía como siempre, mi mamá. Probablemente lo único que temía era que se alzara demasiado la voz en esa sala en discusión familiar y que ello le impidiera concentrarse en el maravilloso uso que Proust hacía del subjuntivo. En francés, claro está. A quién se le iba a ocurrir que a ella se le antojara, siquiera, leer a Proust en un idioma que no fuera el francés.
Ofendidísimo, el tío Otto Burmester abandonó la discusión y la guerra de Cuba, el 98, o lo que fuera, mientras yo observaba que el pobre Bobby rogaba con los ojos que alguien dijera algo acerca de Unamuno y su dolor por España. Y Cristi, que odiaba a la humanidad entera, empezando por sí misma, pero que con Bobby había hecho la excepción amorosa a tan ruda ley, intervino:
– ¿Y por qué no dejan que Bobby haga un par de preguntas siquiera? A él le toca estudiar a la generación del 98, este año, y lo que es ustedes hablan de cualquier cosa menos de lo que a él le interesa.
– Tu pregunta, y se te responderá, hijo -se burló mi padre, pero sólo un poco, porque la verdad es que en este mundo se le caía la baba por tan sólo dos temas: los Estados Unidos de Norteamérica y su hijo Bobby. En este orden-. Anda, tú pregunta, hijo mío, y se te responderá.
– ¿Por qué a Unamuno le dolía España y además decía que su alma estaba triste hasta la muerte? -le tembló la voz al pobre Bobby.
– En realidad, Bobby -le respondió el padre Marcelino Serrador, cumpliendo con su obligación de español y de religioso, y luciéndose ante esta posibilidad-, en realidad esas palabras sobre el alma dolida hasta la muerte no son de Unamuno sino del apóstol San Pablo. Lo que pasa es que…
– Lo que pasa es que el tal Unamuno este tan achacoso que todo le dolía y le entristecía, le pegó tremenda plagiada al apóstol San Pablo… Ja ja ja…
– Papá, por favor, deja que mi hermano Bobby se entere de algo -lo intentó callar Cristi.
– A callar tú, June Allyson -la mató mi padre, como antes al pobre tío Otto Burmester, y como si de golpe la famosa guerra de Cuba y el 98 empezaran a instalarse en la sala de la casa, a pesar de su inexistencia, al menos hasta el momento.
Y el tercer muerto fue el pobre abuelito y sólo por repetir aquello de los barcos sin honra y viceversa.
– Molinos de viento, mi querido don Quijote. John Wayne, una buena cantidad de barcos, muchísima suciedad, y ya verás qué victoria tan sabrosa y qué botín cubano y filipino y puertorriqueño te tocan saborear al final. Después, si quieres perder tiempo en tonterías, la honra te la fabricas tú mismo comprándote un buen par de historiadores y poniéndolos a cumplir con su buen sueldo.
– Eso no está bien y yo no lo admito -se indignó el abuelo, como en los viejos tiempos, cuando mandaba en el clan.
– ¿Y entonces cómo te admito yo en esta casa, querido suegro y rey de España en el exilio?
Otro muerto más en el clan familiar. Y así, al final de la batalla, ya no sobrevivió más que mi padre, cada vez más duro con todos, cada vez más yanqui, cada vez más dueño y jefe del clan de los Richards, por parte suya, y de la Torre, por parte de madre. Mi abuelito y el padre Serrano ya no se atrevieron a abrir más la boca, ni mi abuelita María Cristina volvió a hablar del filósofo de lo pequeño, ése llamado Azorín, ni mi pobre tía Carmela se atrevió a mencionar a ese par de perdedores natos, según mi padre, llamados por ella Federico y Antoñito, de lo puro cariñosa que fue siempre. España estaba, pues, derrotadísima, y mi tío Otto Burmester ni qué decir, había que verlo cabizbajo y ensimismado y avergonzado como toda una Alemania derrotada y que aún tardaría años en renacer de sus culpables cenizas. Hasta Cristi había muerto, desde que mi padre, en vez de besarla cariñosamente, la comparó con su odiada imagen ante el espejo de una difícil adolescencia. Y yo ahí con mis nueve años, me limitaba a observar a mi padre y a Bobby. Finalmente, Bobby era el gran favorito de mi padre y aquello del 98 y la guerra de Cuba tenía que terminar sin que entre ellos hubiera roce alguno. Y la tensión crecía minuto a minuto, a medida que mi padre sorbía lentamente su tercer bourbon de la noche.
– A ver, hijo mío -dijo, por fin-, vamos a preguntarle a tu madre qué opina ella de todo esto del 98.
Francamente, creo que ésta fue una de las pocas veces en su vida que mi madre descendió de su nube francesa y dijo algo realmente auténtico, sincero, y absolutamente parisino:
– ¿El 98? Connais pas, mon amour… Connais pas . ¿Y qué más quieres que te diga, hijito mío? Hasta esta tarde, jamás había oído hablar del tal 98.
– Ya ves Bobby. Tu madre tiene la razón. Por una vez en la vida, tu madre tiene toda la razón del mundo.
– ¿Estás seguro, papá?
– ¿Quieres que te lo pruebe, Bobby?
– Sí, papá. – Pues Hemingway, que tanto anduvo por España y Cuba, jamás participó en ninguna guerra de Cuba ni 98 ni nada. Y mira tú que le gustaban las guerras al gringo borrachoso ese.
“Quehacer”, Lima, 1998
Como tantos cubanos, mi amigo Conrado pensó siempre que para qué tanto socialismo si lo que realmente importa en la vida es el sociolismo, palabra mágica que también quiere decir amigo y hermano, y que aplicó siempre conmigo, allá en La Habana de los ochenta, sacándome de mil embrollos y consiguiéndome todo aquello que en Cuba jamás nadie puede encontrar.
– Eso no existe, Alfredo -solía decirme, pero sólo para agregar inmediatamente después-: No existe, mi socio, pero yo te lo consigo.
Y Conrado encontraba una aguja en un pajar, en menos de lo que canta un gallo.
Cubanísimo y patriota cien por ciento, Conrado ama la vida tanto como a La China, su esposa, y a sus hijos Michel y Giselle, que nunca supe de dónde sacaron esos nombres, ya que La China es bastante china y algo más, pero nada francés, y él tremendo guajiro. Conrado, el hombre más dotado del mundo para enderezar entuertos, arreglar cuanto automóvil, motocicleta, reloj, encendedor -o lo que sea- malogrados o inservibles aparecen en su camino, el más grande encantador de serpientes burocráticas, en fin, el mayor desobstaculizador del mundo, es un hombre grande y fuerte y luce un bigote «Pancho Villa» que en su momento hizo temblar al propio Pinochet, de visita en Cuba allá por los sesenta, muy militarote él, cuando derramó a propósito un vaso de ron sobre el único pantalón limpio de mi socio y éste se lo mandó lavar y planchar express, y con sus propias manos, ante las barbas del propio Fidel. También el Comandante se achicó ante mi socio una noche en que yo creí que me lo mandaban al paredón y todo. Fue por un asunto de ropa, también. ¡Dios mío! ¡Para qué le dijo Fidel a mi socio que no andaba lo suficiente bien trajeado para aquella ocasión jet set , en casa de un ministro del régimen, nada menos! Conrado se puso de pie, con ese bigote suyo con más pelos que la entera barbazón del Comandante, y que, según afirma él mismo, ufanísimo, llevó al propio Sartre a escribir que «Un hombre sin bigote es como un huevo sin sal». (Conrado ignora el resto de la obra sartreana, de pe a pa, lo cual no impide que Sartre siga siendo su socio, y un genio, por siempre jamás). ¡Para qué le dijo nada Fidel, Dios mío!
Conrado le espetó que ni él ni su China ni sus hijos Michel y Giselle le debían absolutamente nada a la revolución, que su casa se la había construido solita su alma, con sangre, sudor, ron, y puros de fabricación casera, que él de socialismo nada y de sociolismo todo, ídem que de patriotismo, y remató su faena con una frase que a mí literalmente me lanzó en busca de García Márquez, tan generoso siempre para interceder ante el Comandante en casos de vida o muerte. Pero el gran Gabo, que hasta hace un instante había estado ahí, sin duda había puesto los pies en polvorosa para no tener que asistir a lo que sólo podía desembocar en un fusilamiento inmediato. Y confieso que también yo estuve a punto de picármelas detrás suyo, pero la verdad es que la frase de mi socio había sido tan acertada que valía la pena exponerse a lo que fuera para seguir oyendo el eco. Y hasta el día de hoy sigo oyendo al bigote machísimo de Conrado decir:
– «Sabe usted lo que es tener fe en la revolución, Comandante? ¡Coño! Tener fe en la revolución es tener un pariente o un socio en el extranjero.» Increíblemente, Troya no ardió aquella noche y yo creo que esto se debió a que hasta el propio Fidel se quedó paralizado ante el coraje del pueblo cubano, encarnado esa noche por un simple guajiro llamado Conrado. Lo cierto es que al día siguiente el gran Conrado ya estaba haciendo otra vez de las suyas, y siempre por ayudarme a mí. Recuerdo, por ejemplo, aquella urgente llamada que necesité hacer a Madrid y que jamás había entrado, pues era total la inoperancia y vagancia de la operadora del hotel en que me alojaba.