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– No me han avisado nada -dijo ella, mirando hacia la mesa.

– No tiene importancia -dijo el pintor, mientras se sentaba-. Cometemos los tres juntos.

– Domingo…

– Donde hay para dos hay para tres -dijo sonriente, pero algo lo hizo cambiar de expresión y ponerse muy serio. Manolo se había sentado en un sillón, frente al sofá en que estaban su madre y el pintor. En la pared, encima de ellos, había un inmenso cuadro, y Manolo reconoció la firma: «La D del dormitorio», pensó. Miró alrededor suyo, pero no había más cuadros como ése. No podía hablar.

– Es una lástima -dijo el pintor ofreciéndole un cigarrillo a la madre de Manolo.

– Gracias, Domingo. Yo quería que conociera a tus amigos.

– Tiene que venir otro día.

– Por lo menos hoy podrá ver tus cuadros.

– ¡Excelente idea! -exclamó-. Podemos comer, y luego puede ver mis cuadros. Están en ese cuarto.

– ¡Claro! ¡Claro!

– ¿Quieres ver mis cuadros, Manolo? -Sí. Me gustaría…

– ¡Perfecto! Comemos, y luego ves mis cuadros. -¡Claro! -dijo ella sonriente-. Fuma, Manolo. Toma un cigarrillo.

– Ya lo creo -dijo el pintor, inclinándose para encenderle el cigarrillo-. Comeremos dentro de un rato. No hay problema. Donde hay para dos…

– ¡Claro! ¡Claro! -lo interrumpió ella.

El hombre, el cinema y el tranvía

El jirón Carabaya atraviesa el centro de Lima, desde Desamparados hasta el Paseo de la República. Tráfico intenso en las horas de afluencia, tranvías, las aceras pobladas de gente, edificios de tres, cuatro y cinco pisos, oficinas, tiendas, bares, etc. No voy a describirlo minuciosamente, porque los lectores suelen saltarse las descripciones muy extensas e inútiles.

Un hombre salió de un edificio en el jirón Pachitea, y caminó hasta llegar a la esquina. Dobló hacia la derecha, con sección al Paseo de la República. Eran las seis de la tarde, y podía ser un empleado que salía de su trabajo. En el cine República, la función de matiné acababa de terminar, y la gente que abandonaba la sala, se dirigía lentamente hacia cualquier parte. Un hombre de unos treinta años, y un muchacho de unos diecisiete o dieciocho, parados en la puerta del cine, comentaban la película que acababan de ver. El hombre que podía ser un empleado se había detenido al llegar a la puerta del cine, y miraba los afiches, como si de ellos dependiera su decisión de ver o no esa película. Se escuchaba ya el ruido de un tranvía que avanzaba con dirección al Paseo de la República. Estaría a unas dos cuadras de distancia. Los afiches colocados al lado izquierdo del hall de entrada no parecieron impresionar mucho al hombre que podía ser un empleado. Cruzó hacia los del lado izquierdo. El tranvía se acercaba, y los afiches vibraban ligeramente. No lograron convencerlo, o tal vez pensaba venir otro día, con un amigo, con su esposa, o con sus hijos. El ruido del tranvía era cada vez mayor, y los dos amigos que comentaban la película tuvieron que alzar el tono de voz. El hombre que podía ser un empleado continuó su camino, mientras el tranvía, como un temblor, pasaba delante del cine sacudiendo puertas. Una hermosa mujer que venía en sentido contrario atrajo su atención. La miró al pasar. Volteó para mirarle el culo, pero alguien se le interpuso. Se empinó. Alargó el pescuezo. Dio un paso atrás, y perdió el equilibrio al pisar sobre el sardinel.

Voló tres metros, y allí lo cogió nuevamente el tranvía. Lo arrastraba. Se le veía aparecer y desaparecer. Aparecía y desaparecía entre las ruedas de hierro, y los frenos chirriaban. Un alarido de espanto. El hombre continuaba apareciendo y desapareciendo. Cada vez era menos un hombre. Un pedazo de saco. Ahora una pierna. El zapato. Uno de los rieles se cubría de sangre. El tranvía logró detenerse, y el conductor saltó a la vereda. Los pasajeros descendían apresuradamente, y la gente que empezaba a aglomerarse retrocedía según iba creciendo el charco de sangre. Ventanas y balcones se abrían en los edificios.

– No pude hacer nada por evitarlo -dijo el conductor, de pie frente al descuartizado.

– ¡Dios mío! -exclamó una vieja gorda, que llevaba una bolsa llena de verduras-. En los años que llevo viajando en esta línea…

– Hay que llamar a un policía -interrumpió alguien.

La gente continuaba aglomerándose frente al descuartizado, igual a la gente que se aglomera frente a un muerto o a un herido.

– Circulen. Circulen -ordenó un policía que llegaba en ese momento.

– No pude hacer nada por evitarlo, jefe.

– ¡Circulen! Que alguien traiga un periódico para cubrirlo.

– Hay que llamar a una ambulancia.

Lo habían cubierto con papel de periódico. Habían ido a llamar a una ambulancia. La gente continuaba llegando. Se habían dividido en dos grupos: los que lo habían visto descuartizado, y los que lo encontraron bajo el periódico; el diálogo se había entablado. El hombre que podía tener treinta años, y el muchacho que podía tener dieciocho caminaban hacia la Plaza de San Martín.

– Vestía de azul marino -dijo el muchacho.

– Está muerto.

– Es extraño.

– ¿Qué es extraño? -preguntó el hombre de unos treinta años.

– Vas al cine, y te diviertes viendo morir a la gente. Se matan por montones, y uno se divierte.

– El arte y la vida.

– Humm… El arte, la vida… Pero el periódico…

– Ya lo sabes -interrumpió el hombre-. Si tienes un accidente y ves que empiezan a cubrirte de periódicos… La cosa va mal…

– Tú también vas a morirte…

– Por ejemplo, si te operan y empiezas a soñar con San Pedro… Eso no es soñar, mi querido amigo.

– ¿Siempre eres así? -preguntó el muchacho.

– ¿Conoces los chistes crueles?

– Sí, ¿pero eso qué tiene que ver?

– ¿Acaso no vas a la universidad?

– No te entiendo.

– ¿Sabes lo que es la catarsis?

– Sí. Aristóteles…

– Uno no ve tragedias griegas todos los días, mi querido amigo.

– Eres increíble -dijo el muchacho.

– Hace años que camino por el centro de Lima -dijo, hombre-. Como ahora. Hace años que tenía tu edad, y hace años que me enteré de que los periódicos usados sirven para limpiarse el culo, y para eso… Hace ya algún tiempo que vengo diariamente a tomar unas cervezas aquí -dijo, mientras abría la puerta de un bar-. ¿Una cerveza?

– Bueno -asintió el muchacho-. Pero no todos los días.

– Diario. Y a la misma hora.

Se sentaron. El muchacho observaba con curiosidad cómo todos los hombres en ese bar se parecían a su amigo. Tenían algo en común, aunque fuera tan sólo la cerveza que bebían. El bar no estaba muy lejos de la Plaza San Martín, y le parecía mentira haber pasado tantas veces por allí, sin fijarse en lo que ocurría adentro. Miraba a la gente, y pensaba que algunos venían para beber en silencio, y otros para conversar. El mozo los llamaba a todos por su nombre.

– Se está muy bien en un bar donde el mozo te llama por tu nombre y te trae tu cerveza sin que tengas que pedirla -dijo el hombre.

– ¿Es verdad que vienes todos los días? -preguntó el muchacho.

– ¿Y por qué no? Te sientas. Te atienden bien. Bebes y miras pasar a la gente. ¿Ves esa mesa vacía allá, al fondo? Pues bien, dentro de unos minutos llegará un viejo, se sentará, y le traerán su aperitivo.

– ¿Y si hoy prefiere una cerveza?

– Sería muy extraño -respondió el hombre, mientras el mozo se acercaba a la mesa.

– ¿Dos cervezas, señor Alfonso?

– No sé si quiero una cerveza -intervino el muchacho, mirando a un viejo que entraba, y se dirigía a la mesa vacía del fondo.

– Tengo que prepararle su aperitivo al viejito -dijo, el mozo.

– Decídete, Manolo -dijo el hombre, y agregó mirando al mozo-: Se llama Manolo…

– Un trago corto y fuerte -ordenó el muchacho-. Un pisco puro.

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