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Así diciendo, la buena mujer acercó al joven a uno de los asientos de cal y ladrillo que decoran todavía aquel porche, y que sirven de lugar de descanso a paseantes y devotos.

Manuel estaba estupefacto, o, por mejor decir, perdido en un mar de encontradas conjeturas… Sentóse, pues, sin atreverse a preguntar más, de miedo a desvanecer los últimos sueños de su esperanza… Pero, viendo que su interlocutora no acertaba tampoco a explicarse, dijo al fin con trabajosa resignación:

– Algo muy bueno o muy malo ocurre, cuando usted ha salido a recibirme de esta manera… No quiero ponerme en lo peor, y comienzo por admitir lo que sería la felicidad para todos… ¿Ha venido usted a aconsejarme que no entre en la ciudad en son de guerra, visto que su esposo de usted transige, o podría transigir conmigo, si yo me acomodase a guardar tales o cuales miramientos? Respóndame con entera franqueza. ¡Ah! ¡Se calla usted!… ¡Luego no es eso lo que ha venido a pedirme!

– No, Manuel… No es eso… -repuso la atribulada madre-. Lo que yo he venido a pedirte (y perdona que te hable de tú ;, pero así te hablé cuando eras muchacho, ¡y bien sabe Dios que siempre te he querido como a un hijo!…); lo que yo vengo a suplicarte es que te vuelvas… ¡Que no entres en la ciudad! ¡Te lo ruego, por lo que más ames en el mundo!

Manuel respondió sarcásticamente:

– ¡Por lo que más ame en el mundo! … ¡Qué contradicción y qué escarnio! ¿Cuántos amores cree usted que tengo yo? ¡Que me vuelva! ¡Que no entre en la ciudad! … Eso es muy fácil decirlo; pero pídale usted a un río que vuelva a la montaña, y verá qué caso le hace… En fin, ¿a qué cansarnos? Ya estoy al cabo de lo que usted tenía que decirme: que don Elías sigue negándose a todo; que estamos como al principio; que tendré que luchar… Pues ¡lucharé cuanto sea necesario!…

– Tampoco es eso, Manuel… Mi marido no se opone ya a nada…

– ¡Ah! ¡Don Elías transige!… -exclamó el joven, lleno de sorpresa y alegría-. Pues, entonces, ¿qué nos detiene? ¿Qué puede importarnos el resto del mundo? Yo vengo dispuesto a todo… ¡Conozco que aquel día estuve demasiado cruel! Además, le traigo su millón… Aquí lo tengo, en letras sobre Málaga… ¡Mi padre, al verme pagar esta deuda, bendecirá mi unión con Soledad!… ¡Ah, señora!… ¡Acabo de nombrar al alma de mi vida!… ¡Hábleme usted de ella! ¡Hace ocho años que no tengo noticias suyas!… Dígame usted que me quiere todavía…; que ella es la que ha vencido a su padre… ¡Se calla usted también! Señora, tenga usted mejores entrañas… ¡Sáqueme de esta horrible angustia! ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado durante mi ausencia?

– Tranquilízate, hijo mío… ¡Me asusta verte así! -respondió la pobre mujer, llorando de nuevo-. Yo te lo diré todo si me juras volverte…, si me juras no entrar en la ciudad… ¡Oh! ¡No pongas esa cara!… ¡No te irrites!… ¡Dios mío! ¿Para qué querrá este hombre saber desventuras? ¿Para qué querrá ser tan desgraciado como yo?

– ¡Hable usted, señora, por los clavos de Cristo, y, sobre todo, no me diga más que me vuelva! ¡Eso es un sacrilegio, cuando vengo de pasar ocho años de expatriación y de lucha y acabo de andar miles de leguas, pensando siempre en llegar adonde ya he llegado! ¡Hable pronto, o monto a caballo y voy a su casa de usted a averiguar por mí mismo el horror que trata de ocultarme!… pero me equivoco…, me atormento demasiado… ¡No es posible que Soledad haya muerto!… Lo que sin duda ocurre es que su marido de usted pretende algo muy difícil…, algo absurdo. ¿Digo bien? ¿Es eso? Pues no se apure usted. Todo se arreglará con calma y moderación…

La señá María Josefa vaciló todavía unos instantes, hasta que al fin murmuró sordamente:

– Vuelvo a decirte que mi marido no pretende nada. ¡Mi marido ha muerto!

– ¡Loado sea Dios! -exclamó el Niño de la Bola con la feroz solemnidad de una implacable justicia-. ¡Si hay otro mundo después de éste, ya habrá sido vengado mi padre! Perdono al autor de todas mis desgracias.

– También te perdono yo a ti -repuso la triste viuda- esa crueldad con que recibes la noticia de una de mis penas, y te lo suplico que no sigamos adelante… ¡Vete, Manuel! ¡Vete por donde has venido, y no quieras saber más desdichas!

El joven se levantó horrorizado al oír estas últimas palabras.

– ¡Dios de Israel! -gritó con un acento de dolor más que humano-. ¡Mi desventura es cierta! La tierra se abre bajo mis plantas… El cielo se hunde sobre mi frente… El mundo ha llegado a su fin… ¡Soledad ha muerto!

– ¿Qué dices, desventurado? -replicó la madre, llena de pavor-. ¡Morir mi hija!… ¡Oh!… No lo creas… ¡Tu pobre corazón te engaña una vez más! ¡Entonces hubiera muerto yo también! ¡Entonces no estaría aquí!… Vamos…, ¡ven!… Siéntate… ¡cálmate! ¡Me estás asesinando con tantas locuras como te ocurren!

Manuel exhaló un hondo suspiro, como si despertara de espantoso sueño, y, dejándose caer en los brazos de la anciana, tartamudeó con infinita dulzura:

– ¡Soledad vive!… ¡Oh! ¡Cuánto he padecido en breves momentos! Dios se lo perdone a usted.

Y quedó como aletargado de felicidad.

– ¡Esto es querer! -murmuró sentidamente la angustiada viuda.

– ¡Soledad vive y don Elías ha muerto! -añadió el joven al cabo de algunos segundos-. ¡Don Elías, mi implacable enemigo, el enemigo de ella, el enemigo de usted misma!… ¡Cuán felices podemos ser ahora! ¿Cree usted, mi buena madre, que yo ignoraba el cariño y la protección que me dispensó usted siempre? Pues ¡lo sabía! ¡Don Trinidad Muley me enteraba de todo!… ¡El buen don Trinidad, mi amigo, mi tutor, mi segundo padre!…

– Hoy le he hablado… -se apresuró a exponer la señá María Josefa-. Y él, lo mismo que yo, opina que debes…

– ¡No vuelva a decírmelo! -profirió el joven acariciándola-. ¿Qué manía es ésa? ¿Por qué hablarme de que no entre en la ciudad, cuando la suerte lo ha arreglado todo de manera que podemos ser enteramente dichosos? ¿Qué nuevo obstáculo se opone a ello? ¡Algunas cavilaciones del buen señor cura o algún infundado recelo de usted! ¿Creen ustedes, acaso, que Soledad no me quiere? Pues ¡sí me quiere, aunque ella misma les haya dicho lo contrario! ¡Lo sé yo!… ¡Lo sabe mi alma!… ¡Verá usted, en seguida que me mire, en seguida que me hable, cómo su alma es mía!… ¡Yo la conozco!… Ella oculta sus sentimientos; pero nuestro cariño se parece al sol, que, aunque se nubla en apariencia, siempre arde lo mismo… ¡Ah, señá María! yo soy ya otro hombre… Soy bueno, soy pacífico… ¡No en balde se da la vuelta al mundo, como yo se la he dado dos veces! ¡No en balde se vive tanto y de tan diversos modos como yo he vivido! Así es que todos mis sentimientos e ideas han cambiado en estos ocho años, menos mi amor a Soledad y el cuidado de la honra de mi apellido… ¡Oh! ¡Cuánto he batallado con la suerte en África, en la India, en Filipinas y en ambas Américas! ¡Y cómo me ha favorecido la fortuna! Ya soy más rico que fue mi padre en sus buenos tiempos… En Málaga he dejado un capital… En el maletín del caballo traigo arrobas de oro y de piedras preciosas… He sido general en la América del Sur… He vencido caciques indios, que es como quien dice reyes, y yo mismo he podido también ser rey de aquellas tribus salvajes… No cuente usted nada de esto, pues nadie lo creería… ¡Le traigo a Soledad unos regalos!… ¡Y también a usted! ¡Al mismo don Elías le destinaba un magnífico presente!…

– ¡Malhaya sea el dinero! ¡El tiene la culpa de todo! -rezó fatídicamente la madre, cuyos ojos, clavados en el suelo, seguían derramando lágrimas amarguísimas, en tanto que Manuel, sentado junto a ella y casi abrazándola, le contaba con aquella inocente ingenuidad de niño cómo había logrado conquistar el vellocino de oro…

– ¡Malhaya sea el dinero!, digo yo también… -respondió el joven con cierta acritud-. Pero no empiezo a decirlo ahora… Lo he dicho siempre; y si me fui a recorrer el mundo en busca de más oro del que nuestra sierra podía darme, ¡usted sabe en qué consistió! ¡Por lo demás, el caudal que yo traigo ha sido ganado honradamente en los campos de batalla, como los tesoros de muchos reyes de Europa! ¡Yo soy siempre el hijo de don Rodrigo Venegas!… En fin, vámonos a la ciudad… El arriero me está aguardando… Yo la acompañaré a usted con el caballo del diestro; y, si usted lo permite, esta misma noche hablaremos con su hija y quedará arreglado todo en cuatro palabras… ¡Vamos señora!… No perdamos un tiempo precioso…

Y así diciendo, el joven se puso de pie, como resuelto a marcharse en seguida.

La señá María Josefa no se levantó, sino que hundió el rostro entre las manos y comenzó a gemir desconsoladamente, exclamando con desgarrador acento:

– ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío de mi alma! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Esto es una perdición! ¡Pobre hija de mi vida!

Manuel se quedó frío como el mármol, y un sudor de muerte corrió por su descompuesto semblante.

– Señora… -tartamudeó al fin-. ¡Hablemos claro! ¿Qué nueva infamia ha ocurrido durante mi ausencia? ¿Dígamelo pronto, o voy yo mismo a averiguarlo a la ciudad!…

– ¡Manuel! ¡Manuel! -clamó la pobre anciana -. ¡A la ciudad, no! ¡Vámonos a otra parte!… Adonde tú quieras… ¡Yo te acompañaré hasta el fin del mundo! Yo pasaré contigo lo que que me reste de vida… Yo seré para ti una madre cariñosa…, una madre tiernísima…

– Pero ¿y Soledad? -gritó frenéticamente el Niño de la Bola -. ¿Qué haremos de Soledad? ¿Qué ha sido de ella? ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Sin discurrir más mentiras!

– No sé; no me lo preguntes… ¡Soledad no merece nuestro cariño! La abandonaremos… Yo misma no la veré ya más… Anda… ¡Vente, hijo mío!… Llama a ese hombre, y vámonos a América, a Portugal, a Filipinas…; adonde tú dispongas…

– ¿Y Soledad? -repitió Manuel con tal violencia, que la madre retrocedió espantada-. ¿Qué ha hecho usted de su hija? ¿Con quién se quedará Soledad?

Hubo un instante de silencio, durante el cual se oyó el tempestuoso latido de aquellos dos corazones.

Manuel fue el primero que recobró aliento para seguir marchando hacia el abismo, y dijo con la pavorosa tranquilidad del que se suicida:

– Nada tiene usted ya que explicarme… Soledad se ha casado.

La madre cayó de rodillas, por toda contestación, y tendió hacia el joven las manos cruzadas, como pidiendo indulto.

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