– Vosotros sois invitados de la Triple Alianza. Él y los demás itzá y tutul xiu son prisioneros de guerra.
– Somos guerreros itzá , igual que ellos.
– Lo sabemos -respondió el cacalpixque amablemente-. Pero el tlatoani en persona os ha invitado a la Inauguración del Templo Mayor.
De nuevo se inclinó en una reverencia hacia Utz Colel.
– Y tú, señora -añadió-, contraerás matrimonio con el Mujer Serpiente durante los festejos de la Inauguración.
Lisán, incapaz de seguir esta conversación en náhuatl , se acercó a los sacerdotes y contempló de cerca a uno de ellos. Era muy anciano y delgado, casi no podía reconocerlo con toda la pintura negra que llevaba encima.
– Tú eres Namux -le dijo-. ¿No me recuerdas?
El anciano se volvió hacia el andalusí.
– Claro que te recuerdo, lo'k'in putum -dijo suavemente-. Has aprendido a hablar perfectamente nuestra lengua. Me siento honrado por haber contribuido a tu instrucción.
Lisán retrocedió un paso y estudió al anciano cubierto por la pintura ritual. Entonces recordó algo: Namux era el sabio y amable anciano que le había enseñado, pero también era el carnicero que había cortado en trozos a sus amigos al pie de la pirámide de Amanecer.
– Es extraño -dijo Lisán-. De haberte conocido en mi país, quizás hubiéramos sido grandes amigos y yo sentiría un gran respeto por ti. Eres el mismo tipo de persona que en Granada hubiera sido un qadi o un faquih , un hombre sabio y venerable… Eres el mismo hombre en un mundo distinto.
El sacerdote lo miró sin entender.
– Es extraño -repitió Lisán.
Le dio la espalda al anciano y regresó junto a sus compañeros.
Los cautivos que dormitaban sobre el suelo de la explanada de la batalla fueron despertados a golpes y obligados a ponerse en pie para iniciar la marcha.
Oteando desde la colina, Sac Nicte buscaba inútilmente a Koos Ich entre todos aquellos guerreros de aspecto derrotado, cubiertos de polvo y heridas.
– Los mexica dijeron que estaba bien. Tal vez cuando lleguemos a su capital nos permitan reunirnos con él -le dijo Lisán a la sacerdotisa.
Sac Nicte se volvió hacia Lisán con lágrimas en los ojos y lo abrazó. El andalusí se entregó a aquella sensación reconfortante. Sintió la respiración de la mujer contra su pecho, los latidos de su corazón y la sangre bombeada recorriendo sus venas. Hundió el rostro en el cabello negro de ella e imaginó que estaba en otro lugar, viviendo en paz con la mujer que amaba y planeando sólo el nacimiento de sus hijos. Cerró los ojos y lo deseó con fuerza, con mucha fuerza, como si eso fuera suficiente para convertir aquel sueño en realidad.
Al abrir los ojos vio que Na Itzá lo miraba fijamente, pero no supo interpretar su expresión. Entonces, los guardias mexica entraron en la empalizada y ordenaron a los cautivos que se prepararan para partir. Lisán apartó suavemente a Sac Nicte y la miró a los ojos.
– Te amo -le dijo-. Si estamos juntos, nada malo nos puede pasar. Vamos a sobrevivir, te lo juro.
Sac Nicte se limpió con el dorso de la mano las lágrimas que le resbalaban por las mejillas. Luego asintió con un gesto lleno de firmeza y acarició el rostro del andalusí.
– Seguimos juntos y eso es lo importante -dijo.
La caravana de prisioneros se puso en marcha, avanzando sobre aquella tierra como una larga fila de insectos. Dejaron atrás las marismas y se internaron en la selva.
Los mexica iban escogiendo a los cautivos en mejor estado, les entregaban una macana y los colocaban a la cabeza de la fila para que fueran abriendo el paso a través de aquella espesa textura verde. Andaban doce horas al día y, cuando la luz ya no era suficiente para ver dónde se ponían los pies, los mexica encendían antorchas para iluminar el camino, de modo que la fila de prisioneros se convertía en algo semejante a un largo gusano de fuego atravesando el bosque.
Mientras tanto, el brillo del cometa aumentaba día tras día.
– Los habitantes de las islas de hielo se acercan para contemplar nuestra desdicha -dijo Sac Nicte señalándolo.
Lisán miró hacia el cielo pero no dijo nada. Sólo él sabía que su luz era también el anuncio del Fin del Mundo.
De vez en cuando pasaban por poblados de chozas con techo de paja, semejantes a las de Amanecer o Uucil Abnal, rodeados por campos de maíz sembrado en pequeños claros abiertos en el bosque. Los mexica exigían que aquellos poblados suministraran víveres para ellos y sus prisioneros, y arrasaban hasta el último grano de maíz que los aldeanos guardaban en grandes tinajas de barro enterradas. También se llevaban algunas mujeres para que trabajaran preparando comida para los prisioneros. La caravana era como una enorme plaga que iba dejando un sendero de desolación tras ella.
– Si al menos fuéramos con el resto nos darían una de esas macanas -le dijo Piri a Lisán en una ocasión.
– Pero tendrías una de las manos atadas al cuello. Yo he pasado por eso y no es algo que te facilite las cosas.
– Tienes razón. Y, además, mira…
Con mucho disimulo Piri le mostró el cuchillo que llevaba oculto entre los pliegues de su camisola de algodón.
– ¿Cómo lograste esconderlo?
Piri sonrió.
– Son bastante estúpidos, ¿no crees?
Pero ellos caminaban en la retaguardia, rodeados por un pequeño ejército de guardias. Cualquier planteamiento de huida parecía una locura. La selva que los rodeaba era tan espesa y enredada de lianas y arbustos que se convertía en la mejor de las cárceles.
– ¿Es que en este mundo es todo selva? -protestó el joven turco-. ¿Cómo es posible?
Jabbar, al despertar cada mañana, miraba atónito el extraño lugar en que se encontraba. Preguntaba cada día las mismas cosas, sobre qué había pasado con la flota de los venecianos y dónde estaban, y Piri le respondía con infinita paciencia. Las preguntas y las respuestas se convirtieron pronto en un rito entre los dos hombres.
– Estamos en una selva, al otro lado del mundo, y somos prisioneros de salvajes.
– No puede ser -decía Jabbar atónito.
– Hubo una tormenta y fuimos arrastrados por el viento para naufragar en una costa desconocida, poblada de nativos hostiles…
Cada mañana era igual. Luego, los dos hombres acompañaban a Lisán en sus abluciones y en la oración, antes de que los mexica les ordenaran reemprender la marcha.
– He visto que todas las mañanas le repites las mismas palabras a tu compañero silencioso -le dijo Utz Colel a Piri en una ocasión.
– ¿Entiendes nuestra lengua? -le preguntó el joven corsario, asombrado. Desde luego, Jabbar había sido incapaz de aprender el idioma de los nativos y sus conversaciones siempre se producían en osmanlí.
– No -respondió la hija de Na Itzá con una sonrisa-, no comprendo el significado de las palabras, pero sí que utilizáis siempre las mismas, más o menos. Como cuando os ponéis todos juntos a rezarle al Sol, pero esa oración es sólo entre tú y tu amigo.
– Eres muy perspicaz, pero no se trata de una oración… -Le explicó el problema de Jabbar-. Necesita que cada mañana alguien le informe de dónde está y qué le ha pasado. Antes se ocupaba de esto Dragut, pero murió en la batalla.
– Lo sé -dijo Utz Colel-. Dio su vida por mi pueblo. Tu amigo fue un gran hombre, de una extraordinaria bondad, sin duda.
Piri pensó que Dragut había sido un pirata y un asesino, como él mismo, y que su vida no había sido precisamente ejemplar. Aunque su muerte sí lo fue, y eso era lo que importaba.
– Él fue un gran guerrero en mi mundo.
– ¿Tú eras también un guerrero?
– Sí, pero peleaba en el mar… en barcos empujados por esclavos.
– ¿Barcos como nuestras canoas?
– Nuestras naves son mayores que vuestras canoas. Y están llenas de palos y cordajes, con remos gigantescos y velas para aprovechar el viento. Son fortalezas de madera que van de un lado a otro para hacer la guerra.
– ¿Por qué luchabas? -preguntó Utz Colel.
– Nuestro profeta Muhammad, al que Allah bendiga y conceda la paz, predicó la Guerra Santa contra los infieles. Y que los que murieran luchando en ella tendrían asegurado un lugar en el Paraíso… Además, son muy pocos los hombres de mi familia que no se dejaron seducir por los laureles de la guerra o de la gloria. El mar y la guerra eran nuestro negocio. Navegamos y matamos a los infieles. No tenerle miedo al mar representa la riqueza para mi gente, y eso es lo que me ha conducido hasta aquí, junto a mis compañeros. Pero ten por seguro que tarde o temprano han de seguirnos otros muchos hombres como nosotros.
La interminable línea de prisioneros siguió su camino a través de la jungla. Más tarde, el corsario le preguntó a Lisán:
– ¿Dónde crees que andará ahora Kazikli?
– ¿Baba? Quién sabe. Prefirió huir y no pelear contra los mexica.
– Finalmente se descubrió su cobardía.
El andalusí no creía que el mago fuera un cobarde, pero era evidente que no le preocupaba en absoluto el sufrimiento ajeno. Él tenía sus propios planes y estaba entregado a ellos sin importarle nada más.
– Es posible. ¿Y tú, ya no piensas en huir?
Piri miró a un lado y a otro con mal humor.
– Sabes que mientras no salgamos de esta selva no tenemos ninguna posibilidad. ¿Crees que acabará en algún momento?
– Es posible.
Na Itzá caminaba frente a ellos, apoyado en su hija.
Piri contempló a Utz Colel durante un buen rato antes de hablar:
– Sea con tu ayuda o sin ella, juro que he de huir de aquí y llevármela conmigo.
– Primero deberías avisarle de tus planes.
Piri se volvió hacia el andalusí y esbozó una sonrisa sardónica.
– ¿Qué te pasa, faquih ? ¿Acaso estás celoso? Eres demasiado viejo para ella, amigo.
Lisán se sintió desconcertado por las palabras del turco.
– No entiendo a qué viene eso -dijo.
– Yo creo que sí lo entiendes, pero no tiene importancia. Haz lo que te plazca.
Tras decir esto, Piri apretó el paso y se alejó de él para ir junto a Utz Colel.
Quince días después de que emprendieran la marcha llegaron de nuevo al mar. Lisán recordó los mapas que había visto en Uucil Abnal y comprendió que habían atravesado la península selvática de parte a parte.
A partir de ese momento caminaron siempre cerca de la costa. La selva que se divisaba hacia el interior del país parecía menos densa que la que habían dejado atrás, aunque los árboles eran más altos y sus copas sobresalían como montañas en la distancia. Ahora que no tenían que ir desbrozando un sendero frente a ellos su avance fue mucho más rápido, a pesar de que el terreno se iba volviendo más y más abrupto, y que de vez en cuando se encontraban con acantilados y accidentes que tenían que rodear.