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Llegó a Barcelona en la noche del veintisiete de julio y llovía. Bajó del tren y al ver en su reloj que eran las once de la noche, se convenció de que tendría que dormir en la calle. Al salir de la estación, empezaron a aparecer ante sus ojos los letreros que anunciaban las pensiones, los hostales, los albergues. Se dijo: «No hay habitación para usted», en la puerta de cuatro pensiones, pero se arrojó valientemente sobre la escalera que conducía a la quinta pensión que encontró. Perdió y volvió a encontrar su pasaporte antes de entrar, y luego avanzó hasta una especie de mostrador donde un recepcionista lo podría estar confundiendo con un contrabandista. Quería, de rodillas, un cuarto para varios días porque en Barcelona se iba a encontrar con los Linares, porque estaba muy resfriado y porque tenía que dormir bien esa noche. El recepcionista le contó que él era el propietario de esa pensión, el dueño de todos los cuartos de esa pensión, de todas las mesas del comedor de esa pensión y después le dijo que no había nada para él, que sólo había un cuarto con dos camas para dos personas. Sebastián inició la más grande requisitoria contra todas las pensiones del mundo: a el que era un estudiante extranjero, a él que estaba enfermo, resfriado, cansado de tanto viajar, a él que tenía su pasaporte en regla (lo perdió y lo volvió a encontrar), a él que venía en busca de descanso, de sol y del Quijote, se le recibía con lluvia y se le obligaba a dormir en la intemperie. «Calma, calma, señor», dijo el propietario-recepcionista, «no se desespere, déjeme terminar: voy a llamar a otra pensión y le voy a conseguir un cuarto».

Pero alguien estaba subiendo la escalera; unos pasos en la escalera, fuertes, optimistas, definitivos, impidieron que el propietario-recepcionista marcara el número de la otra pensión en el teléfono, y desviaron la mirada de Sebastián hacia la puerta de la recepción. Ahí se había detenido y ellos casi lo aplauden porque representaba todas las virtudes de la juventud mundial. Estaba sano, sanísimo, y cuando se sonrió, Sebastián leyó claramente en las letras que se dibujaban en cada uno de sus dientes: «Me los lavo todos los días; tres veces al día». Llevaba puestos unos botines inmensos, una llanta de tractor por suelas, en donde Sebastián sólo lograría meter los pies mediante falsas caricias y engaños y despidiéndose de ellos para siempre. Llevaba, además, colgada a la espalda, una enorme mochila verde oliva, y estaba dispuesto, si alguien se lo pedía, a sacar de adentro una casa de campo y a armarla en el comedor de la pensión (o donde fuera) en exactamente tres minutos y medio. Tenía menos de veinticuatro años y vestía pantalón corto y camisa militar. Era rubio y colorado y sus piernas, cubiertas de vellos rubios y enroscados, podrían causarle un complejo de inferioridad por superioridad.

Hizo una venia y habló: «Haben Sie ein Zimmer?» . El propietario-recepcionista sonrió burlonamente y dijo: «Nein» . Pero entonces Sebastián decidió que el dios Tor y él podían tomar el cuarto de dos camas por esa noche. Fue una gran idea porque el propietario-recepcionista aceptó y les pidió que mostraran sus documentos y llenaran estos papelitos de reglamento. Sebastián no encontraba su lápiz pero Tor, sonriente, sacó dos, obligándolo a inventar su cara de confraternidad y a decidirse, en monólogo interior, a mostrarle en el mapa que Tor sacaría de la casa de campo que traía en la mochila, dónde exactamente quedaba su país, a lo mejor le interesaba y mañana se iba caminando hasta allá.

Se llamaba Sigfrido, no Tor, y Sebastián, ya con pulmonía, le entregó su mano para que se la hiciera añicos, obligándolo a cargar su maleta con la mano izquierda y a seguirlo mientras desfilaba enorme hasta la habitación bastante buena, con ducha y todo. Sebastián estornudó tres veces mientras se ponía el pijama y, cuando al cabo de unos minutos, vio a Tor desnudo meterse a la ducha fría, luego lo escuchó cantar y dar porrazos, no sabía bien si en la pared o en su pecho vikingo, decidió cubrirse bien con la frazada porque esa noche se iba a morir de pulmonía. «Tara-la-la-la-la-la-la; trra-la-la-la-la-la-la-la; Jijoanito Panano, Jijoanito Panano…»

– Estoy seguro, doctor psiquiatra, de que venía de dar la vuelta al mundo con la mochila en la espalda y los zapatones esos que eran un peligro para la seguridad, para los pies públicos. Y todavía podía cantar con una voz de coro de la armada rusa y bañarse en agua fría, sólo teníamos agua fría y no hubo la menor variación en el tono de voz cuando abrió el caño; nada, absolutamente nada: Siguió cantando como si nada y yo ahí muriéndome de frío y pulmonía en la cama…

– Sebastián, yo creo que exageras un poco; cómo va a ser posible que un simple resfriado se convierta en pulmonía en cosa de minutos; te sentías mal, cansado, deprimido…

– A eso voy, doctor psiquiatra; a eso iba hace un rato cuando lo empecé a ver a usted cag…

– Ya te dije que había sido un error tener la cita en un café; constantemente volteas a mirar a la gente que entra…

– No, doctor psiquiatra; no es eso; los sacudones que doy con la cabeza hacia todos lados son para borrármelo a usted de la mente cag…

– Escucha, Sebastián…

– Escuche usted, doctor psiquiatra, y no se amargue si lo veo en esa postura porque si usted no es capaz de comprender que un resfriado puede transformarse en pulmonía en un segundo por culpa de un tipo como Tor, entonces es mejor que lo vea siempre cagando, doctor psiquiatra…

– …

– ¿No comprende, usted? ¿No se da cuenta de que venía de dar la vuelta al mundo como si nada? ¿No se lo imagina usted con la casa de campo en la espalda y luego desnudo y colorado bajo la ducha fría, preparándose para dormir sin pastillas y sin problemas las horas necesarias para partir a dar otra vuelta al mundo?

– ¿Cómo acabó todo eso, Sebastián?

– Fue terrible, doctor; fue una noche terrible; se durmió inmediatamente y estoy seguro de que no roncó por cortesía; yo me pasé horas esperando que empezara a roncar, pero nada: No empezó nunca; dormía como un niño mientras yo empapaba todo con el sudor y clamaba por un termómetro; nunca he sudado tanto en mi vida y ¡cómo me ardía la garganta! Empecé a atragantarme las tabletas esas de penicilina; me envenené por tomarme todas las que había en el frasco. Fue terrible, doctor psiquiatra, Tor se levantó al alba para afeitarse, lavarse los dientes y partir a dar otra vuelta al mundo; a pie, doctor psiquiatra, las vueltas al mundo las daba a pie, no hacía bulla para no despertarme y yo todavía no me había dormido; ya no sudaba, pero ahora todo estaba mojado y frío en la cama y ya me empezaban las náuseas de tanta penicilina. Tor era perfecto, doctor psiquiatra, estaba sanísimo, y yo no sé para qué me moví: Se dio cuenta de que no dormía y momentos antes de partir se acercó a mi cama a despedirse, dijo cosas en alemán y yo debí ponerle mi cara de náuseas y confraternidad cuando saqué el brazo húmedo de abajo de la frazada y se lo entregué para que se lo llevara a dar la vuelta al mundo, me ahorcó la mano, doctor psiquiatra…

– ¿No lograste dormir después que se marchó?

– Sí, doctor psiquiatra, sí logré dormir pero sólo un rato y fue suficiente para que empezaran nuevamente los sueños graciosos; fue increíble porque hasta soñé con las palabras necesarias para que el asunto fuera cómico; sí, sí, la palabra holocausto; soñé que el propietario-recepcionista y yo ofrecíamos un holocausto a Tor, allí, en la entrada de la pensión, los dos con el carnerito, y el otro dale que dale con su «Haben Sie ein Zimmer» y después empezó a regalarme tabletas de penicilina que sacó de un bolsillo numerado de su camisa…

Era domingo y faltaban dos días para el día de la cita. Sebastián fue al comedor y desayunó sin ganas. Había vomitado varias veces pero era mejor empezar el día desayunando, como todo el mundo, y así sentirse también como todo el mundo. Necesitaba sentirse como todo el mundo. Era un día de sol y por la tarde iría a toros. Por el momento se paseaba cerca del mar y se acercaba al puerto. Se sentía aliviado. Sentía que la penicilina lo había salvado de un fuerte resfrío y que vomitar lo había salvado de la penicilina. Se sentía bien. Optimista. Caminaba hacia el puerto y empezaba a gozar de una atmósfera pacifica y tranquila y que el sol lograba alegrar. Sonreía al pensar en el Sigfrido que él había llamado Tor y se lo imaginaba feliz caminando por los caminos de España. En el puerto se unió a un grupo de personas y con ellas caminó hasta llegar al pie de los dos barcos de guerra. Eran dos barcos de guerra norteamericanos y estaban anclados ahí, delante de él. Sebastián los contemplaba. No sabía qué tipo de barcos eran, pero los llamó «destroyers» porque esos cañones podrían destruir lo que les diera la gana. La gente hacía cola; subía y visitaba los «destroyers» mientras los marinos se paseaban por la cubierta y, desde abajo, Sebastián los veía empequeñecidos; entonces decidió marcharse para que los marinos que lo estaban mirando no lo vieran a él empequeñecido. Eran unos barcos enormes y Sebastián ya se estaba olvidando de ellos, pero entonces vio la carabela.

Ahí estaba, nuevecita, impecable, flotando, anclada, trescientos metros más acá de los «destroyers», no a cualquiera le pasa, la carabela, y Sebastián dejó de comprender. Quiso pero ya no pudo sentirse como después del desayuno y ahora se le enfriaban las manos. Ya no se estaba paseando como todo el mundo por Barcelona y ahora sí que ya no se explicaba bien qué diablos pasaba con todo, tal vez no él sino la realidad tenía la culpa, presentía una teoría, sería cojonudo explicársela a un psiquiatra, una contribución al entendimiento, pero no: nada con la que te dije, nada de «recuéstese allí, jovencito», nada con las persianas del consultorio.

Su carabela seguía flotando como un barco de juguete en una tina, pero inmensa, de verdad y muy bien charolada. Sebastián se escapó, se fue cien metros más allá hasta las «golondrinas». Así les llamaban y eran unos barquitos blancos que se llevaban, cada media hora, a los turistas a darse un paseo no muy lejos del puerto. Ahí mismo vendían los boletos; podía subir y esperar que partiera el próximo; podía sentarse y esperar en la cafetería. No compró un boleto; prefirió meterse a la cafetería y poner algún orden a todo aquello que le hubiera gustado decirle a un psiquiatra, a cualquiera.

No pudo, el pobre, porque al sentarse en su mesa se le vino a la cabeza eso de los niveles. Recién lo captó cuando se le acercó el hombre obligándolo a reconocer que tenía los zapatos sucios, él no hubiera querido que se agachara, yo me los limpio, pero estaban sucios y el hombre seguía a su lado, listo para empezar a molestarse y él dijo sí con la cabeza y con el dedo y para terminar y ahora el hombre ya estaba en cuclillas y ya todo lo de los pies y los marineros de los «destroyers» arriba, sobre los taburetes, delante del mostrador, pidiendo y bebiendo más cerveza. «Yo también quiero una cerveza», dijo, cuando lo atendieron. El mozo también estaba a otro nivel.

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