– Antonio, ¿dónde has estado? Me quedé dormida esperándote.
– ¡Conoce a mi hermano! -¿Bebiendo otra vez, Antonio? -Pero mujer…
– Antonio: ya es casi la hora de levantarte para ir al taller. Tu jefe se va a enfadar contigo si no llegas a tiempo.
Dijo que se cagaba en la puta madre, y su esposa lo siguió mirando con el camisón caído y los senos aún más caídos. A mí me ignoraba por completo. Debió de haber sido porque estábamos en el África que no le hicimos más caso, lo cierto es que la mujer como que perdió la esperanza de hacernos entender cualquier cosa y se metió a un cuarto donde algunos niños comenzaban a hacer bulla. El sol caía con violencia sobre la ventana y las cortinas de piel de cebra eran de una tela bastante barata. Yo ya estaba listo para marcharme. Sí, eso: marcharme, pegarme un duchazo en mi pensión, desayuno en cualquier bar y luego el tren a Barcelona. Quise hablar pero me di cuenta de que no debía interrumpir para nada la sonrisa de Antonio. Todavía antes de irme lo vi acercarse sonriente a la ventana, «conoce a mi hermano-, repitió, y segundos después, apoyado en la ventana, mirando hacia las torres de la catedral con un aire la mar de satisfecho, dijo que se cagaba en la mar serena.
París, 1971
Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.
J. L. Borges
Bueno, claro, eso… Pero la vida también, hombre, y para qué negarlo, la vida le andaba dando toda clase de satisfacciones últimamente, para qué negarlo, su primer puesto en el extranjero, toda clase de satisfacciones, el comienzo de una brillante carrera diplomática. Y en Buenos Aires nada menos, pudo haber sido cualquier otra ciudad inferiorísima a Lima, pero no: nada menos que Buenos Aires y mira la suerte que hemos tenido de encontrar este departamento, precioso, ¿no? Media hora más y estaría camino de la Embajada, allá su despacho, su refinada atención a los problemas diarios, una cierta elegancia en la manera de atender al público, aquel encanto que se desprende de la belleza muy a la moda de las corbatas de sus compañeros de trabajo. «Un buen grupo, de lo mejorcito que ha salido de la Academia Diplomática», le había dicho él a Ana, al cabo de su primera semana de trabajo. Y no se equivocaba, «se equivocaba la paloma», sonrió, pensando en el poema que cantaba Bola de Nieve la otra noche, ves: por ejemplo eso, el haberlos llevado a una boite, el haberlos querido iniciar en la vida nocturna de Buenos Aires, qué más prueba de la alegre disposición de sus compañeros de trabajo, del optimismo y la excelente disposición que se adivinaba en sus corbatas, cualquier pretexto era bueno para salir a divertirse, se había casado seis meses antes de que lo destacaran a Buenos Aires y sin embargo ése fue el pretexto que dieron sus compañeros para invitarlos: su reciente, su flamante matrimonio, casi siete meses hacía de la boda, pero ellos insistieron en llamarlo flamante. Bueno, todo es relativo… ¿relativos también entonces su bienestar, su alegría actual? Colgó la toalla en la percha al darse cuenta de que se había estado secando más de lo necesario, y dudó calato frente al espejo que lo retrataba de cuerpo entero: barriga en su sitio, ninguna tendencia a la acumulación de grasa. Lo otro: siempre había sido más bien bajo, una empinadita pero la disimuló con una media vuelta realmente necesaria ya que tenía que coger la caja de talco, volvió a lo del espejo para talquearse la entrepierna, un sector de su cuerpo que siempre lo había dejado ampliamente satisfecho, ¿no…? Silbó para no sentir pena, también en talquearse se estaba demorando más de lo necesario. Bloqueó una idea agradeciéndole a su entrepierna por lo bien que le iba en su matrimonio, la contempló agradecido por la parte que le correspondía en todo eso, sí, su flamante matrimonio con Ana, Baby Schiaffino fue testigo… Abriendo la puerta del baño porque el duchazo caliente había dejado mucho vaho, bloqueó otra idea pero segundos más tarde estaba silbando mientras cogía el peine, para que Ana, allá afuera, lo escuchara silbar en el preciso instante en que volvía a pensar tranquilo: bueno, claro, eso…
Pero nada, hombre: él tenía esa «gran capacidad». Ahora, por ejemplo, acababa de desayunar con Ana, y más de lo que conversaron durante ese desayuno nadie conversa durante el desayuno, ni hablar. Ana le había contado uno por uno sus proyectos para el día y él le había estado hablando de la Embajada, de lo que le esperaba en un día como hoy. Definitivamente, él tenía esa «gran capacidad», y contando con ella partiría esa mañana a su despacho de segundo secretario para realizar su trabajo de inolvidable eficiencia, todo tal como correspondía a la brillante carrera diplomática que estaba iniciando. Sabe Dios por qué su chaleco gris claro le dio un optimismo que no hizo más que aumentar en el instante en que se puso de pie para besar a Ana y partir. Hasta la puerta llegó con la profunda e higiénica satisfacción que le dio el contemplar la impecabilidad de unas uñas que coronaban un par de manos francamente finas y largas para su contextura y estatura. Pero entonces, junto a la puerta, se dio con la mesita en que Ana había depositado la carta para no olvidarla cuando saliera.
Sra. Baby Schiaffino de Boza
Blas Cerdeña 799
San Isidro
Lima, Perú.
Bueno, claro eso… Pero él tenía esa «gran capacidad» y gracias a ella pudo cerrar rápidamente la puerta y partir a la Embajada. Una vez allá, la brillante carrera que estaba empezando captó durante largo rato toda su atención y anduvo de cosa en cosa, de asunto en asunto con una diligencia envidiable. Era despierto, era inteligente, era eficiente, leía en tres idiomas y tenía su cultureta, había sido un buen alumno de la Academia Diplomática, era cortés, hasta fino, y lo cierto es que aunque era más bien bajo, la ropa le quedaba pintada porque tenía un buen sastre y vestía con una elegante discreción. De estas muchas virtudes, algunas las trajo al mundo y otras las aprendió en la vida. Y ahora precisamente estaba sirviéndose de ellas con profunda conciencia de su utilización, tal vez era de eso de lo que consistía su «gran capacidad». O era tal vez de otra cosa, de algo que le volvió a fallar aquella mañana en el instante en que salía del despacho del cónsul: se quedó parado mirando con cara de despiste total a un peruano que andaba esperando por algo de su pasaporte. «¿Por qué mierda le escribí eso a Baby?», murmuró retorciendo desesperado la boca, pero otra llamada del cónsul a su despacho lo salvó recuperándolo para su brillante carrera.
Almorzó con el cónsul y con el encargado de negocios en un restaurante de por ahí cerca y por la tarde empezó a trabajar como cualquier otro día. Pero algo en ese apagón otoñal que pegó el sol, hacia las cuatro, lo entristeció profundamente. Siguió trabajando, claro, pero muy consciente de que para ello se estaba valiendo de la eficiencia que cierta práctica le daba. Interiormente sentía en cambio que continuaba entristeciendo como la tarde, sabía que en poco rato iba a terminar con su trabajo y qué otra alternativa entonces más que la de regresar a casa y comprobar que Ana ya se había llevado la carta. Se estremeció ante la imagen de Baby leyéndola en la cama, llegando a esas ridículas líneas finales, sonriendo al leerlas, fuiste y serás mi más grande (amo) amiga, por supuesto que seguro había tachado mal lo de amor en vez de amiga, tremendo lapsus ¿no?, imbécil, te juro que nuestra amistad perdurará en lo más profundo…, se crispaba, se encogía todito al recordar, ¡a santo de qué por Dios santo!, Baby le había escrito tres líneas de pésame tres meses después de la muerte de su padre, Baby se cagaba probablemente en el pasado, Baby no era sensible, ni siquiera inteligente, eso no fue más que un mito creado por sus amigos porque era bellísima y en vez de querer casarse muy pronto prefería ir a la universidad y conversaba libremente con los hombres, pura pose, le había escrito tan sólo porque estaba en cama con siete meses de embarazo y se aburría, y él salir con toda esa rimbombancia, fuiste y serás (amo) amiga te juro amistad perdurará…, «Ridículo», se dijo «por algo te llamaban Taquito, Taquito Carrillo. Taquito Taquito Taquito-, se repitió en voz alta, añorando aquellos momentos en que su «gran capacidad»… Selló un documento que definitivamente no debía sellar.
Su «gran capacidad»… Estaba pensando en aquellas palabras y sentía como que iba a pensar en tantas otras cosas, ahora. Ana estaba en casa de Raquelita por lo del bendito té aquel y antes de las ocho no regresaría. Sin querer, encendiendo primero la lámpara al pie del sillón en el que se instaló al llegar, y luego la luz indirecta del bar para servirse un whisky, logró una atmósfera muy propicia para el amor o para el recuerdo, bastante atangada en todo caso, había un resultado cinematográfico en el salón de su departamento. Era realmente un precioso departamento y Ana lo había terminado de decorar con verdadera prolijidad utilizando algunos regalos de matrimonio y otras cosas compradas en Buenos Aires. Pero mientras se servía el whisky, pudo comprobar que la mayor parte de los objetos permanecían en una especie de respetuosa penumbra, lograda sin ninguna determinación precisa. Hizo tintinear los hielos como si estuviera llamando a los ocultos objetos y, al fondo, sobre una pequeña mesa redonda, apareció la cigarrera de plata que Baby Schiaffino le había regalado por su matrimonio. Por lo menos dos veces habría podido impedir que esa carta se enviara. ¿Por qué no lo hizo anoche, por ejemplo, cuando al cerrarla se dio cuenta súbitamente de lo ridícula, de lo extemporánea que era? ¿Por qué no la cogió esta mañana, al partir a la oficina, diciéndole simplemente a Ana que él iba a pasar delante del mismo buzón? «¿Por qué la he mandado?», se preguntó en voz alta, como pidiéndose una explicación. Su respuesta fue un sorbo de whisky cuyo sabor permaneció largo rato en su boca. Le encantaba su departamento, le encantaba contemplarlo desde ahí, apoyado en su bar, bebiendo una copa. No era la primera vez que lo hacía mientras esperaba que Ana regresara de la calle, y no era tampoco la primera vez que se imaginaba que en vez de Ana, era Baby Schiaffino la que llegaba de la calle…
Pero él tenía esa «gran capacidad», y probablemente la había tenido desde que las cosas empezaron a marchar mal en cuarto de media, fue en cuarto de media que tantas cosas cambiaron, en cuarto de media que Rony Schiaffino trajo la fotografía de su hermana al internado causándole una angustia tan distinta a todo lo que había sentido con Carmen… Carmen… Sí… Tantas cosas le ocurrieron aquel año, fue como la inauguración de toda una nueva zona de sus sentimientos, como la falta de todo lo antiguo, tanto más simple, tanto más puro, como si una serie de derrotas a todo nivel y la inauguración del sufrimiento lo hubiesen obligado a un cambio externo, a ese defensivo cambio de carácter que se expresaría en adelante por una actitud sonriente y un hablar más de la cuenta que con el tiempo desembocarían en lo que ya para siempre sería su «gran capacidad». A Carmen la había querido con el amor más puro e increíble que conoció en el mundo, la había querido cogiéndole tan sólo la mano y la había querido sobre todo con una estatura normal. Pero uno tiene catorce, quince, dieciséis años y llega ese tiempo en que entre los compañeros unos crecen más, otros menos, y de repente uno de ellos nada, nada hasta el punto en que un día sales pensativo y triste porque hace dos meses ya que Carmen te puso los cuernos y Carlos Saldívar inaugura también lo de Taquito Carrillo, Taquito. Casi puede ponerle fecha a cosas que sin embargo sucedieron a lo largo de varios meses. La forma en que había querido a Carmen, por ejemplo, duró mucho tiempo pero sólo un día fue suficiente, pues tuvo que haber un día, un momento, una especie de cataplum en que algo se vino abajo al comprender de golpe que Carmen también había crecido, crecido física y mentalmente, y que teniendo su edad era mayor que él y buscaba otro hombre mayor. Tuvo que haber ese momento en que todo se acabó con Carmen mientras él miraba la fachada del colegio comprendiendo que estaba profundamente solo, sin amigos porque ella le robaba todas las salidas, acaparaba todo su tiempo libre de estudiante interno, gracias a Dios que allí estaba Lucho, esa especie de silencioso entendedor que le sonrió, le conversó, lo invitó, lo presentó a otros amigos, hasta le escribió aquel verano desde su hacienda. Llámalo tu primer gran amigo y recuerda ahora sus cualidades, su nobleza sobre todo… una amistad que perdurará en lo más profundo…