– Pruébalo -dijo.
Lisán colocó los labios sobre ella y aspiró. Notó el humo penetrando en su boca y expandiéndose dentro de ella. Sintió que presionaba contra su cavidad bucal, contra su cerebro, le aplastaba los ojos desde detrás y salía como vapor por los agujeros de su nariz. Lo tragó. No lo notaba caliente ni frío, sólo denso y áspero. Se pegó a su garganta como si no quisiera descender hacia su pecho y taponó su tráquea por completo. Intentó toser, pero su faringe estaba cerrada. Parecía que se hubiera tragado un trozo de carne sin masticar. Finalmente el humo llegó a sus pulmones y desde ellos empezó a extenderse por todo su cuerpo. Podía notar con claridad cómo iba inundando cada uno de sus órganos, como una marea que se arrastrase por su interior. Volvía a respirar, pero en realidad era el humo quien lo hacía por él. Sintió que se mareaba, que iba a perder el sentido.
El Uija-tao lo observaba con frialdad. Las paredes de la choza empezaron a girar a su alrededor. Giraban muy rápido. Más rápido… hasta que se convirtieron en un borrón.
Oyó la voz débil del Uija-tao susurrarle:
– Los dioses siempre forman medidas armónicas.
Pero no podía estar seguro de si había oído realmente esas palabras o si éstas ya formaban parte de sus sueños.
– Despierta.
Lisán parpadeó. Uno de los sacerdotes que atendían al anciano adivino estaba frente a él. Golpeaba suavemente sus mejillas. El andalusí lo apartó de un manotazo. Se volvió y vio al Uija-tao durmiendo de espaldas a él.
– No puedes quedarte aquí -le dijo el sacerdote-. Debes marcharte, el Uija-tao necesita descansar.
El andalusí asintió y se puso en pie con torpeza. Caminó por la plataforma hasta la escalerilla y empezó a descender por ella. Se bamboleaba de un lado a otro. Sentía que mientras bajaba su cuerpo iba dibujando una mareante espiral en el espacio. Cada dos escalones tenía que detenerse, porque las piernas y los brazos le temblaban. Se abrazaba a la cuerda con los ojos cerrados por el vértigo, colgando en medio de la nada, rodeado sólo por los diminutos puntos de luz de las estrellas y por la Gran Ceiba.
El árbol Yaxcheelcab representaba el eje cielo-tierra, y la espiral que su cuerpo dibujaba podría ser una representación de la idea del descenso-ascenso , el medio de comunicación entre los planos subterráneo, terrestre y celeste, donde se agrupaban todos los seres creados. No era difícil encontrar similitudes con su propia tradición sufí, pero le fascinaba la obsesión de aquella cultura por ordenarlo todo de acuerdo con un eje y un centro. Siempre estaba presente este concepto, formulado con los cuatro ángulos del espacio y el tiempo, y con el quinto punto central en el que se conjugaban…
Quizá tu Realidad ya ha sido alterada para siempre…
Llegó finalmente al suelo y caminó hasta su choza. Estaba muy cansado, no deseaba otra cosa que echarse a dormir. Sin embargo, sus pasos lo llevaron hasta el Templo de los Escribas. Se detuvo frente a él, sin entender qué hacía allí, y descubrió que sentía el fuerte deseo de entrar y consultar el Códice de la Vida.
– ¿Para qué? ¿Qué objeto tiene eso? -dijo, y su voz resonó en el silencio de la noche-. No puede existir un alfabeto con sólo cuatro caracteres. Es demasiado simple, ¿qué puede expresarse con cuatro letras?
El interior del templo estaba completamente a oscuras. Lisán tuvo que subir por la escalera espiral palpando con cuidado el camino. Imaginó con viveza la escalera mientras sus ojos se esforzaban por ver algo en aquella negrura. Una espiral involutiva y otra evolutiva, y ambas se conjugan en el signo de una doble espiral. Y se vio a sí mismo caminando por su interior, dibujando sus huellas en el polvo de los escalones…
Y entonces lo comprendió.
Se detuvo respirando lentamente en la oscuridad. Temía espantar aquella idea que había empezado a formarse en su mente. Sus huellas a lo largo de la espiral eran como letras escritas sobre un papel que no era plano, que poseía tres dimensiones. De esa manera, con sólo cuatro caracteres escritos sobre un lienzo tridimensional, si su posición en el espacio variara su significado, se podría componer un texto muy complejo. Esto era lo que hacían las matemáticas que había aprendido en aquella tierra. Un sistema de numeración vigesimal, basado en la posición de los valores en diferentes columnas, que implicaba el uso de la cantidad «cero» y de dos numerales: un punto y una raya. Y sólo con esto era posible realizar los cálculos más complejos que pudiera concebir la mente humana.
Al llegar a la sala circular de los escribas, tropezó con uno de los códices y se dio de bruces contra el suelo. No intentó levantarse. A través de uno de los ventanucos se veían las estrellas. Los números y los astros siempre seguirían siendo los mismos. Por toda la eternidad. Quizá por eso, el deseo de buscar en los cielos y en las matemáticas las claves para la vida sobre la tierra era algo que compartían todos los pueblos.
Cuatro ángulos del espacio y el tiempo…
Despertó. Miró a un lado y a otro, desconcertado. Ya era de día y los sacerdotes trabajaban junto a él, indiferentes a su presencia. Sintiéndose avergonzado, pidió agua pura a uno de los acólitos y realizó el wudú , luego se arrodilló en dirección a oriente para rezar.
Un sacerdote estaba reparando el códice con el que él había tropezado durante la noche. Uno de sus pliegues estaba rasgado e intentaba cortarlo, con ayuda de una afilada cuchilla de cobre, para insertar allí una nueva sección de papel. Lisán se acercó a él y le pidió que le dejara estudiar aquel volumen. El sacerdote se lo entregó sin ningún comentario. Era una copia del Códice de la Vida. Desplegó sus hojas en forma de biombo y repasó con el dedo las interminables series de los cuatro símbolos.
Alzó el disco de oro que había colgado de su pecho durante tanto tiempo. Allí estaban los mismos cuatro símbolos, repetidos por su circunferencia. Un disco podía entenderse como una espiral comprimida en un plano. Pasó el dedo por el borde dentado del medallón. Exactamente doscientas sesenta muescas. Sonrió. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Se acercó al sacerdote y le preguntó por su cuchilla de cobre. Éste iba a entregársela, pero Lisán alzó la mano con una sonrisa.
– Tan sólo necesito que me digas dónde puedo encontrar al hombre que la fabricó.
El andalusí salió del templo y caminó hasta la choza del artesano, al que le expuso detalladamente lo que quería. El hombre le pidió su medallón, lo colocó sobre un papel y con un carboncillo hizo un calco de su silueta. Luego se lo devolvió a Lisán, asegurándole que al caer la noche tendría el objeto que le había encargado.
Ahora le parecía todo tan claro… Aquel pueblo disponía de dos sistemas diferentes para medir el tiempo con una asombrosa precisión.
El calendario tzolkín servía para adivinar el futuro y determinar las fiestas. En él se combinaban los veinte símbolos de los días con trece numerales, de modo que los números retornaban cada trece días y los signos cada veinte. Esta combinación de cifras y signos impedía que se repitiera ningún número con el mismo signo hasta que transcurrieran los doscientos sesenta días que constituían su ciclo completo. Doscientas sesenta muescas. Su medallón era, por lo tanto, un calendario tzolkín en el que los símbolos de los días habían sido sustituidos por las cuatro figuras del Códice de la Vida.
El otro calendario era el agrícola, al que denominaban haab . Constaba de dieciocho meses de veinte días, lo que daba un total de trescientos sesenta días. Pero los dos calendarios se combinaban generando uno nuevo llamado haaboob. [31] Las fechas de esta rueda se repetían cada cincuenta y dos años, y para diferenciarlas usaban un sistema llamado «cuenta larga», que permitía medir el tiempo en millones de años.
Pero la relación iba más allá. Cincuenta y dos semanas de siete días equivalían a un año lunar de trece meses, y tanto el número trece como el cincuenta y dos eran claves en aquella concepción cosmogónica, pues cuatro veces trece suman cincuenta y dos. El cuatro estaba, de este modo, por todas partes. El mes de veinte días se dividía en cuatro partes. Las cuatro direcciones cósmicas y los cuatro dioses Bacab, designados por Hunab Ku para sostener el cielo desde cuatro extremos que coincidían con los cuatro puntos cardinales. Los cuatro símbolos del Códice de la Vida presentes en su medallón…
Es lógico , pensó, los dioses siempre forman medidas armónicas… ¿no?
Esa misma noche, sentado en el suelo de su choza, Lisán colocó frente a él las dos ruedas, la de oro y la de cobre, e hizo coincidir los engranajes. Con un pincel muy fino, y tinta hecha con rocío y pelo animal carbonizado, dibujó con cuidado los símbolos de los veinte días sobre el disco de oro. Luego, fue girando con la mano la rueda del calendario solar, para comprobar que daba cincuenta y dos vueltas, al mismo tiempo que la del tzolkín de su medallón giraba setenta y tres veces, y que ambos calendarios se encontraban al término de este lapso en el mismo punto.
Tenía una copia del Códice de la Vida que dejó abierta frente a él. Ajustó su calendario con el Primer Año del Mundo, que según los itzá era el 4 ahau 8 kumk'ú. Luego fue moviendo los discos para que los cuatro símbolos grabados sobre cada uno de ellos fueran coincidiendo con aquella posición, de acuerdo con la secuencia contenida en el Códice.
Entonces, las dos ruedas dentadas empezaron a moverse solas. Con un sobresalto, Lisán apartó las manos de los discos. Se formó una neblina sobre la rueda calendárica que había sido su medallón. Al principio pensó que era el cansancio y las muchas horas de estudio a la luz de las antorchas, pero los caracteres grabados sobre la superficie de metal empezaron a elevarse como un polvillo dorado, dejando un rastro luminoso en forma de espiral entre la niebla que flotaba sobre el disco. La piedra de lapislázuli proyectó una imagen de sí misma en medio de aquella neblina. No podía dejar de mirar ese extraordinario fenómeno. Entonces vio formarse unas elipses, como delgados hilos dorados, girando a gran velocidad alrededor de la piedra azul y blanca.
Estaba tan absorto contemplando esto, que dio un respingo cuando fue sobresaltado por la voz de alguien que había entrado en su choza sin que él lo advirtiera.
– Te felicito, faquih. Una vez más has demostrado tu gran sabiduría.