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…No nos engañemos, Rodrigo… ¿Por qué trajo Betty ese gato horroroso a este departamento enano…? Por dos razones. Primera: para hacerle un favor al Presidente Director General de los laboratorios en que trabaja. Segunda: porque entre sus desmedidas ilusiones está la de querer ser, o al menos parecer, francesa… y veamos ahora qué hay de malo en el punto número uno. Pues todo, en vista de que Betty sólo le hace favores a los que están por encima de ella, jamás a alguien que está por debajo. Y otra cosa mala, pésima, en este mismo punto. Cuanto más arriba está la persona, más humillante es o puede ser el favor que Betty le hace, como por ejemplo el de traerse a este departamento enano un gato del que el Presidente Director General quiere deshacerse por viejo, y del cual ni siquiera se toma el trabajo de decirle a ella el nombre… Atroz… Desde cualquier punto de vista, atroz.

Punto número dos, ahora… ¿Hay algo de malo en eso de querer ser, o al menos parecer, francesa? Bueno, para empezar su francés, que es realmente deplorable, muchísimo peor que el mío… Luego, esto de tener un gato para que la gente en París te sienta un poquito menos extranjera, lo cual querría decir que ya te sienten mínimamente francesa… Pobre Betty… Tontonaza… Tienes el alma huachafa, Betty, y por supuesto que ni sabes que en España, aunque con muy sutiles diferencias que, creo, sólo entendemos los peruanos, huachafo es sinónimo de cursi…

…La cursileria es un romanticismo limitado, escribió Ramón Gómez de la Serna. Pero bueno, basta, en vista de que ni sabes quién fue ese señor… Como tampoco sabes la diferencia que hay entre tu Gómez y el Gómez de mi Gómez Sánchez… y de romántica nada, tampoco… Trepadora, huachafa, acomplejada, ansiosa de borrar recuerdos peruanos para llegar a ser alguito más en París… Toma un borrador y borra tu llegada a Francia, Betty… Un grupo de hombres que vinieron a divertirse y se trajeron unas cuantas adolescentes de Lima, unas cuantas terciopelines, ni siquiera medio… y tú entre ellas… ¿Mala vida…? Ni siquiera eso, que puede llegar a ser hasta respetable… Una puta es un hecho contundente, escribe el poeta Eduardo Lizalde… Mexicano, y ni lo has leído ni lo leerás nunca, Betty… ¿Una mala vida? Qué va… Nada de eso… Una vidita regular… Una vidita de penúltima, en todo caso… y después yo, un cojudazo a la vela, eso sí que sí…

Se hubiera quedado la noche entera hablando consigo mismo Rodrigo Gómez Sánchez, pero en eso sonó el teléfono mil veces, como si la persona que llamaba supiera que alguien tenía que haber en el departamento. Y Rodrigo se descubrió a sí mismo con un trozo de pan frío y duro, sin mantequilla ni nada, migajoso, en una mano, y el auricular de un teléfono en una oreja.

– Sí… Ah, sí… Santiago, ¿no…?

– ¿Y quién, si no, huevas tristes? ¿Por qué no contestas? Ya empezaba a temer que Gato Negro te hubiera puesto la inyección letal a ti.

– Mañana llega Betty… Por la mañana…

– Por eso te estoy llamando, precisamente, pero a ti te da por hacerte el interesante y no contestas. ¿Has tomado una decisión, por fin?

– Más difícil que anestesiar un pez, operarlo y sacarle las cuatro letras…

– Dos y dos son cuatro: pez se escribe con tres letras y gato con cuatro… Ho capito. L'ho capito tutto. Inmediatamente voy para allá.

– ¿Para qué, si estoy en piyama?

– Para ayudarte, pues, antihéroe. Si no, ¿para qué voy a ir? Y es que tengo una gran idea, hermanón… Una gran idea y un costal de yute ad hoc…

Nota: ¿Se puede imaginar un final menos cruel para el gato? Vale la pena intentarlo. Idea de base: Un cambio de fortuna, un gran vuelco, un gato muy viejo y muy feliz… Intentarlo, sí…

O sea que fue Santiago Buenaventura, finalmente, el que decidió que Betty y Rodrigo seguirían viviendo juntos en el departamento enano del bulevar Pasteur. Pero Gato Negro no murió. Todo lo contrario, empezó una nueva vida, una gran vida. Y hasta se podría decir que jamás en el mundo animal alguno ha conocido un cambio de fortuna mayor que el de Gato Negro, que ahora se llama Yves Montand. Así lo ha bautizado su nueva dueña (vieja y sabia prostituta sin proxeneta, o sea una mujer de la vida, sí, pero valiente e inteligente como ninguna, o sea que también con grandes ahorros), de nombre Josette, que lo recogió en el Bois de Boulogne la misma noche congelada en que Santiago Buenaventura y Rodrigo Gómez Sánchez descendieron de un taxi con un costal que se había vuelto loco en el camino.

– Merde, merde, et encore merde! -fueron las últimas palabras de un taxista que huía despavorido, tras haber dejado a ese par de inmundos metecos de mierda ante un árbol y una puta que realmente le impedían ver el bosque.

Esos dos inmundos metecos y el costal loco eran, por supuesto, Santiago Buenaventura, Rodrigo Gómez Sánchez, y Gato Negro defendiéndose panza arriba y panza abajo y panza a un lado y panza al otro, también, cual verdadera fiera (en fin, como realmente se defiende un gato panza arriba), del obligado retorno a la naturaleza al que lo estaban sometiendo ese par de peruanos de mierda. Y es que el taxista ignoraba la inmunda nacionalidad meteca de los dos extranjas esos, pero Gato Negro no.

Fue derrotado, por fin, el pobre animalito, aunque lo correcto sería decir, más bien, que tanto Gato Negro como Rodrigo Gómez Sánchez fueron derrotados. Y es que, en el fondo de su alma, el novelista sin novelas -bueno: algo es algo- jamás deseó retornar a su animalito de compaía a la naturaleza ni a ningún otro lugar que no fuera su cajón inferior de la cómoda. Pero, en fin, ya sabemos que su amigo Santiago Buenaventura fue quien decidió por él.

– Anda. Vístete y busca a Gato Negro.

– ¿Qué piensas hacer con él?

– Tú confía en mí y haz lo que te digo. ¿O no he sido yo tu mejor amigo siempre?

– ¿Y ese costal?

– iQue te vistas de una vez, carajo, te digo!

Por fin se vistió el saco largo de Rodrigo, y mientras tanto Gato Negro ni la más mínima sospecha de que todo ese desorden yesos gritos, a tan altas horas de la noche, lo concernían a él más que a nadie en este mundo. La idea era la siguiente: en vista de que el antihéroe, como nunca en su papel, se negaba a mandar a mejor vida, inyección mediante, a un patético gato al que de golpe se descubrió amando inmensamente (tanto que ahora era a Betty, a su esposa, a quien realmente deseaba abandonar, y no en el Bois de Boulogne, precisamente, sino en el mismito corazón salvaje de la selva amazónica), en fin, en vista de todo eso, Santiago Buenaventura, su mejor amigo, aparecía en el momento más oportuno y, costal, taxi y Rodrigo mediantes (aunque el antihéroe fue más bien un estorbo), ponía en marcha la única alternativa que quedaba: llevarse a Gato Negro al Bois de Boulogne y obligarlo, aunque sea a patada y pedrada limpia, a reinsertarse, a fuerza de instinto de conservación, en una naturaleza de la cual ignoraba absolutamente proceder, de tan urbano que era de padres a abuelos, y así para atrás en los siglos.

En fin, que también había que ver a qué tipo de naturaleza se le estaba obligando a retornar a patadas. Pues nada menos que a una naturaleza tan domesticada y bonita y tan colorida e inmóvil que ya casi parecía muerta. Y en qué maravilla de ciudad y en qué barrio tan chic, además, salvo por lo de las putas por aquí y putas por allá, con su farolito portátil y todo, porque de boca de lobo sí tenía la noche por esa zona tan recortadita y podadamente agreste del bosque y, claro, el cliente tiene que ver bien la mercancía.

Y ahí pareció quedarse ya para siempre Gato Negro, el patético felino gordo de los Gómez Sánchez del bulevar Pasteur y de orígenes familiares muy dispares, allá en el Perú. Sin embargo, determinadas características de su ensimismado carácter permitieron que Rodrigo Antihéroe olvidase muy rápido el horror que le produjo ver cómo, a patada y pedrada limpia, su animalito de compaía iba desapareciendo en la noche del bosque. Así era él, y en el fondo tenía la suerte de poder pasarse días y noches monologando interiormente, pero jamás dialogando íntegra y verdaderamente consigo mismo. Y esto, en un caso como el suyo, era en verdad una suerte, por ser su vida en general bastante mediocre y tristona.

La pena, claro, fue que Rodrigo Gómez Sánchez jamás llegara a enterarse del tremendo final feliz que tuvo la historia de Gato Negro. Fue tan bello aquel final, que ya sólo hubiera faltado que Betty se matara en el avión de regreso a París, para que también su patética vida matrimonial acabase apoteósicamente. Pero bueno, la suerte fue toda de Gato Negro, que, no bien se atrevió a asomar la aterrada cabezota por detrás de un árbol, aquella misma noche en que lo patearon a muerte y en dirección naturaleza, fue visto por Josette, una vieja y sabia mariposota nocturna que en un abrir y cerrar de ojos ya le había tomado un inmenso cariño, y que horas más tarde lo bautizó Yves Montand, con champán y entre regios almohadones. Muy poco después, ambos se jubilaron juntitos y terminaron sus días de leyenda en una pequeña villa de la Costa Azul, por supuesto que gracias al valor y la perseverancia de una prostituta que jamás tuvo proxeneta, o sea que pudo ahorrar horrores.

FIN

9 de noviembre, 1996. Acabo de arruinar «Retrato de escritor con gato negro». Pero, en fin, como dice -piensa, más bien- por ahí Rodrigo Gómez Sánchez, «algo es algo». Lo demás, lo de siempre. Lo más íntimo. Lo sólo mío. Pongo en mis escritos lo que no pongo en mi vida. Por eso creo que no los termino nunca. Y no pongo en mi vida lo que pongo en mis escritos. Por eso es que vivo tan poco y tan mal. En fin, qué diablos importa todo esto en un momento en que mi vida se limita a un gato y un bosque.

Sergio Murillo cerró su diario, lo ocultó de su esposa en el lugar de siempre y se dirigió a la cocina para recoger la bolsa de comida que, cada noche, desde hacía exactamente dos semanas, le llevaba a Félix, su gato. La depositaba en el mismo lugar del Bois de Boulogne en que tuvo que abandonar al pobre Félix, con la ayuda de su viejo amigo Carlos Benvenuto, ya que el pobre animalito era tan urbano que hasta parecía ignorar la existencia de los bosques, y se defendió literalmente como gato panza arriba. Nancy, en efecto, cumplió con su eterna amenaza y terminó obligándolo a elegir entre ese maravilloso gato y ella. Y claro, él no tuvo elección.

Pero bueno, Sergio Murillo ya sabía que esto del bosque se tenía que acabar. No le iba a durar toda la vida lo de andar llevando cada noche una bolsa llena de comida y recogiendo otra vacía, del día anterior. No, no se iba a repetir jamás el sueño aquel de un hombre que, hasta el día mismo de su muerte, se da una cita nocturna con un gato, siempre delante del mismo árbol. Lo de ahora, en cambio, podía ocurrir muy fácilmente. Y explicarse muy fácilmente, también. Un gato negro y urbano vive mal en el bosque, aunque alguien lo alimenta ocultamente. Por fin, un día, las fieras del bosque, que desde que apareció por ahí lo vienen espiando, descubren lo bien que se alimenta ese hijo de mala madre, y se lo devoran con su comida y todo. Alguien se siente tremendamente solo, en una pesadilla. Y llora en un taxi de regreso.

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