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– Ya no tengo frío -dijo América.

– Yo tampoco -dijo Manolo, pero continuaba temblando, y le era difícil respirar.

– Estas muy blanco, Manolo.

– Es uno de mis primeros baños en este verano.

– Yo tampoco me he bañado muchas veces. Siempre soy morena. ¿Te gustan las mujeres morenas?

– Sí -respondió Manolo, volteando la cara para no mirarla-. ¿Vamos a bucear?

Buceaban. Le ardían los ojos, pero insistía en mantenerlos abiertos bajo el agua, porque así podía mirarla muy bien y sin que ella se diera cuenta. Salían a la superficie, tomaban aire, y volvían a sumergirse. Ella se cogió de sus pies para que la jalara y la hiciera avanzar pero Manolo giró en ese momento y se encontró con la cara de América frente a la suya. La tomó por la cintura. Ella se cogió de sus brazos, y Manolo sentía el roce de sus piernas mientras volvían a la superficie en busca de aire. «Voy a descansar», dijo América, y se alejó nadando hasta llegar a la escalerilla. Manolo la siguió. Desde el agua, la veía subir y observaba que hermosas eran sus piernas por atrás y como la malla mojada se le pegaba al cuerpo, y era como si estuviera desnuda allí, encima suyo. No salió. Desde el borde de la piscina, ella lo veía pensativo, cogido de la escalerilla… No me explico cómo ese tipo que me esperaba todos los días en la Plaza San Martín, y felizmente que ya acabó el colegio, ni tampoco me importan los exámenes en que me han jalado, ni me dio vergüenza cuando me preguntó que tal me fue en los exámenes. Allá abajo tan flaco no me explico pero parece inteligente y sabe decir las cosas, pero tendré que darle ánimos y todo lo que dice cuando habla del accidente me gusta, ese carro fue muy bonito rojo no me importa por que allá abajo tan flaco tan pálido me hace sentir segura. Pero mis amigas qué van a pensar tengo buen cuerpo y con mi cara esperan algo mejor porque los hombres me dicen tantos piropos, tantas cochinadas, más piropos que a otras y cuando fui a Lima con Mariana tan rubia tan bonita me dijeron más piropos te gané Mariana, pero el enamorado de Mariana es muy buen mozo pero Manolo se viste mejor, si paso un mal rato en una fiesta el carro mis amigas se acostumbrarán a que mi enamorado no es tan buen mozo. Me gusta mucho, me gusta más que otros enamorados no le he dicho he tenido, y algo pasa en mi cuerpo algo como ahora está allá abajo y siento raro en mi cuerpo, fue gracioso cuando me tocó la cintura mejor todavía que cuando Raúl me apretaba tanto.

– ¿Quieres sentarte en esa banca? -preguntó Manolo, que subía la escalerilla.

– Sí -respondió América-. Ya no quiero bañarme más.

– Ven. Vamos antes que alguien la coja.

– Me molesta tanta gente. A partir de mañana tenemos que ir a tu casa.

– Sí. Allá todo será mejor.

– ¿Qué tal es la piscina?

– Es muy grande, y el agua esta más limpia que ésta.

– ¿Nadie se baña nunca?

– Me imagino que el jardinero se debe pegar su baño, de vez en cuando.

– ¿Y para que la tienen llena?

– A veces, se me ocurría venir con mis amigos -dijo Manolo.

– Que tales jaranas las que debes haber armado ahí -dijo América, tratando de insinuar muchas cosas.

– No creas -respondió Manolo, con tono indiferente. Estaba jugando su rol.

– ¡A mí con cuentos! -exclamó América, sonriente.

– América -dijo Manolo, con voz suplicante-. América…

– ¿Qué cosa? Dime, ¿qué cosa?

– Nada. Nada… Estaba pensando… «Te quiero mucho. A pesar de…»

– ¿Qué cosa?, Manolo.

– Nada. Nada. Creo que ya esta bien de piscina por hoy. Regresemos a tu casa.

– Vamos a cambiarnos.

Estaba listo. Cuando América salió del vestuario con sus pantalones pescador a rayas blancas y rojas, Manolo recordó que ella le había contado que aún no había ido a Lima a hacer sus compras por ese verano. Los pantalones le estaban muy apretados, y ahora, al caminar por las calles de Chaclacayo, todo el mundo voltearía a mirarle el rabo: «¿Y por qué no?», se preguntaba Manolo. «Lista», dijo América y caminaron juntos hasta su casa.

Nadie los molestaba. Sus padres estaban en la tienda (Manolo había aprendido a llamarla así), y la abuela, allá arriba, demasiado vieja para bajar las escaleras. Entraron a la sala. El sacó unos discos. Ella puso los boleros. La miró. Ella le dijo para bailar. El se disculpó diciendo que debido al accidente… Ella insistió. Cedió. Bailaban. Ella empezó a respirar fuertemente. El empezó a mirarle los vellos rubios sobre sus antebrazos morenos, y a recordar… Ella cerró los ojos. El le pegó la cara. Ella le apretó la mano. Terminó ese disco. Ella le dijo que su bolero favorito era Sabrás que te quiero. Le dijo que se lo iba a regalar, y se sentó. Ella lo notó triste, y se sentó a su lado. Tuvo un gesto de desesperación. Ella le preguntó si hacía mucho calor, y abrió la ventana. Le cogió la mano. Ella le puso la boca para que la besara. La iba a besar. Ella lo besó muy bien.

«Es inmensa. El agua esta cristalina», dijo América, parada frente a la piscina, en casa de Manolo. «No está mal», agregó Manolo, cogiéndola de la mano, y diciéndole que la quería mucho, y que le iba a explicar muchas cosas. Estaba dispuesto a contarle todo lo que Marta le había dicho sobre ella. Estaba dispuesto a decirle que entre ellos todo iba a ser perfecto, y que él creía aún en tantas cosas que según la gente pasan con la edad. Estaba decidido a explicarle que con ella todo iba a ser como antes, aunque le parecía difícil encontrar las palabras para explicar cómo era ese «antes». «Vamos a ponernos la ropa de baño», dijo América. Manolo le señaló la puerta por donde tenía que entrar para cambiarse. El se cambió en el dormitorio de Miguel. «El tiempo pasa, niño», le dijo Miguel. «Está como cuete.»

Habían extendido sus toallas sobre el césped que rodeaba la piscina, América se había echado sobre la toalla de Manolo, y Manolo sobre la de América. Permanecían en silencio, cogidos de la mano, mientras el sol les quemaba la cara, y Manolo se imaginaba que los ojos negros e inmensos de América lagrimeaban también como los suyos. Volteó a mirarla: gotas de sudor resbalaban por su cuello, y sintió ganas de beberlas. Morena, América resistía el sol sobre la cara, sobre los ojos, y continuaba mirando hacia arriba como si nada la molestara. Había recogido ligeramente las piernas, y Manolo las miraba pensando que eran más voluminosas que las suyas. Le hubiera gustado besarle los pies. Le acariciaba el antebrazo, y sentía sus vellos en las yemas de los dedos. La malla blanca subía y bajaba sobre sus senos y sobre su vientre, obedeciendo el ritmo de su respiración. Hubiera querido poner su mano; encima, que subiera y bajara, pero era mejor no aventurarse. En ese momento, América se puso de lado apoyándose en uno de sus brazos. Estaba a centímetros de su cuerpo, y le apretaba fuertemente la mano. Con la punta del pie, le hacía cosquillas en la pierna, y Manolo sentía su respiración caliente sobre la cara, y veía como sus senos aprisionados entre los hombros, rebalsaban morenos por el borde de la malla blanca como si trataran de escaparse. Le hablaría después. Era mejor bañarse; lanzarse al agua. Pero se estaba tan bien allí… Se incorporo rápidamente, y corrió hasta caer en el agua. América se había sentado para mirarlo. «¡Ven!», gritó Manolo. «Esta riquísima.»

Tampoco ella tenía la culpa. Habían escuchado a Miguel cuando dijo que iba a salir un rato. Habían nadado, y eso había empezado por ser un baño de piscina. No podrían decir en que momento habían comenzado, ni se habían dado cuenta de que era ya muy tarde cuando el agua empezó a molestarlos. Porque iban a continuar, y todo lo que no fuera eso había desaparecido, y los había dejado tirados ahí, al borde de la piscina, sobre el césped. Y Manolo la besaba y jugaba con sus cabellos, igual a esos tigrillos en los circos y en los zoológicos, que juegan, gruñen, y sacan las unas como si estuvieran peleando. Y América se reía, y se dejaba hacer, y colocaba una de sus rodillas entre sus piernas, y el sentía el roce de sus muslos y paseaba sus manos inquietas por todo su cuerpo, hasta que ya había tocado todo, y sintió que esa malla blanca que tanto le gustaba lo estaba estorbando. Era como si estuvieran de acuerdo: no hablaban, y él no le había dicho que se iba a bajar, pero ella lo había ayudado. Y entonces él había apoyado su cara entre esos senos como abandonándose a ellos, pero América lo buscaba con la rodilla, y él se había encogido y había besado ese vientre tan inquieto, donde la piel era tan y siempre morena. Luego, se había dejado caer sobre ese cuerpo caliente, y se había cogido de él como un náufrago a la boya, y no se había podido incorporar porque América y sus muslos lo habían aprisionado. Y luego el debió enceguecer porque ya no veía el césped bajo sus ojos, ni tampoco le veía la cara, ni veía las plantas alrededor, pero sentía que todo se estaba moviendo con violencia y dulzura, y ya no la escuchaba quejarse y entonces era como una suprema armonía, y el ritmo de la tierra y del mundo bajo sus cuerpos, alrededor de sus cuerpos, continuó un rato más allá del fin.

Lloraba sentada mirándose el sexo, y cubriéndose los senos pudorosamente con los brazos. Pensaba en las monjas de su colegio, en sus padres, en la bodega y en sus hermanos. Pensaba en sus amigas, y se miraba el sexo, y sentía que aquel ardor volvía. Hubiera querido amar mucho a Manolo, que parecía un muerto, a su lado, y que sólo deseaba que las lágrimas de América fueran gotas de agua de la piscina. Trataba de no pensar porque estaba muy cansado… Cuántos días. Soportar sin ver a Marta. Contarle. Todo. Hasta la sangre. Contar que estoy tan triste. Tan triste. ¿Qué después? ¿Qué ahora? Marta va a hablar cosas bien dichas. Si fuera hombre le pego. Mejor se riera de mí para terminar todo. Ahí. Aquí. Anda, lávate. ¡Cállate, mierda! No gimas. Te he querido tanto y ahora estoy tan triste y tú podrás decir que fue haciendo gimnasia y ya no volveré porque te hubiera querido. Antes antes antes. Mandar una carta. Explicarte todo. Desaparecer. Matarme en una carrera con mi auto nuevo. Simplemente desaparecer. Marta te cuenta todo. Cobarde. Decirte la verdad. Sobre todo irme. Si supieras lo triste perdonarías pero nunca sabrás y esto también pasará. Sí. No. Ándate. Ándate un rato. Vete. Cuando me ponga la corbata todo será distinto. Te llevaré a tu casa. No te veré más. Tal vez te des cuenta en la puerta de tu casa, y mañana irás a comprar ropa de verano y no veré tu ropa nueva más apretada. Culpa. Cansancio. Se está vistiendo en ese cuarto de la casa. Soy amigo del jardinero ni mis padres están en Europa. Tal vez te escribiré, América. Con mi corbata. Mi padre no está en Europa. Mentiras. Culpa. Mi padre. Su corbata allá en el cuarto de Miguel. Te llevaré a tu casa, América. Tu casa de tus boleros donde también he matado he muerto. Mi corbata tan lejos. Morirme. Ser. To be . Dormir años. Marta. La corbata allá allá allá allá.

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