Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Baby nunca los mencionó, nunca le agradeció su inútil coraje, y en las mil ocasiones que el futuro les dio para hablar con toda sinceridad, nunca hizo la menor alusión a todo aquello. Es muy posible que el ambiente tuviera algo que ver con lo ocurrido, la hacienda con su inmensa casona colonial, sus finísimos alazanes, sus vastos campos de algodón que se extendían hasta aquella hermosa y soleada playa en la que Baby y Calín solían pasar horas enteras completamente solos. Pero había también algo de influencia cinematográfica en el asunto. Una tarde, por ejemplo, Calín y Baby cabalgaron hasta la playa y allí él la obligó a bajarse del caballo y a meterse al mar vestida. Salieron del agua con las ropas empapadas, pegadas al cuerpo, Baby temblando de frío y de miedo porque hacía ya una media hora que Calín se limitaba a darle órdenes y prácticamente no le hablaba. De pronto un beso y mientras la besaba la pierna por detrás, una zancadilla y Baby al suelo con él encima, le dolió, la hizo sufrir pero ella era una mujer orgullosa y nunca iba a hacerle ver que se estaba muriendo de miedo. Las olas que llegaban a la orilla los cubrieron muchas veces entre las pequeñas rocas incrustadas en la arena, y hubo un momento en que hasta el propio Calín sintió que estaba muy cerca del amor, ante una mujer casi tan valiosa como una puta, en todo caso.

Pero si el peor cine mejicano parecía haberse apoderado del alma de Calín, la moderna epopeya del western iba poco a poco enraizando en Taquito. Algo había en el ambiente aquella noche que los dos partieron a tomarse unos tragos en el tambo de la hacienda. La reunión familiar acababa de terminar en la terraza de la casona. Los padres de Baby se habían marchado a acostarse sin lograr romper para nada una tensión que los seguidos estornudos de su hija no hacían más que aumentar, cada estornudo hablaba de gritos de la larga ausencia de la pareja por la tarde y de la aguda preocupación de la señora cuando encontró la ropa de ambos empapada en el baño. Hasta Taquito andaba un poco silencioso esa noche en la terraza, y nunca se logró crear un verdadero diálogo. Baby los acompañó un rato más pero de pronto Calín dijo que la hora de los hombres había llegado y le hizo una seña para que se fuera a la cama. Ella obedeció cansada y silenciosa pero antes de marcharse se acercó donde él para darle un beso. Taquito recordó emocionado a Gary Cooper y se alejó rápidamente en dirección al tambo para que no lo fueran a besar a él también. «Te espero allá», le dijo a Calín, mientras se dirigía hacia la cancha de fútbol bordeada de rancherías. Al fondo, entre la oscuridad total, se podía ver la luz del tambo.

Ahí estaba el negro Coronado y otros negros con quienes ya en noches anteriores habían conversado largo. Dominaban un poco el ambiente, apoyados en el mostrador atendido por una japonesa a la cual era más que obvio que ya Calín le había echado el ojo. Pero eso seguro ocurría aún más tarde de la hora de los hombres, a la hora de los hombres solos y silenciosos, una parte de la noche que Taquito a duras penas si lograba adivinar tirado en su cama, pensando más que nada que estaba arriesgando su año a punto de perder tantas clases en la universidad. Los negros le llamaban Negro a Calín, y entre ellos había surgido una especie de solidaridad que se manifestaba más que nada en un callado desprecio por los cholos que bebían en las dos o tres mesitas dispersas que había en el tambo. Taquito saludó a todo el mundo y anunció la pronta llegada de su amigo. En efecto, al cabo de un momento apareció Calín.

Cosas se han oído decir», sonrió el negro Coronado, abrazándolo con un estilo bastante gangsteril, una especie de abrazo ritual que sellaba pactos y que ya Taquito había observado en las relaciones de su amigo con otros hombres de su mundo. Luego vinieron copas y copas de pisco, cigarrillos negros, discusiones sobre gallos de pelea, y de pronto sobre algo que Taquito nunca se hubiera imaginado en esas circunstancias: sobre la hija del patrón. -Cosas se han oído decir», repitió el negro Coronado.

Tanta copa de pisco había sido demasiado para Taquito, y al principio no lograba entender muy bien de qué se trataba todo el asunto. Pero un esfuerzo y nuevas copas de pisco lograron darle una lucidez muy especial, la suficiente como para irse enfureciendo de verdad por primera vez en mil años a medida que Calín avanzaba con su cruel historia. Todo terminaba por la tarde, en la playa. Ahí pidió chepa la hijita del patrón y supo para siempre lo que era un hombre, un verdadero hombre y no esos cojuditos con que tanto solía andar en sus fiestas. Había sido sólo cuestión de trabajarla bonito, usted sabe, compadre, no hay mujer imposible sino mal trabajada… No tuvieron tiempo de soltar la carcajada los compadres, fue cosa de un segundo y vino de donde menos se lo esperaban, vino de un Taquito inflado de westerns y de rabia. Pero la sorpresa de Calín duró menos aún, ni siquiera se limpió el pisco que acababan de arrojarle a la cara. También los negros ya habían abierto cancha.

La versión oficial fue que se había torcido un pie y que, al caer, todo el peso de su cuerpo había ido a dar sobre su brazo derecho. El mismo Taquito fue el primero en contarla, a la mañana siguiente, cuando los padres de Baby lo llevaron quejándose de dolor al hospital más cercano y luego a Lima, porque no confiaban en el enyesado del primer médico de pueblo. Pero Baby tenía sus sospechas y no se iba a quedar sin saber la verdad. Por lo pronto a Calín no le dirigió la palabra durante el desayuno y, a eso de las doce, apareció furiosa en el tambo, con sus pantalones de montar, su fuete y todo, y gritó a la japonesa hasta que ésta le confesó que el señor Calín le había sacado la mugre a su amigo. Y ahí la cosa empezó a parecerse a Chicago con sus gángsters. No más westerns para Taquito y no más cine mejicano del más malo para Calín y Baby. Los tres andaban ahora en época de treguas y conversaciones, sufrían y al mismo tiempo les encantaba, calculaban. Mientras tanto la facultad andaba movida con lo de las elecciones a delegados de año y Baby conversaba con todo el mundo sobre posibles resultados, hasta proponía tachar a un catedrático cada vez que veía a Calín aparecer por los rincones, estaba interesadísima, no cesaba de hablar y discutir. Con Taquito como siempre, cordialidad total, pero sobre lo del brazo enyesado ni una palabra, como si nada hubiera ocurrido. Así hasta que un día llegó el primer mensaje de Calín: no había probado un trago en una semana, juraba nunca más volver a ver a su puta y lo mismo en cuanto al billar ya que éste sólo le servía de antesala mientras abrían el burdel. Quería la paz y pedía por favor que fuera para el veintitrés porque el veintitrés era el día en que murió su madre. No. No habría la tal paz mientras Calín no le pidiera disculpas a Taquito delante de ella. Ésas fueron las condiciones impuestas por Baby. Taquito se puso feliz, nada deseaba más que volver al régimen anterior, no soportaba la actual tensión y la verdad es que de rencoroso él no tenía nada, él sólo deseaba la felicidad de Baby. Pero una tarde, poco antes del día veintitrés, Baby volteó a mirar si Calín estaba mirándola desde el fondo del patio de Letras y de pronto, al verlo, sintió un profundo desencanto. Allá estaba parado conversando con tres más de su collera, pero sin puta, sin burdel, sin billar en la Victoria desde hace varios días, qué aburrido. Y como que lo dejó de querer inmensamente.

Pero no por eso dejó de asistir a la cita del veintitrés. Se sentía obligada, después de todo Calín era muy sentimental y era el día en que murió su madre, esas cosas se respetan y seguro que se parecen tanto a la música que tocan en los prostíbulos. Y además el montaje era genial, la organización perfecta, Baby no podía dejar de aceptar que todo el asunto la intrigaba enormemente y que la hacía sentirse importantísima. Como testigo iba a asistir a la comida en que se sellaría la paz, en que Calín y Taquito se abrazarían delante de los amigos que cada uno había invitado, luego de haberse propuesto los brindis apropiados. Y todo en un chifa del barrio chino, en pleno Capón nocturno, realmente era una situación digna de una mujer como ella, a qué otra muchacha de Lima se le presentaría una ocasión semejante, iba a beber con hombres, entre hombres, de hombre a hombre. La cita era a las nueve de la noche y todos fueron puntualísimos. Taquito llegó en el carro de su papá, trayendo a un compañero de facultad. Al instante, Calín y sus compinches bajaron del carro de su padrino, y a Baby la trajo su chófer que se quedó esperando en la esquina. Minutos después ya estaban sentados en un compartimiento bastante amplio y empezaron a pedir grandes cantidades de cerveza, comida en abundancia, y unos cuantos aperitivos mientras se viene lo bueno. Calín sólo conversaba con los suyos, mientras que Baby, Taquito y el otro compañero formaban grupo aparte. Una guinda sirvió para el primer brindis y fue, como era de esperarse, por la madre de Calín, que en paz descanse. Ni hablar de la bajada de cabeza que pegaron todos, respetuosísimos. Pero luego vino el impasse y se jodió la cosa. Uno de los compinches del grupo ofensor sugirió brindar por la belleza y la bondad de Baby y Taquito, ¡claro!, ya iba a alzar su copa pero ahí no más se quedó al ver que ella permanecía fría e inmóvil, eso era chantaje, querían ganarles la mano con adulaciones. Con su silencio Baby dejó muy bien establecido que hasta que no llegara el gran abrazo reconciliador ellos permanecerían alejados. Y este abrazo no podía venir sino de la iniciativa de Calín, el gran ofensor. Y tú, Taquito, ni te muevas hasta que yo no te lo diga, pareció indicarle con la mirada.

Eso se trajo abajo todo el asunto durante una media hora más o menos. Reinaba el silencio mientras comían y cada grupo se servía cerveza de acuerdo a sus necesidades, no compartían ni la sal. Pero el tiempo iba pasando y a Baby la cara de rabia de Calín empezó a gustarle cada vez más, casi como en los viejos tiempos, algo tenía en sus ojos, algo terriblemente atractivo, ni más ni menos que si hubiera vuelto a las andadas, cada vez que él no la veía, ¡paf!, le echaba su miradita. Y eso la hizo pensar y pensar hasta que de pronto se encontró en un callejón sin salida. En efecto, por un lado no podía amistar con Calín si él no le prometía nunca más volver a los billares y a los prostíbulos de la Victoria, pero, ¿acaso el otro día no había sentido que un Calín bueno era poco digno de su amor? Ya sabía: ésa iba a ser su gran noche. No bien se produjera el gran abrazo para el cual se había asistido a esa comida, ella abandonaría la cena diciéndole a Calín que para ella simplemente todo había terminado, que había perdido la fe en él. En ésas andaba Baby cuando Calín propuso un brindis por la única mujer que había amado en su vida, por la única que lo había sabido amar y comprender. Fue igualito que en la ranchera, con el llanto en los ojos alcé mi copa y brindé por ella. Y en este caso ella también quiso quedarse cuando vio su tristeza, pero nada. Baby no alzaría una copa más mientras no se desagraviara a Taquito. Fue media hora más ya sin comida pero con ingentes cantidades de cerveza y por último una botella de pisco para el gran brindis. Baby se sintió triunfal. Calín cedía, sin trampas ni astucias ni falsos brindis lo había hecho llegar exactamente al punto en que quería verlo. Y ahora estaba parado y ella lo estaba queriendo menos, casi nada porque estaba de pie, la cabeza gacha, bastante avergonzado porque seguro por primera vez en su vida iba a pedirle perdón a alguien. Taquito se incorporó al escuchar que pronunciaba su nombre y que brindaban por él con palabras de desagravio. Fue en ese instante, Baby lo deduciría después, que Calín la miró un segundo y le entendió los ojos verdes, triunfales, sonrientes. Bajó su copa y dijo que no podía haber brindis sin previo abrazo. Baby lo quiso menos todavía mientras se acercaba a abrazar a Taquito pero ahí acabó tanto desamor, ahí resurgió nuevamente Calín en todo su esplendor y lo que estuvo a punto de ser el gran abrazo se convirtió en fracción de segundo en una especie de gruñido de tigre, raaajjj, un zarpazo terrible, desconcierto general, Taquito se cubría la cara ensangrentada, los compinches de Calín maniataban a su compañero, mientras Baby sentía nuevamente que era inevitable obedecer y se dejaba arrastrar hasta la calle por un hombre que se la podía llevar a cualquier parte aquella noche.

29
{"b":"88561","o":1}