– No vamos a seguir viviendo a costa de sus padres, ¿no? Yo acabo de graduarme y no gano casi nada, por el momento. Hemos alquilado este departamento hasta que encuentre un trabajo estable. Mi idea es encontrar con el tiempo un departamento mucho más grande, donde pueda también abrir mi consultorio.
– Ya ves, no quiere perderme de vista un solo instante.
– Hace bien, Florence.
Pierre bendijo ese par de idioteces, pero ya Florence y yo habíamos quedado en que la noche no se derrumbaba por nada de este mundo. Hasta habíamos comentado mi frase inmortal: ¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? Florence me dijo que sí, que en efecto se había muerto de vergüenza ajena al oírmela decir, y aprovechó la oportunidad para soltar la carcajada que se había tragado entonces. Peleamos a muerte, pero Pierre nos hizo amistar. Al pobre Pierre lo estábamos metiendo de cabeza en mi cuento anterior, lo estábamos metiendo en asuntos que no le concernían en lo más mínimo. Yo había llegado al punto de confesar lo de mi petaquita, tratando, eso sí, de aclarar que había sido sin segunda intención, que había sido psicoanalítico en todo caso, y narrando con lujo de detalles lo mal que la pasé mientras se me iba derramando en el bolsillo. ¡Felizmente!, gritó Florence, mirándome y soltando la carcajada, confesando que ella también las había pasado pésimo al ver la mancha en el sofá, había creído que se trataba de otra cosa. ¡Felizmente!, volvió a gritar, sin poder contener la risa. Por fin, hacia el postre, confesé que me había vestido para cenar con madame de Sevigné, y Pierre a su vez confesó que ellos se habían vestido para comer con el profesor de mi cuento, algo más destartalado sin duda ahora por diez años más de penurias en París.
– La idea fue de Florence -siguió confesando Pierre-. A mí me dijo que me pusiera la ropa que uso cuando arreglo mi motocicleta.
Se ganó un manotazo de Florence. Yo, en cambio, me gané las dos manos de Florence apretando fuertísimo el antebrazo de terciopelo negro de mi saco, mientras me clavaba los ojos de cuando nos quedaban sólo segundos.
Y cuando terminamos de comer, Florence decidió que había llegado el momento de que le leyera el cuento, quería escuchar el cuento leído por mí. Fue a traerlo, mientras yo volvía a sentarme sobre mi mancha en el sofá, y Pierre en el sillón de enfrente, cada uno con su copa de vino en la mano. Había algo extraño en el ambiente cuando Florence regresó apretando con ambas manos el libro contra su pecho. Yo, en todo caso, empecé a sentirme bastante mal y tuve la impresión de que la mirada siempre sonriente de Pierre no bastaba esta vez para que todo pareciera normal. Florence estaba temblando, pero de pronto como que decidió que ahí no pasaba nada y me entregó el cuento. Empieza a leer, me dijo, tirándose sobre la alfombra, de tal manera que su cabeza y sus brazos llegaban hasta mis rodillas, mientras que con los pies podía darle siempre pataditas a Pierre para que se quedara tranquilo. Pero ahí nadie se quedaba tranquilo.
Leer fue como si nos quedaran nuevamente sólo segundos. Pero por última vez, ahora. Sí, fue la última vez, y los dos estuvimos muy conscientes de eso. Leer fue escuchar a Florence y reír y juguetear como en ese cuento, como en éste, también, ahora que lo escribo. Fue escuchar sus aplausos y recibir las caricias que me hacía en las rodillas, cada vez que en mi lectura me refería a ella como a un ser inolvidable. Fue recibir sus golpes y castigos cada vez que me refería a ella como a un ser insoportable. A Pierre le seguían lloviendo pataditas, y eso me tranquilizaba, pero hacia el final, al acercarme al desenlace, Florence estuvo escuchando unos instantes inmóvil. Apoyó la cabeza sobre mis rodillas, cogió mi mano derecha entre las suyas, y permaneció inmóvil hasta que terminé de leer.
– Ahora dedícamelo -dijo. Seguía sin moverse-. Dedícamelo, por favor.
– Bueno, pero vas a tener que soltarle la mano porque no creo que sea zurdo -dijo Pierre.
Me soltó la mano, mirándome con demasiada tristeza, con algo de agotamiento, como si estuviera regresando, como si le costara trabajo regresar de algún lugar lejano y cómodo. Entonces yo le cogí las manos, pero solté, y ella también me las volvió a coger un instante y también soltó de nuevo. Todo pésimamente mal hecho, con la habitación dándome vueltas por todas partes, y de pronto con Pierre más que nunca en el sillón de enfrente. Florence sacudió la cabeza con toda el alma, y se fue gateando a buscarlo. Le tocaba a Pierre que, por supuesto, ya tenía listo el bolígrafo con que yo iba a dedicarle el cuento a Florence. Terminó emborrachándome el desgraciado con su sangre fría. Y cuando me arrojó suave, bombeadito, el bolígrafo, desde el sillón de enfrente, donde Florence le abrazaba las piernas, a mí llegó un bolígrafo que, eso sí, mi honor emparó perfecto, desde un sillón a mi derecha y otro sillón a mi izquierda y un montón de sillones más donde Florence también le abrazaba las piernas.
Seguía dedicándole el libro a Florence cuando me desperté el día siguiente, tardísimo, y recordando que estuve horas y horas dedicando y dedicando por todos los espacios en blanco que tenía el libro, hasta en la cubierta del libro dediqué algo. Creo, no, no creo, estoy seguro de que cada una de las mil frases que escribí estuvo a la altura de mi frase inmortal. ¿Emocionada?, ¿emocionada… Florence? Y tenía un dolor de cabeza exagerado hasta para quien le ha tocado vivir una situación exagerada, aunque aquello no impidió que me diera desesperados cabezazos contra la almohada. ¿Emocionada?, ¿emocionada, Florence? Pasé a la historia, sentía que había pasado a la historia, estaba sintiendo que había pasado a la historia, cuando sonó el teléfono. Florence, por supuesto, para decirme que no había pasado nada, y para quedarse callada luego un rato largo. Casi le aseguro que en todo caso yo no me acordaba de nada, pero ella no había cambiado y ahora era ya una mujer y también maravillosa.
– ¿Quieres que cuelgue primero? -le dije, y colgué.
París, 1979
Cómo y por qué odié los libros para niños
A Marita y Alfredo Ruiz Rosas;
A Cinthia Capriata y Emilio Rodríguez Larraín
Creo que pocos niños habrán odiado tanto como yo los libros. Eran, además, objeto de mi terror. Cuando se acercaba la Navidad o el día de mi cumpleaños, empezaba a vivir el terrible desasosiego que representaba imaginarme a algún amigo de mis padres llegando a visitarme con una sonrisa en los labios y un libro de Julio Verne, por ejemplo, en las manos. Era mi regalo y tenla que agradecérselo, cosa que siempre hice, por no arruinarle la fiesta a los demás, en lo cual había una gran injusticia, creo yo, porque la fiesta era para mí, para que la gente me dejara feliz con un regalito, y en cambio a mi me dejaban profundamente infeliz y, lo que es peor, con la obligación de deshacerme en agradecimientos para que el agua ¡estas de turno pudiera despedirse tan satisfecho y sonriente como llegó.
El colmo fue cuando asesinaron al padre de uno de los amigos más queridos que tuve en mi colegio de monjas norteamericanas para niñitos peruanos con cuenta bancaria en el extranjero, por decirlo de alguna manera. La noticia me puso en un estado de sufrimiento tal, que sólo podría atribuírselo a un niño pobre, dentro de la escala de valores en la que iba siendo educado, por lo que se optó por ponerme en cuarentena hasta que terminara de sufrir de esa manera tan espantosa. Me metieron a la cama y me mandaron a una de esas tías que siempre está al alcance de la mano cuando ocurre alguna desgracia, y a la pobre no se le ocurrió nada menos que traerme un libro que un tal D’Amicis, creo, escribió para que los niños lloraran de una vez por todas, también creo.
Regresé al colegio con el corazón hecho pedazos, por lo cual ahora me parece recordar que el libro se llamaba Corazón. Y cuando llegó la primera comunión y, con ella, la primera confesión que la precede, el primer pecado que le solté a un curita norteamericano preparado sólo para confesión de niños (a juzgar por el lío que se le hizo al pobre tener que juzgar divinamente y con penitencia, además, un pecado de niño tan complejo), fue que, por culpa de un libro, yo me había olvidado de un crimen y de mi huérfano amigo y, a pesar de los remordimientos y del combate interior con el demonio, había terminado llorando como loco por un personaje de esos que no existen, padre, porque los llaman de ficción.
– ¿Cómo fue el combate con el demonio? -me preguntó el pobre curita totalmente desbordado por mi confesión.
– Fue debajo de la sábana, padre, para que no me viera el demonio.
– ¡Para que no te viera quién!
– El demonio, padre. Es una tía vieja que mi papá llama solterona y que según he oído decir siempre aparece cuando algo malo sucede o está a punto de suceder. Yo me escondí bajo la sábana para que ella no se diera cuenta de que había cambiado el llanto de mi amigo por el del libro.
El padrecito me dio la absolución lo más rápido que pudo, para que no me fuera a arrancar con otro pecado tan raro, y logré hacer una primera comunión bastante tembleque. Años después me enteré por mi madre que el curita la había convocado inmediatamente después de mi extraña confesión, y que le había dado una opinión bastante norteamericana y simplista de mi persona, sin duda alguna porque era de Texas y tenía un acento horripilante. Según mi madre, el curita le dijo que yo había nacido muy poco competitivo, que no había en mí el más mínimo asomo de líder nato, y que si no me educaban de una manera menos sensible podía llegar incluso a convertirme en lo que en la tierra de Washington, Jefferson y John Wayne, se llamaba un perdedor nato. Mis padres decidieron cambiarme inmediatamente a un colegio inglés, porque un guía espiritual con ese acento podría arruinar para toda la vida mi formación en inglés.
Con los años se logró que mejorara mi acento, pero mi problema con los libros no se resolvió hasta que llegué al penúltimo año de secundaria, en un internado británico. Un profesor, que siempre tenía razón, porque era el más loco de todos, en el disparatado y anacrónico refrito inglés que era aquel colegio, nos puso en fila a todos, un día, y nos empezó a decir qué carrera debíamos seguir y cuál era la vocación de cada uno y, también, quiénes eran los que ahí no tenían vocación alguna y quiénes, a pesar de tener vocación, debían abandonar toda tentativa de ingreso a una Universidad, porque a la entrada de la Universidad – de Salamanca, en España, hay un letrero que dice: "Lo que natura no da, Salamanca no lo presta". Un buen porcentaje de alumnos entró en esta categoría, por llamarla de alguna manera, pero, sin duda, el que se llevó la mayor sorpresa fui yo, cuando me dijo que iba a ser escritor o que, mejor dicho, ya lo era. Le pedí una cita especial, porque seguía considerando que mi odio por los libros era algo muy especial, y entonces, por fin, a fuerza de analizar y analizar mil recuerdos, logramos dar con la clave del problema.