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Y sólo Dios sabe que don Eduardo Rosell de Albornoz le envió la más insultante e hiriente carta al señor Rafael de Goyoneche. Y que ni siquiera le dio una explicación cabal del olor y la significación del olor de tan sorprendente descubrimiento, el que le abriría, el que ahora le abría las puertas del amargo retorno al dulce país sin más principios de siglos ni, ya para siempre, don Felipe Alzamora tampoco. Culpable: el cretino de Rafael Goyoneche y su mentira canalla. Don Felipe Alzamora sí tenía edad y ha muerto tan viejo como me estoy muriendo yo.

Y sólo Dios sabe que, habiendo leído atentamente a Marcel Proust, el delicado escritor francés perfecto y olfativo que introdujo una magdalena en su infusión calentita, la sacó, la olió, y recuperó íntegro lo que el viento se llevó y demás trozos de olvidos imperdonables en la maravilla empapadita y aromática de su bizcochito íntimo, don Eduardo comía anticuchos y ceviche y ají de gallina y de postre picarones y suspiros a la limeña, cada jueves, a pesar de su edad, a pesar de sus hijas, y a pesar de todo, con la esperanza de un nuevo pedo, en busca del tiempo perdido o del viento perdido, más bien, en su caso, con el más tierno deseo de un tiempo recobrado como único medio de volver a encontrarse con su viejo amigo don Felipe Alzamora en el ventarrón aquel de aroma denso e intenso que ni las rosas de su jardín podrían darle jamás. Hasta que lo encontró y, en agradecimiento a Proust por la genial idea que le había dado, le llamó magdalena peruana a ese último pedorreo, ya que por su edad, por el atracón que se había pegado, y porque se estaba muriendo, Dios le pagó con creces y hasta con heces.

Carmela y Elenita habían salido disparadas a llamar un médico y yo llevaba varios minutos ahí, mirando los espasmos de don Eduardo. Se nos estaba muriendo, sin duda alguna, pero la verdad es que se le veía tan contento que a mi juicio realmente valía la pena dejarlo morir. Desde luego, nos había ocultado sus últimas palabras soltando un verdadero e interminable rosario de pedos y, de pronto, ahora, una verdadera e interminable andanada más, porque raro como era tuvo que ocultarnos sus últimas palabras como un calamar que se esconde soltando su negra tinta. Y todo esto entre ji ji jís, hasta que por fin se puso boca arriba y siguió soltando sus últimas palabras que ya ni sonido tenían pero que eran muchísimas a juzgar por lo rápido que movía los labios, parecía estarse viviendo una vida entera, don Eduardo, con una expresión radiante que nunca le había visto, y así hasta que con una nueva y rotunda ventosidad inhaló muy hondo, se estiró del todo y también como quien se estira de una vez por todas.

O sea que ya estaba muerto de felicidad cuando llegó el médico y para consolar a Carmela y Elenita les dijo que bastaba con mirar la cara de su papacito para saber que había fallecido sin el menor sufrimiento. Estuve a punto de agregar que hasta había fallecido en olor a ventosidad, pero en ese instante Carmela y Elenita me preguntaron al mismo tiempo si por fin había logrado entender algo de lo que su papacito dijo mientras fueron a llamar al doctor, y yo también les contesté a las dos al mismo tiempo, para no serle infiel a la otra, que se había llevado una enorme cantidad de últimas palabras a la tumba, desgraciadamente, porque ahora cómo íbamos a hacer con mi abuelo que tanto había hecho por su amigo don Eduardo, a cuyo entierro finalmente no asistiría, pero no porque le siguiera guardando rencor más allá de la muerte sino porque él también tuvo que asistir a su entierro el mismo día, y como dijo mi abuelita: Tenía que suceder; era la tercera vez que se tomaba la gimnasia sueca después del desayuno y el pobrecito ni siquiera llegó a decir sus últimas palabras completas porque le dio un ataque de cólera fulminante en medio de todo.

Yo no procedí de otra manera, cuando mi abuelita, cumpliendo con la voluntad de mi abuelo más allá de la muerte, se negó a pronunciar el nombre de don Eduardo Rosell de Albornoz tal cantidad de veces cuando traté de seguir averiguando sobre el misterioso pedo en Madrid, que por fin un día, porque para algo soy un Goye neche, no un Goyo neche, por Dios santo, me dio el ataque de rabia que la estranguló. Y desde entonces vivo en esta cárcel y Carmela y Elenita vienen a verme siempre, por lo cual jamás sabré de cuál de las dos estoy más profundamente enamorado ni ellas tampoco sabrán jamás cuál de las dos lo está de mí, por no serle nunca pero nunca jamás infiel a la otra multidireccionalmente y para alcanzar estados summum los días de visita en que Carmela logra darme las clases de francés pero en cambio a Elenita no la han dejado traerme su piano, lo cual no impide que yo les siga dando el mismo sobre a las dos y que todos demos un saltito como unísono y que al mismo tiempo siga exigiendo que me permitan tener un piano en mi celda aunque lo único que saco es que me digan en qué siglo cree usted que vive, Goyo neche, pero yo jamás me cansaré de repetirles que soy un Goye neche, por Dios santo.

Barcelona, 1986

Sinatra y violetas para tus pieles

A Jenny Woodman y Karim Danniery, en el suelo y fotografiando, en el jardín, en la tarde, y en el Underground; a Germán Arestizábal, en mi sur profundo y chileno; y a Frank Sinatra, en sus 80 años y en mi tocadiscos, aquí, esta noche sin extraños…

Old blue eyes cantaba esa noche en París para le tout Paris , sobre todo, y Jenny debía recogerme en casa con su arrolladora y sensitiva juventud. Grace Kelly vivía aún y medio Mónaco y algunas testas coronadas más estarían presentes en el concierto del teatro Olympia. Jenny me había invitado porque el precio de la entrada más barata era muy caro para mí, porque yo de testa coronada, lo que se dice, nada, y porque sabía de mis andanzas con Sinatra desde los quince años, más o menos. Todo había empezado con un disco de funda violeta y con la canción aquella, Violets for your furs , en que te traje violetas para tus pieles y fue, por un momento, abril en aquel diciembre, primavera en aquel invierno, recuerda…

Y ahora era diciembre en París y al concierto del Olympia iba a asistir gente con pieles o, mejor dicho, porque así lo estaba sintiendo yo, gente de pieles. Pero yo no había comprado violetas. Yo no tenía violetas ni tenía tampoco la menor idea de dónde podría haber una florería con violetas por ahí, por la parte pobre del Barrio Latino en que vivía. Las únicas flores de mi vida, entonces, eran algo así como californiano-hippies y yo las estaba mirando para ponerme al día acerca de mi pasado inmediato. El revolucionario español de quien María y yo habíamos heredado el inquilinato del departamento en que se suicidó la viuda de Modigliani, nos había dejado, mugrientas, grasosas, unas paredes empapeladas y había regresado a su país a hacer una revolución con el FRAP que, tengo entendido, terminó en algo así como peppermint frappé .

El español también había heredado el departamento de otro inquilino y éste de otro que lo heredó de otro y así sucesivamente hacia atrás o en caja china hasta llegar al siglo pasado, probablemente, en que el empapelamiento de las paredes, ahora lleno de polvo engrasado y hollín de chimenea, fue limpísimo, nuevecito y hasta chillandé. Ya resignada al marido que le había tocado, o sea yo, creo que a María le había resultado medianamente fácil resignarse también a que la ducha fuera una especie de teatrín que había que armar sobre una inmensa palangana en la cocina, sacando varios taburetes y arrimando la refrigeradora y todo lo demás, de la misma forma en que podía no ver la suciedad de las cuatro paredes en que vivíamos en aquel séptimo piso, escalera.

Pero Molly y Antonio Solís odiaban nuestras paredes sucias y siempre andaban tratando de convencerme de la necesidad de hacer algo, de empapelar toda aquella sensación de asco y miseria en la que yo había resignado a vivir a la pobre María. Molly era más discreta porque era de California, pero Antonio era un andaluzote que imponía en voz muy alta su fuerte acento extrovertido y simple y llanamente no podía soportar un día más venir a gorrear comida a casa, porque ellos eran aún más pobres que nosotros, y tener que comer entre esas paredes. Entonces María se contagiaba, se entusiasmaba, y yo quedaba en minoría total. Hasta que por fin cedí:

– Miren -les dije-, se largan los tres y compran el empapelamiento que les dé la gana, pero, eso sí, yo desaparezco el día que vengan a colocarlo o lo que por diablos y demonios se haga con esos rollos de papel florido de los que me hablan.

Jenny debía estar estacionando su automóvil en el lugar prohibido de siempre, o sea que aún me quedaba tiempo para mirar mis cálidas paredes. Así las encontró de floridas, coloridas y tirando a californiano-hippie, la propietaria del departamento, el día en que vino a inspeccionar el hecho consumado de las mejoras introducidas en el empapelamiento de su heredada propiedad y de paso me cobró cash el alquiler no declarado al fisco.

– Estas paredes resultan bastante chocantes para mi edad, monsieur -me dijo, contemplando con elevada nariz el flamante florecimiento-. Pero, en fin, admitiré por una sola vez en mi vida que han quedado bastante cálidas.

Muy pronto habría de quedarme triste, solitario, y final, con mis cálidas paredes por todo consuelo y hacienda del alma. Molly y Antonio se fueron a vivir muchísimo mejor en los Estados Unidos y María, siempre tan bonita y reservada, me anunció con su voz dulce y serena que habíamos naufragado y que, de acuerdo a las leyes del machismo de siempre y el feminismo de moda, yo era, yo tenía que ser el capitán del barco y permanecer en él hasta mi muerte o extravío final, porque en todo caso ella regresaba a vivir muchísimo mejor en el Perú, como Molly y Antonio Solís en los Estados Unidos. Nuestro matrimonio había fracasado y, de regalo de separación, María me pidió que le comprara un tocadiscos nuevo y que le permitiera llevarse toda nuestra discoteca, menos Sinatra.

Cumplí con acompañarla hasta el aeropuerto y María cumplió con el deseo tan grande que tenía de dejarme íntegro a Sinatra y sobre todo el disco de la funda violeta y también, claro, por supuesto, y por encima de todas las cosas de este mundo, en el tercer surco del lado A de ese disco que ya me tiene hasta la coronilla, Violets for your furs . Yo era libre para oírlo night and day y ella también era libre y se sentía aliviadísima de no tener que volver a oír a Sinatra en las noches y días del resto de su vida, por siempre jamás. Conociéndola, además, ni siquiera se acordaría de las violetas el día en que se comprara su primer abrigo de visión en Lima, para viajar 5 estrellas a Europa tras haber regresado al Perú y hecho la América. El que debió ser nuestro disco, nuestro cantante, nuestra violeta simbólica y nuestra piel de gallina, no sólo no nos había unido sino que había sido, creo yo, el factótum de nuestra separación.

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