Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Tan graves sucesos y acusadoras especies despertaron aquella mañana de su tranquilo sueño al noble y valeroso Venegas, el cual, no diremos que sin encomendarse a Dios ni al diablo, pero sí que, dejándose llevar de un generoso arranque, y proclamando que la usura no podía suplir por la gratitud que él debía al que tanto dinero le llevaba prestado, y de cuyos corresponsales recibió oportunísimos auxilios para luchar con Napoleón desde 1808 a 1813, corrió a la casa incendiada; arengó a algunos albañiles; metióse entre el humo y el fuego; trepó al piso principal por una escalera de mano; llegó al despacho de don Elías, que era una de las habitaciones más amenazadas; penetró en ella, contra el consejo de los mismos operarios que le habían ayudado a derribar la puerta; cogió una papelera antigua, donde muchas veces había visto al usurero meter vales y recibos, y la arrojó por la ventana a la calle… Poco después salía también Venegas de aquel volcán, entre los aplausos de la versátil multitud, llenas de horribles quemaduras la cara y las manos y despidiendo humo sus destrozadas ropas… No se dejó, empero, curar, sino que inmediatamente registró la papelera, que se había hecho pedazos al caer; apoderándose de todos los documentos que contenía y encaminándose con ellos a casa del Alcalde, adonde llegó casi ya sin aliento…

– Tome usted, señor don Elías… -dijo a su abominable acreedor, que se había espantado al verle llegar de aquel modo, creyendo que iba a matarlo-. Tome usted. Aquí están, no sólo todos mis vales y recibos, que hubiera podido rehacerle, para sincerarme de la vil calumnia, que ya me tachaba hoy de estafador y de incendiario, sino también los de sus demás deudores… Estamos en paz por lo tocante a aquellas mercedes que el dinero no puede nunca pagar… Voy a morir… En cuanto a la parte material de nuestras cuentas, apodérese usted de todos mis bienes, y perdóneme… si algo faltase todavía para la total solvencia de lo que le debo…

Así habló don Rodrigo, y, pronunciadas estas palabras, cayó redondo en tierra, con la terrible convulsión llamada tétanos .

Pocas horas después era cadáver.

II. FINIQUITO

No necesitamos describir, por ser cosa que se adivinará fácilmente, el profundísimo dolor, mezclado de admiración y entusiasmo, que produjo en toda la ciudad y pueblos limítrofes la muerte del buen caballero, ni tampoco el magnífico entierro que le costearon sus iguales, dado que en él hubiese algo que costear , que no lo hubo, a Dios gracias, pues hasta la música de la Capilla de la Catedral asistió de balde, y el cerero no quiso cobrar la merma, y todas las parroquias concurrieron gratis y espontáneamente a compartir con la del difunto el señalado honor de dar tierra y descanso a aquellos gloriosísimos restos… Diremos tan sólo, para que se vea hasta dónde llegó el delirio público, que la tarde de la fúnebre ceremonia (a la cual no asistió el usurero) nadie dudaba que el mismo Caifás , en premio de la sublime acción de don Rodrigo, se contentaría con reintegrarse de los diez o doce mil duros que efectivamente le había prestado y con una ganancia regular y módica, dejando el resto de los bienes para el pobre huérfano, de edad de diez años, que se quedaba solo en el mundo, sin más amparo que la misericordia de los buenos.

Pronto salieron de su error aquellos ilusos; don Elías no aguardó siquiera a que acabase de humear el incendio de su casa (donde, dicho sea entre nosotros, había perdido únicamente el valor del edificio y seis u ocho mil duros en ropas y muebles, en las alhajas de su hija y en un poco de dinero contante y sonante), sino que el mismo día del entierro del caballero presentó al Juzgado los vales y recibos de éste, reclamando la totalidad del adeudo , o sea tres millones de reales en números redondos.

Gran repugnancia costó al Juez declarar legítima aquella petición; pero el usurero tenía bien atados los cabos, y el noble deudor se había dejado ligar tan estrechamente, que fue indispensable sacar en pública subasta todos los bienes del caballero… Ni faltaron entonces, de parte de otros hijosdalgo y personas acomodadas, buenos propósitos, y juntas, y discursos, y hasta votaciones, en que se reconoció por unanimidad la conveniencia de presentarse a la licitación y pujar las fincas hasta las nubes, cargando en mancomún con el perjuicio que resultare, todo ello a fin de reunir decorosamente un pedazo de pan al hijo de Venegas. Mas ya se sabe lo que suele ocurrir en estas cosas. Hablóse tanto, que del hablar resultaron querellas personales entre los presuntos bienhechores, sobre quién estaba dispuesto a hacer más sacrificios, y sobre los móviles secretos de cada uno, y sobre lo que sucedió cierta vez en un caso análogo, y sobre las ideas y actos políticos de don Rodrigo en aquella tormentosa época; y, con esto, hubo tales disgustos, que se retrajeron de asistir a las juntas muchas personas que también debían grandes cantidades a Caifás , y pasaron días, y amaneció el marcado por los edictos; y, como aquellos señores no habían llegado a un acuerdo, la subasta resultó desierta. Rematáronse, pues, a favor del prestamista, por ministerio de la ley y con gran sentimiento del público, las viñas, los olivares, los cortijos, la casa, los muebles, las ropas y hasta la espada del benemérito patricio, en la cantidad de cien mil y pico de duros…

– ¡Pierdo un millón! -dijo el terrible anciano al firmar la diligencia de remate-. Pero, ¡qué remedio!… Los bienes del manirroto y despilfarrado Venegas no valen ni un ochavo más…

– ¡No pierde usted nada, sino que gana cerca de dos millones!… -le respondió severamente una persona de la curia-. ¡Verdad es que, en cambio, y según espera todo el mundo, regalará usted una buena cantidad al inocente huérfano; se hará cargo de su educación; cuidará de su porvenir…!

– ¿Yo? ¿Cuidar? ¿Qué está usted diciendo? ¡Harto hago en cuidar a mi hija! Y por lo que toca a regalos de buenas cantidades, ¡ya los harán el día del juicio los admiradores del difunto héroe! ¡Es muy fácil recetar por cuenta ajena!

– Pero considere usted que ese muchacho se queda pidiendo limosna…

– A su edad la pedía yo también… -replicó el usurero, volviendo la espalda.

La indignación general contra don Elías llegó al último límite, según que fueron sabiéndose todos los pormenores, y ¡gracias a que el astuto riojano, cuya casa había quedado reducida a cenizas, continuaba viviendo en la del Alcalde; que, de no ser así, lo hubiera pasado muy mal! Sin embargo, como en el mundo no hay nada más valiente que un usurero apoyado en la ley (de donde todos los judíos son tan amantes y conocedores de ella), y como, por otro lado, nuestro buen Caifás , no era cobarde de nacimiento, sino prudente conservador de sus millones y del infinito placer de aumentarlos, resolvió mudarse inmediatamente al caserón solariego de los Venegas, que ya le pertenecía, y, para ello, dispuso hacerle una poca obra, reducida a fortificarlo bien y a proveerlo de muchos cerrojos, llaves y trancas…

Algo se habló también con este motivo sobre juntas y conciertos de los operarios para no trabajar en los reparos de aquella venerable mansión; pero don Elías, que lo supo, anunció que pagaría los jornales con algún aumento, en atención a la carestía del pan, por cuyo sencillo medio halló de sobra quien le sirviera, y pudo trasladarse muy pronto a su nueva casa, con su mujer y con su hija, aprovechando al efecto cierta noche que llovía a cántaros y en que no andaba por la ciudad persona humana…

Una vez dentro del antiguo palacio, y atrancado que hubo las puertas, respiró con satisfacción, como quien no pensaba volver a salir a la calle en cuatro o cinco años, y dijo a su mujer…

– Mañana mismo escribiré a mi banquero de la capital para que le envíe a la niña cinco mil duros en ropas, alhajas y juguetes. Tú y yo nos arreglaremos de cualquier modo.

Y dio una docena de besos a su hija y se acostó en la cama que había sido de don Rodrigo, cuyos aplastados colchones conservaban todavía la huella del peso de su cadáver.

La mujer del avaro no quiso ocupar en aquel lecho, dos veces fúnebre, el sitio de la que fue años antes felicísima esposa del pundonoroso caballero, y, pretextando tener que trabajar mucho, se pasó la noche dando cabezadas en una silla.

¡En fin… Soledad, la niña mimada, la hija querida de Caifás , durmió en la cama que había pertenecido al desahuciado hijo de Venegas!

¿Qué había sido entretanto del pobre huérfano, del desheredado de diez años, del niño en cuyo lujoso catre soñaba con los prometidos juguetes la millonaria de ocho abriles?

Aquí es donde verdaderamente principia nuestra historia.

III. DE CÓMO UN NIÑO DEJÓ DE SERLO

Manuel, que así se llamaba el huérfano, era, la funesta mañana en que su padre lo dejó dormido para ir a lanzarse al fuego que devoraba la casa de don Elías, un gentilísimo muchacho, blanco y sonrosado como el más vistoso amanecer y alegre y retozón como una florecilla descuidada. Criábalo don Rodrigo con el mayor esmero, no cifrado todavía en enseñarle nada literario, ni tan siquiera a leer y a escribir, de lo cual decía que siempre habría tiempo, sino en fortalecer y avalorar su ya robusta naturaleza física, sujetándolo a rudos ejercicios de agilidad y fuerza, aleccionándolo a andar largas jornadas en interminables cacerías, y explicándole de paso los misterios de la Sierra, la botánica de los montesinos, la medicina de los cortijeros, la astronomía de los pastores, las costumbres de todos los animales, la manera de luchar con ellos y matarlos, o de cogerlos vivos y reducirlos a su obediencia, y otros muchos secretos de la vida agreste y montaraz; de donde resultaba que siempre estaban juntos padre e hijo, y que se querían y trataban, más que como lo que eran, como dos hermanos, como dos camaradas, como dos compadres.

Nada sabía el halagado pequeñuelo de la total ruina de su casa ni de las consiguientes zozobras de don Rodrigo (quien, como se ve, lo criaba para pobre, presintiendo que llegaría a serlo); y a la sombra de aquella ignorancia, su niñez se deslizaba tranquila, dichosa, placentera, hasta donde es posible en quien no ha conocido madre, cuando vinieron en montón y de golpe sobre su frente todos los infortunios humanos… En un mismo día…, ¡en el espacio de pocas horas!…, vio que traían de la calle, abrasado y sin conocimiento, al ídolo, al señor, al compañero y único amigo de su vida; presenció su espantosa muerte, sin recibir ni una mirada de sus inmóviles ojos, ni un consejo, ni un ósculo de sus convulsos labios; se enteró de que existía Caifás y de la terrible tragedia del incendio, así como de su espantoso origen; supo que era tan pobre como los mendigos descalzos que piden limosna de puerta en puerta; comprendió que tenía que despedirse para siempre de aquellas paredes y de cuanto encerraban, incluso los objetos que más le hubieran recordado al autor de sus días; contempló, cual si soñase, a todos los vecinos de la ciudad, constituidos en su casa, alrededor del cadáver de don Rodrigo, guardándolo como si fuera suyo; hasta que, finalmente, lo alzaron en hombros y se lo llevaron… no sin darle antes a él muchos besos y decirle muchas cosas, que no le supieron a nada… y quedóse allí abandonado, silencioso, estúpido, sentado en un rincón de la cámara mortuoria, en la actitud de quien no espera ni tiene para qué esperar a nadie.

6
{"b":"88499","o":1}