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Las aldeas de indígenas se alineaban una tras otra junto a las playas. Piri observaba con interés las canoas de madera que descansaban sobre la arena con grandes hojas de palmera cubriéndolas para protegerlas del sol. Especulaba sobre sus posibilidades de robar una de aquellas embarcaciones y alejarse de la costa antes de que los guardias pudieran darle alcance. No parecían muchas, pero valía la pena intentarlo.

Se acercó a Utz Colel.

– Escucha -le dijo-. Voy a sacarte de aquí esta misma noche.

La mujer lo miró sin comprender a qué se refería.

– Esta noche, cuando todo el mundo se relaje, podremos escabullirnos hasta la playa y coger una de esas canoas. Cuando se quieran dar cuenta ya estaremos muy lejos.

– No podemos huir, dzul -le dijo ella.

– ¿No podemos?

– Somos prisioneros.

– Precisamente -dijo él con impaciencia-, por eso debemos huir.

Ella sacudió la cabeza.

– Eso no es posible.

– ¿Por qué no?

– Los dioses ya han hablado. Debemos ir con los mexica hasta Tenochtitlán.

– ¿Te dijeron eso los dioses? -dijo él, furioso-. ¿Oíste tú cómo hablaban?

– No, pero el resultado de la batalla deja las cosas muy claras, ¿no crees?

Piri estudió el hermoso rostro de la hija de Na Itzá. En sus ojos asomaba una fría determinación y él se sintió incapaz de comprenderla.

– Ellos vencieron usando hechicerías. Eso no demuestra nada.

– Para mí sí. Los dioses os enviaron a vosotros y eso no supuso ninguna diferencia. Fuimos derrotados; nuestra ciudad, destruida y pude ver la cabeza cortada del Uija-tao rodar por el suelo. Koos Ich es ahora su prisionero… No hay duda sobre lo que los dioses quieren.

– Koos Ich está muerto.

– Eso no es cierto, dzul , y yo debo cumplir con mi destino.

Utz Colel se apartó de él mientras el turco apretaba los puños con rabia. ¿Qué clase de gente era esta que aceptaba así la destrucción y la muerte?

Tras dos semanas de caminar pegados a la costa, se estableció un último campamento junto al mar. Los guardias mexica les llevaron tortillas de maíz, pozol y pescado asado al fuego. Mientras cenaban, Sac Nicte les dijo a Lisán y a Piri que, a partir de ese punto, ascenderían hacia las montañas del interior.

– ¿Has recorrido antes este terreno? -le preguntó el andalusí.

– Ma' , pero los viajeros y comerciantes me han hablado de él. Montañas cada vez más altas y tierras áridas hasta llegar a Tenochtitlán.

Luego se prepararon para dormir. Lisán había llegado a temer ese momento. Cada noche, los sueños en los que presenciaba cómo Sac Nicte desaparecía se volvían más estremecedoramente reales. Solía despertar empapado de sudor y buscaba con una mano temblorosa el contacto con la mujer que dormía a su lado.

Pero esa noche fue Piri quien lo despertó.

– Yo me voy -susurró-. ¿Vienes conmigo?

– ¿Utz Colel te acompaña?

– No. ¿Tú vienes o no?

– Lo siento, no puedo abandonar a Sac Nicte.

Piri asintió con un gesto circunspecto, como si admitiera saber que su amigo padecía una enfermedad vergonzosa.

– Ya pareces uno de ellos -dijo-. Pero te deseo buena suerte.

Luego se sentó junto a Jabbar y esperó a que avanzara la noche. Miró hacia lo alto; el cometa trazaba un arco luminoso sobre el cielo. Daba tanta luz como la luna llena, y eso no convenía a sus planes. Aquella maldita estrella con cola era lo que más miedo le daba. Ellos habían naufragado bajo su luz y sabía que su regreso no podía traer nada bueno. Al verla aparecer cada noche le entraban ganas de desistir. Pero el tiempo se acababa. A partir del día siguiente dejarían atrás la costa y la posibilidad de llevar a cabo su plan de huida disminuiría.

Cuando calculó que era el momento oportuno, despertó a Jabbar.

– ¿Qué sucede? -dijo éste, sobresaltado-. ¿Ya están aquí los venecianos?

Con pacientes susurros, Piri puso a su amigo al corriente de la situación. Luego, los dos caminaron de puntillas entre los cuerpos vencidos por el cansancio de sus compañeros y se encaminaron hacia la playa.

Piri hizo un gesto para que Jabbar se detuviera, y se echaron sobre la arena mientras pasaba uno de los guardias mexica con una antorcha. «Silencio», indicó llevándose el índice a los labios. Cuando el guardia se alejó un poco, los dos se arrastraron lentamente sobre la arena. El terreno estaba salpicado de palmeras y oían las olas romper cerca. Durante el día, le había echado el ojo a una de aquellas canoas y esperaba que siguiera estando allí.

Terminaron de recorrer la distancia que los separaba de la playa. La canoa estaba donde Piri recordaba. Quitaron las hojas de palmera que la cubrían y la empujaron hacia la orilla. No fue fácil, pues toda la embarcación estaba tallada a partir de un tronco macizo de ceiba, pero Jabbar era tan fuerte como un toro. La lanzaron al agua y saltaron dentro. Los remos estaban en el fondo, y los dos se pusieron a bogar para alejarse de la playa.

Entonces oyeron un gran griterío proveniente del campamento.

– Han descubierto nuestra huida -dijo Piri-. Vamos, rema con más fuerza.

El Mujer Serpiente apareció en el círculo ocupado por los prisioneros. Iba envuelto en una manta de algodón que no había sido correctamente anudada sobre su hombro, y su tocado de plumas estaba ladeado. Allí todos estaban despiertos y se incorporaron. Caminó entre ellos, mirándolos uno a uno con sus ojos llameando de furia. Los guardias se presentaron ante él y se arrojaron a sus pies gimiendo disculpas.

En el rostro de Lisán había preocupación, se preguntaba cómo iban a reaccionar los mexica ante la huida, pero también se sentía feliz de que los turcos escaparan; al menos les quedaba esa pequeña victoria.

El Mujer Serpiente descendió hasta la playa. Allí se inclinó y tocó con los dedos el surco dejado por la canoa que Piri y Jabbar habían empujado. Se puso en pie con una sonrisa en sus labios y miró hacia el mar. Allí estaban. Podía distinguirlos perfectamente, iluminados por el reflejo del cometa.

– Pensáis que ya habéis conseguido escapar -musitó.

Llamó a los guerreros y les ordenó que trajeran a los guardias. Así lo hicieron, y éstos fueron obligados a arrodillarse sobre la arena. El sacerdote le pidió su macana a uno de los guerreros y se acercó al primer guardia. Lo golpeó con ella en la garganta. El desdichado se llevó la mano al cuello e intentó toser, pero sólo logró escupir sangre mientras el aire de sus pulmones escapaba por la herida.

El Mujer Serpiente sujetó al moribundo por los pelos y lo arrastró hasta la orilla del mar. Alzó una mano empapada en el viscoso líquido caliente y la cerró formando un puño. Luego hizo un gesto, como si el puño sujetara una cuerda invisible y tirara con fuerza de ella.

Piri clavó la pala de su remo en el agua y empujó, pero la canoa no avanzó ni un palmo más. Se volvió hacia Jabbar.

– ¿Qué sucede? ¿Estás remando hacia atrás…?

Al volverse vio que la playa estaba llena de gente, algunos sujetaban antorchas. Los habían descubierto, eso era evidente, pero ¿por qué nadie estaba intentando darles caza? Había otras canoas en la playa. Volvió a clavar el remo y empujó con fuerza. La canoa no avanzó ni un palmo. Por el contrario, empezó a retroceder poco a poco.

– ¡Nos arrastra una corriente! -exclamó Jabbar.

– Sí, ya lo veo.

Sus remos dejaban una estela de espuma hacia proa, mientras la canoa iba ganando velocidad en su retroceso. Pronto los dos turcos comprendieron que sus esfuerzos eran inútiles y que la fuerza que los empujaba hacia la playa era demasiado poderosa.

El Mujer Serpiente alzó las dos manos sobre su cabeza y se dirigió a los guerreros mexica.

– No quiero que sufran ningún daño -dijo-. Aquel que les cause alguna herida al capturarlos deseará que su muerte sea así de rápida. -Señaló el cadáver del guardia degollado. Su sangre empapaba lentamente la arena a sus pies.

Una gran ola elevó la canoa en su último tramo y la lanzó contra la arena. Piri y Jabbar saltaron inmediatamente de su interior, blandiendo sus remos como mazas. Los guerreros mexica los rodeaban, pero ninguno parecía querer ser el primero en atacar.

– ¡Nos tienen miedo! -exclamó Piri, asombrado.

Cargó contra la fila de guerreros y éstos se apartaron para dejarlo pasar. Entonces se vio frente a frente con el Mujer Serpiente.

– Lo que intentáis hacer es absurdo -dijo el sacerdote en la Lengua Sencilla de los itzá , para asegurarse de que el extranjero lo comprendiese-. No tenéis ninguna posibilidad de escapar.

Piri alzó la pala sobre su cabeza y cargó contra el Mujer Serpiente. Éste retrocedió un paso y pronunció unas rápidas palabras mientras lo salpicaba con la sangre que empapaba su mano. El turco sintió que sus piernas se enroscaban la una con la otra, como dos serpientes borrachas. Perdió el equilibrio y se dio de bruces contra la arena empapada de sangre. Un puñado de guerreros saltó entonces sobre él, lo aplastaron con su peso y lo inmovilizaron contra la arena. Cuando se apartaron e intentó incorporarse, descubrió que su cuello y su mano derecha estaban sujetos por un cepo de palos retorcidos.

El Mujer Serpiente alzó la vista hacia Jabbar, que seguía junto a la canoa. El turco tomó impulso y lanzó su remo certeramente dirigido a la cabeza del sacerdote. Pero se desvió misteriosamente de su trayectoria y fue a clavarse en la arena unos pasos más allá.

Una docena de guerreros se abalanzaron entonces sobre él y lo sujetaron por brazos y piernas. Pero no consiguieron derribar al enorme extranjero, que en aquel momento estaba casi enloquecido de furia. Jabbar giró sobre sí mismo y lanzó por los aires a varios de los hombres que lo apresaban. Los que quedaron se apretaron contra él todo lo que pudieron, conscientes de que no podían vencer a aquel gigante y conformándose con entorpecer sus movimientos. Esto le dio la oportunidad al Mujer Serpiente de plantarse frente a Jabbar. Los dos hombres se miraron a los ojos durante un largo intervalo de tiempo; los del turco llameaban de ira, mientras que los del sacerdote parecían llenos de fuerza y confianza. Y esa mirada fue más demoledora que el peso de todos aquellos hombres sobre su cuerpo.

Finalmente, Jabbar cayó de rodillas y permaneció en esa posición, sollozante, con los ojos clavados en el suelo, sin resistirse mientras le ponían el cepo.

Conducidos de regreso al campamento, Piri se sentó en un rincón con una expresión hosca. El andalusí se acercó a él y observó el cepo que sujetaba su cuello y su mano.

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