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Noche tras noche, el técnico fue agregando algún detalle más, como por ejemplo lo de la bazuca, que no iba a plantear muchos problemas, pues él la iba a introducir en España convertida en tubo de escape de su automóvil. "Nada hay tan fácil en este mundo como camuflar una bazuca", opinaba el técnico, mientras el autor intelectual degustaba sus ostras refinadamente y el champán. Y sólo cuando los paramilitares mostraban su total acuerdo con el plan, tal como iba aquella noche, Alfredo les soltaba un tremendo y carísimo obstáculo: la compra de una residencia frente a la de Perón, por ejemplo, que vivía en la urbanización más elegante de Madrid… Porque qué otra manera había de vigilar cada uno de sus movimientos, hasta el día del bazucazo.

Y así, hasta que los paramilitares, avergonzadísimos, y tras haberles dado al autor intelectual y al técnico toda la razón del mundo en lo referente al plan del asesinato y los pormenores de su ejecución, cuenta tras cuenta de restaurante y de café Flore, confesaron que no disponían del presupuesto necesario, se disculparon humildemente, y se retiraron para siempre, aunque no sin antes haberles pagado a ese par de carísimos terroristas internacionales la última cuenta en el Flore.

– ¡Por fin! -exclamó Mario- yo creí que de ésta no salíamos.

– De algo nos valió ser tan feos -le comentó Alfredo, suspirando de alivio.

Poco tiempo después estalló la llamada Guerra del Fútbol, entre El Salvador y Honduras, y Mario decidió regresar a su país para convertirse en héroe. Pero no fue así, desgraciadamente, porque la colecta que hicimos entre todos para pagarle el pasaje de ida demoró tanto, que, cuando Mario aterrizó en el aeropuerto de San Salvador, la guerra acababa de terminar. Y ya nunca volvimos a saber de él, salvo por aquella postal que le envió a su gran amigo Alfredo, el día en que a éste se le acababa la beca y tenía que abandonar su espacioso y moderno atelier-vivienda.

A dónde iba ir a dar el pobre, sin casa y sin un centavo, era algo que nadie sabía. Y sin embargo, lo alegre que resultó el cóctel de mucho pan, quesitos escasos y tintorro a mares, que dio el día anterior a su mudanza. Hasta sus amigas millonarias se peleaban por beber ese tinto peleón, aquella noche. Y es que nunca habían visto nada igual… Nada tan chic ni tan bohemio, nada tan Alfredo, ni tan… En fin, que sólo a nuestro Alfredito se le ocurre servirte el vino en frasquitos de Nescafé…

Retrato de escritor con gato negro

A Eduardo Houghton Gallo y Percy Rodríguez Bromley

Francia es, sin duda alguna, el país del mundo con mayor densidad de caquita de perro por milímetro cuadrado de calle. y si los gatos no fueran tan independientes y meticulosos, hasta cuando hacen puff -aún recuerdo, casi íntegro, aquel poema tan popular en mi infancia, que en uno de sus versos afirmaba: «Caga el gato y lo tapa»-, la verdad es que nadie sabe qué ocurriría con cada milímetro cuadrado de Francia.

El tema de los animales domésticos, llamados también de compaía, puede incluso ocupar la primera plana de las más importantes publicaciones de París y de provincias, y no creo que en país alguno de este universo mundo se le haya dado tanta importancia al invento del perrito robot o del gatito ídem, como en la dulce Francia, al menos a juzgar por unos titulares en primera página del prestigioso diario Le Monde.

Ha sido en Japón, naturalmente -todos sabemos lo copiones que son los nipones: nadie ha logrado superarlos-, donde se han inventado los primeros animalitos de compaía robot-gatito, robot-perrito (reconoce la voz de su amo y todo) y robot-canarito, que hasta maúllan, ladran y cantan tal cual, o sea con las más sinceras y vívidas onomatopeyas. Y, por supuesto, la reacción de la Sociedad Protectora de Animales de Estados Unidos, de Francia y de otros países miembros de la Comunidad europea, no se ha hecho esperar. Toda una delegación multinacional de sus miembros, presidida por Brigitte Bardot, acaba de llegar a Tokio, con el fin de tomar cartas en el asunto y decidir si aquellos robots de compaía tienen animalidad o no. En fin, que se trata de un tema realmente delicado y que puede dar lugar a una polémica tan larga y violenta como la que, en la España del siglo XVI, enfrentara al padre Vitoria y a fray Bartolomé de las Casas con Ginés de Sepúlveda, cuando el asunto aquel de si los indios de América española tenían alma o no.

Un caso aparte es el del loro, pajarraco de compaía ante el cual el incomparable poder copión de la inventiva nipona parece encontrarse atado de pies y manos. La copia perfecta y, por ende, la animalidad, resultan prácticamente imposibles, por lo que su producción y venta en serie puede representar un grave riesgo para cualquier empresa que adquiera la patente. Y resulta lógico, claro. Porque si los dichosos loros nacieran hablando ya, nada más fácil que fabricar series enteras de robots-lorito que emitan inglés, francés, castellano, etcétera, con todos los acentos que uno quiera. Pero, cómo hacer para que un loro vaya aprendiendo poco a poco a emitir en portugués, con su acento y todo, en Brasil, por ejemplo, y -he aquí el quid de la cuestión- que además lo vaya haciendo paulatinamente y en la medida en que su amo desee que se ponga a hablar como una lora, o no.

…Ah, sí, hay algo más que se me estaba olvidando. Cuando los turistas del mundo entero empezaban ya a soñar con una Ciudad luz de limpísimas y nada resbalosas veredas, cuando alcaldes de ciudades grandes y pequeñas, de pueblos y aldeas de toda Francia lanzaban campanas al vuelo y hacían saber urbi et orbi que por fin se le había encontrado una solución a un insuperable problema de higiene y seguridad públicas, varios millones de personas han clamado, y no necesariamente en el desierto, que robots sin caquita, eso sí que no.

Y es que, si uno observa detenidamente el asunto, resulta muy cierto que no son sólo sus amos los que sacan al perrito a hacer su puff, un par de veces al día, si no más. Fíjense ustedes bien, y van a ver hasta qué punto son millones y millones los seres humanos que necesitan que el perrito los lleve a ellos a pasear, y no sólo por puff. Fíjense ustedes y verán.

Total que, en un país tan democrático como Francia, tan libre expresión y derechos humanos, tan ejemplar en estos y en otros asuntos, qué otra cosa se puede esperar más que un referéndum sobre el tema caquita-sí-o-caquita-no, responda usted Ouio u Non…

Pues en todas estas cosas, ni más ni menos, andaba pensando Rodrigo Gómez Sánchez, la noche del día triste aquel en que su esposa lo obligó a tomar una decisión: o el gato o ella.

– Y mira, Rodrigo, que además de todo te estoy dando una semana para que te lo pienses. Más buena de lo que soy no puedo ser, pero eso sí: si a mi regreso del sur, dentro de una semana, encuentro a ese monstruo en casa, me largo. ¿Me oyes, Rodrigo?

– …

– ¡Me largo!

– Ya, Betty, ya. Ya te oí.

– Entonces, chau..

– Chau chau, mujer.

Era bastante injusto el asunto, la verdad, pues había sido Betty la que había insistido en traer al monstruo aquel al departamento enano del bulevar Pasteur. Rodrigo se opuso siempre a que le metieran animal alguno en un dos piezas en el que apenas cabían su esposa y él, y una y otra vez alegó que para tener animales domésticos se necesita una casa grande, y por lo menos un jardincito.

– Como en Lima, Betty, donde los perros y los gatos caseros son felices porque les sobra espacio para correr y jugar. Aquí, en cambio, ya sabes tú. Aquí los castran, los abandonan días enteros, los tiran a la calle en vacaciones, les pegan… En fin, piensa, Betty… Para tener un animal doméstico en París hay que ser, cuando menos, europeo. Y nosotros somos peruanos. Venimos de otro mundo… Del Nuevo Mundo, nada menos… Del inmenso espacio americano… En Lima hay casas en las que hasta un león puede correr feliz por el jardín e incluso bañarse en la piscina, sin que los niños que juegan a su alrededor corran el menor peligro… ¿Me entiendes, Betty?

– Mira, Rodrigo, si en vez de ponerte a soñar tus novelas, las escribieras…

– Juan Rulfo sólo escribió dos libritos, y es un genio, un inmortal…

– Mira, idiota, vuélveme a mencionar los dos libritos de Rulfo y yo mañana mismo, a primera hora, te traigo dos gatos, en vez de uno.

Y así, entre amenaza y amenaza, llegó Gato Negro al departamento enano de los Gómez Sánchez. y llegó tal como se iba a ir, o sea ya viejo, ya inmenso de gordo, ya horroroso y encima de todo ya absolutamente neurótico. Llegó sin edad y sin nombre, e igualito se iba a ir, porque lo de Gato Negro era una mera convención, una forma de llamar a ese espantoso animalejo que los Gómez Sánchez empleaban sin el más mínimo resultado, sin que el tal Gato Negro les hiciera nunca el menor caso, sin que se diese siquiera por aludido ni se dignara soltarles un maullido, pegarles una miradita o hacer algo con esa inmensa cola, por lo menos, cuando de cosas tan importantes como su comida se trataba. Nada. Nada de nada.

O lo que el Gordo Santiago Buenaventura, el único amigo divertido que tenían los Gómez Sánchez, solía explicarles así:

– Ese pobre gato no está acostumbrado a oír un francés tan malo como el que ustedes dos hablan. ¿No les da vergüenza? Como treinta años en París y siguen sin aprender el idioma. Todo un récord. ¿Y qué culpa puede tener ese pobre bicho? Por más horroroso y neurótico que sea, de eso sí que no lo pueden culpar. Está en su país y tiene sus derechos.

Gato Negro jamás escuchó estas conversaciones. Jamás supo, tampoco, que entre todos los amigos de Rodrigo había uno que, por lo menos, no lo odiaba tanto. Y es que poco a poco fue desapareciendo en el departamento enano de los Gómez Sánchez. Simple y llanamente se metía en el cajón inferior de la única cómoda que éstos poseían (situada, nada menos, que en el dormitorio del dos piezas) y ahí permanecía una eternidad, antes de que alguien lo volviera a ver. ¿Cómo lograba abrir el cajón el animal ese de miércoles? Inútil intentar saberlo, porque Gato Negro era como invisible. Y el día en que al cajón le pusieron una chapa y le echaron llave, Gato Negro, silenciosísimo, además de transparente, sencillamente abrió un agujerote por el lado izquierdo de la cómoda y volvió a tomar posesión de su mundo.

De ahí sólo salía para comer, pero ¿en qué momento, diablos?

Los Gómez Sánchez se desesperaban. ¿Era total indiferencia o puro despecho lo de ese miserable gato? Rodrigo pensaba que era despecho, estaba seguro de que era purito despecho de un animal que, debido a lo enano que era el departamento, tenía que oírlos cada vez que se repetía la eterna y odiosa discusión que lo concernía:

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