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– ¿Adónde vas, desgraciado? ¿Por qué no quieres verme? ¿Qué daño te he hecho yo con amarte?

Y al mismo tiempo vio que una especie de montaña de oro le cerraba el camino interponiéndose entre él y la casa que iba a asaltar.

Era el corpulento don Trinidad Muley, el cura de Santa María, el preste de la procesión, revestido con capa pluvial de tisú de oro y plata, hecha como de molde para lucir sobre tan amplia y majestuosa figura.

Manuel, en medio de su delirio, lanzó un sollozo de amor y melancolía al encontrarse cara a cara con el digno sacerdote, con su antiguo protector, con su segundo padre, con el ser a quien más debía en el mundo, y le besó las manos y el rostro, entre exclamaciones de entusiasmo y tiernas lágrimas de la multitud.

– ¡Déjame! ¡Aparta! -decía entre tanto el experto don Trinidad-. ¡La procesión no puede detenerse! ¡Te repito que eres un ingrato! ¡Cerrarme la puerta de tu casa! ¡Desairarme delante de todo el pueblo!

En el ínterin, Soledad y su madre habían desaparecido.

– ¡Perdón, señor cura! -balbuceó Manuel, avergonzado de haber ofendido a su bienhechor.

– ¡Déjame! ¡No quiero verte! -replicó don Trinidad, fingiéndose cada vez más furioso.

– No me rechace usted, señor cura… -insistió el joven-. ¡Piense que soy muy desgraciado! ¡No aumente mi desesperación con sus desprecios!

– Pues entonces…, ¡agárrate y sígueme! -contestó su antiguo padrino-. Pero cállate ahora… Aquí no se puede hablar… ¡Señores! ¡Adelante con la procesión!

Y, al decir esto, el párroco alargaba a Manuel un pico de su capa pluvial, de cuya fimbria se cogió maquinalmente aquel pobre enfermo, tan necesitado de verdadero cariño.

Y la procesión se puso en marcha; y en pos de ella iba don Trinidad Muley cantando estentóreamente y mirando de reojo a Manuel para que no se soltase; y en pos de don Trinidad caminaba el terrible joven asido a la sacra vestidura; y en pos de la rescatada oveja (frase de don Trajano) bullía un gentío inmenso, que gritaba:

– ¡Milagro! ¡Milagro!… ¡Viva el Niño Jesús!

* * *

– ¿Qué diablos es eso? -preguntaban en tanto muchas personas desde los balcones más distantes.

– ¡Qué ha de ser! -respondían desde la calle algunas voces-. ¡Que Manuel Venegas iba a matar a la Dolorosa , cuando de pronto ha caído de rodillas debajo de las andas del Niño Jesús, y luego ha echado a andar piadosamente detrás de la procesión!… ¡Mírenlo ustedes! ¡Allí va…, cogido de la capa de oro de don Trinidad Muley!

– ¡Mentira! ¡No ha pasado así! -exclamaban los discípulos de Vitriolo y los catecúmenos que ya tenía en aquel barrio-. Lo que ha sucedido es que la Dolorosa se ha echado a llorar al ver a su antiguo adorador; que el padre cura ha dicho a éste cuatro frescas por no haberle querido recibir hoy, y que, de resultas de lo uno y de lo otro, nuestro perdonavidas se ha ido detrás de su antiguo amo como un doctrino, como un borrego, como el último acólito de la Parroquia… ¡Estos son los valientes! ¡Mucho ruido, y luego… la nada entre dos platos!

– ¡Conque ha llorado la Dolorosa ! -decía la parte neutra del coro- . ¡Mala señal para Antonio Arregui! ¡Los primeros amores son los que privan! ¡Veréis cómo todo esto concluye por donde debió empezar: por entenderse los dos enamorados, y por irse Antonio Arregui a la Rioja! ¡Lástima de fábrica! ¡Hacía un paño tan bueno y tan barato!

En tal momento, es decir, cuando la procesión estaba ya en la calle de Santa Luparia, y Soledad y su madre se habían marchado por excusadas callejuelas, y todo parecía terminado por aquella tarde, notóse gran agitación en lo hondo de la calle de Santa María.

– ¡Antonio Arregui ha llegado! ¡Antonio Arregui viene! ¡Antonio Arregui está ahí!… Miradlo… ¡Aquél es! ¡Y qué cara trae! -decían en voz más o menos baja muchas personas, señalando a un hombre de buena presencia, que avanzaba muy de prisa por en medio de la calle, con la faz descompuesta por la indignación, seguido de algunos pilludos, y fijos los ojos en la casa donde Soledad y la señá María Josefa habían pasado la tarde.

Y entonces fue de ver la maestría con que el público se reparte los papeles y funciona en tales casos sin previo acuerdo. Mientras que unos paraban al furioso riojano y le referían exactísimamente todo lo ocurrido, advirtiéndole que su mujer y su madre política se habían marchado ilesas , y rogándole con cierta sorna que fuera prudente y se encerrase en su casa…, otros echaban calle arriba, a fin de alcanzar a Manuel Venegas y ponerle al tanto de la novedad, con ánimo, sin duda, de acabar también pidiéndole hipócritamente que se dejase de terquedades y trapisondas, y evitara un desagradable encuentro con el irritadísimo esposo de la infortunada hija de don Elías Pérez…

Por fortuna, no faltaron en el concurso algunas almas caritativas mejor aconsejadas, que corrieran más que éstos últimos y dijesen oportunamente cuatro palabras al oído a don Trinidad Muley…

– ¡Corred, muchachos! -gritó entonces el cura a los portadores de las andas-. ¡Vamos, vamos!, que está oscureciendo… ¡Más de prisa aún, perezosos! ¡Basta por hoy de procesión! ¡Y tú, Manuel mío, no te sueltes!… ¡Este diantre de capa pesa mil arrobas, y tú estás ayudándome a llevarla!

Tomó, pues, la procesión un paso como de fuga. Los de las andas, arengados incesantemente por don Trinidad, lo atropellaban todo, sin respeto alguno al orden de la comitiva: los del palio corrían detrás de las andas, midiendo con las varas el suelo a grandes trancos, y sacerdotes, monaguillos, seises, bajonistas, cofrades, público y escolta formaban un barullo indescriptible.

– Pero ¿qué ocurre? ¿Por qué corren ustedes tanto? -preguntaban los muñidores, esgrimiendo sus pértigas.

– ¡Nada! ¡Nada! ¡Adelante! -respondía don Trinidad Muley, echando los bofes.

Y, no muy seguro aún de que bastase a su propósito aquella gloriosa huida, llamó al septuagenario capitán, que marchaba detrás de él representando al ejército: le refirió al oído lo que pasaba en la otra calle, y terminó diciéndole a media voz:

– ¡En último extremo, tire usted de la espada!… ¡Pero, por Dios, no pegue usted a nadie más que de plano!

Dichosamente, Manuel iba tan ensimismado y abatido, que no reparaba en ninguna de aquellas cosas, y se dejaba llevar por el padre de almas como un ciego por el que ve.

– ¿Saben ustedes la novedad? -exclamó en tal punto un discípulo de Vitriolo , que llegaba a escape en aquel momento y había conseguido acercarse a Manuel Venegas.

– ¡Calla o te estrangulo! -rugió sordamente el capitán, echándole mano al pescuezo y arrojándolo de aquel sitio.

Y, pretextando luego que no podía andar tan de prisa, se cogió fuertemente del brazo izquierdo de Manuel, sin perder de vista al feroz discípulo de Vitriolo .

Quedó, pues, nuestro héroe incomunicado con el público; y, de este modo, llevado a remolque por el virtuosísimo cura y remolcando él al honradísimo capitán, penetró al fin en la capilla de Santa Luparia, donde, por pronta providencia, lo encerró don Trinidad Muley con llave y cerrojo en un reducido despacho dependiente de la sacristía…

Hízolo a tiempo. Un minuto después llegaba Antonio Arregui, seguido de muchas personas, al pórtico de la capilla, en demanda de Manuel Venegas…

Pero se encontró con el revestido sacerdote, que le aguardaba ya sin temor alguno, y que le dijo majestuosamente:

– ¡Alto, señor don Antonio! ¡Mi hijo está en sagrado!… Usted acaba de hacer, con venir aquí, todo lo que cumple a un hombre de honor y de vergüenza… ¡Márchese tranquilo a su casa, adonde yo iré a buscarle mañana temprano, si Dios quiere!

Y, volviéndose a la multitud, añadió con destemplado acento:

– Ustedes…, ¡a sus negocios! ¡A cuidar de sus hijos, que harto lo necesitan, y dejen en paz a los desgraciados!

Antonio Arregui besó la mano al magnánimo cura sin contestar palabra, y se marchó tranquilamente.

Los grupos se retiraron también poco a poco, elogiando en voz alta la prudencia y sabiduría del famoso don Trinidad Muley, y pensando al propio tiempo en el peligrosísimo baile de rifa de la siguiente tarde, como el jugador que ha perdido piensa en el desquite.

Y pronto no quedaron más que recuerdos de la inolvidable procesión de aquel día, como del fulgente sol que había iluminado las engalanadas y ya entenebrecidas calles sólo quedaba un vago crepúsculo en los remotos celajes de Poniente.

III. ÚLTIMO VUELO DE UN PAR DE PERDICES

No pocos sudores costó a don Trinidad Muley deshacerse de otras muchas personas que habían entrado en la capilla y en la sacristía en pos de ambos Niños de la Bola, y que aún permanecían allí dos horas después de terminada la procesión.

Por una parte, los socios de la Hermandad celebraban dentro de la sacristía la acostumbrada y siempre borrascosa junta en que anualmente eligen (tomando bizcochos y unas copitas de rosoli) nuevo mayordomo o hermano mayor; y por otro lado, centenares de valientes, algo bebidos por cuenta propia, se arremolinaban en la iglesia, empeñados en hablar al hijo de don Rodrigo, por creerse sin duda en la obligación de notificarle el regreso de Antonio Arregui y la hombrada de éste de haber avanzado hasta allí en busca de satisfacción y desagravio… Pero el buen padre de almas se movió de tal modo; fue y vino tanto de la iglesia a la sacristía y de la sacristía a la iglesia; tuvo tan felices ocurrencias en la junta, y suplicó en tan sentidos términos a la otra gente «que se apiadase, siquiera por aquella noche, del pobre Manuel Venegas, en vez de aumentar sus acerbos disgustos», que al cabo logró, cerca ya de las ocho, verse libre de los cofrades y del último calamocano, bravucón y cócora… Púsose entonces los hábitos de calle; dio al sacristán, en voz muy baja, algunas órdenes que parecían importantísimas; apretó la cara cuanto pudo, como para tener aires de muy enfadado, y pasó a excarcelar a su prisionero.

¡Cosa rara, o que, por lo menos, sorprendió mucho a don Trinidad! Manuel estaba escribiendo pacíficamente en un bufetillo que allí servía para apuntar nacimientos, desposorios y defunciones. Hallábase muy tranquilo (tal vez demasiado), y en aquel instante firmaba un papel que había escrito por las cuatro carillas, y que cerró con toda calma, sin darse por entendido de la entrada del sacerdote, como quien hace una cosa tan buena que le releva de vanas cortesías. Guardóselo luego en el bolsillo, uniéndolo a otros que tenía en él, y entonces, y sólo entonces, fijó los ojos en el estupefacto y taciturno don Trinidad.

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