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Porque ya hay que decirlo: con quien verdaderamente luchaba el huérfano en aquellos parajes selváticos, sin conseguir el deseado triunfo, era con su involuntario e indestructible cariño a Soledad, como también había luchado con él inútilmente en la iglesia de Santa María bajo la protección del Niño de la Bola. Pasaba ya el mozo de los quince años; era de sangre árabe, y en su fogosa y pertinaz imaginación resplandecía más fulgente y hechicera que nunca la imagen de la niña vedada, del bien prohibido, de la felicidad imposible, mientras que su escrupulosa conciencia sentía cada vez mayor repugnancia a aquel afecto criminal, infame, sacrílego (él lo calificaba entonces así), que había venido a frustrar tantos y tantos planes de reparación y de justicia, amasados lentamente por el huérfano en tres años de meditación y de mudez. Figurábase que su padre maldeciría desde el cielo aquel amor inventado por el demonio para dejar inultas la ruina y la muerte del mejor de los caballeros, y hacía esfuerzos inauditos para arrancarse del alma el nombre de Soledad, por no ver la cariñosa luz de sus ojos, por no envidiar el regalo de su sonrisa, por matar, en fin, aquel insensato deseo de ser amigo suyo, de serlo siempre, de serlo más que nadie, que precisamente había nacido en su soberbio corazón de la misma imposibilidad de lograrlo.

No sabemos en qué habría venido a parar Manuel, ni si efectivamente hubiera acabado por cubrirse todo de vello y andar en cuatro pies como las bestias feroces, según vaticinaba el ama del cura, a no haber logrado ésta convencer a don Trinidad de que el presunto Nabucodonosor estaba más enamorado que nunca de la hija del usurero; de que tal era la causa de la desastrada vida que hacía, y de que aquel indomable y contrariado cariño daría muy pronto al traste con el poco juicio que le quedaba al infeliz, en cuyo caso ¡ya podían echarse a temblar don Elías, su esposa, su hija y todos los nacidos que se le pusieran por delante!

Penetrado que estuvo don Trinidad de estas razones, púsose a discurrir la manera de conciliar con los eternos principios de la moral y de la justicia el cariño de Manuel a Soledad, que tan execrable le había parecido tres años antes; y después de largas cavilaciones e insomnios, y de muchas conferencias con su dicha ama, con una hermana muy discreta que el ama tenía y con la propia mujer del usurero (la cual solía avistarse con el bondadoso padre de almas cuando Manuel estaba en la Sierra), hizo al fin su composición de lugar, en forma de sermón de Domingo de Cuasimodo, cuyas ideas capitales fueron las siguientes:

1.ª Que don Elías Pérez y Sánchez, alias Caifás , aunque avariento y cruel por naturaleza, obró siempre dentro de la ley escrita en sus negocios con don Rodrigo Venegas y Carrillo de Albornoz, sin compelerlo ni excitarlo nunca a que le pidiese dinero prestado, ni exigirle después otros réditos o ganancias que los estipulados solemnemente por ambas partes.

2.ª Que el haber costeado exclusivamente a sus expensas una partida armada contra los franceses, constituyó, desde luego, la mejor gloria de don Rodrigo Venegas, tanto más de agradecer y de estimar cuanto mayores perjuicios le hubiera causado; de modo y forma que si don Elías Pérez hubiese accedido a perdonarle alguna parte de su deudo, como solicitaron indiscretísimos mediadores, habría aminorado con tal indulto la importancia del patriótico servicio del buen caballero, rebajando en igual proporción el lustre de su nombre en las páginas de la historia.

3.ª Que no fue el prestamista quien puso fuego a su propia casa, sino precisamente su apurados deudores, entre los cuales figuraba en primera línea don Rodrigo Venegas, y que si éste murió por salvar los valiosos papeles de su acreedor, también se libró con ello de la ignominiosa imputación de incendiario y petardista que seguía pesando sobre los demás, y alcanzó de camino una nueva gloria, cuyo mérito consistía cabalmente en que aquella valerosa acción pareció tan desinteresada como espontánea; nobilísimo carácter que hubiera perdido desde el momento en que, por premio de ella, don Elías Pérez y Sánchez hubiera hecho alguna donación o rebaja a don Rodrigo Venegas o al pobre huérfano; pues entonces el acto heroico se habría convertido, a los ojos de los maldicientes, en un atrevido medio de ahorrarse dinero o de procurárselo a su hijo…; cosa que hubiera rechazado enérgicamente el hijodalgo desde este mundo o desde el otro.

4.ª y última. Que por consecuencia de estas premisas, y bien examinado todo lo definido en la materia por el Concilio de Trento, podía decidirse, para evitar mayores males, y supuesta la conformidad de los interesados, que no había imposibilidad moral ni impedimento canónico para que la hija de don Elías Pérez y Sánchez llegase a ser amiga, y hasta mujer, si las cosas iban a mayores, del hijo de don Rodrigo Venegas y Carrillo de Albornoz, dijese lo que quisiera el novelero y desalmado público, siempre ganoso de ajenos compromisos y desastres en que desempeñar gratis el cómodo oficio de espectador o de plañidero.

Satisfecho don Trinidad de su discurso, que puede decirse fue el que más trabajo le costó hilvanar en toda su vida, llamó a capítulo al atribulado huérfano, precisamente el día que cumplió éste dieciséis años; y, previa una larga oración en que se encomendó a la Virgen y a San Antonio de Padua, le fue exponiendo todas aquellas razones en términos muy claros, aunque no muy precisos, acabando por abrazarle y llorar, que era su argumento Aquiles en los grandes apuros.

Finalmente, después del sermón que llamaremos oficial , el buen padre cura se levantó del sillón de vaqueta que le había servido de cátedra, y descendiendo al estilo llano y pedestre, por si el joven se había quedado en ayunas, díjole a manera de corolario casero:

– Conque ya ves, alma de cántaro, que nada se opone a que te salgas con la tuya y que seas amigo de Soledad y de su familia, ni tampoco a que dentro de algunos años, cuando tengáis edad de pensar en tales barrabasadas, lleguéis a ser marido y mujer, suponiendo que esa muñeca siga queriéndote tanto como te quiere ahora …, según acaba de decirme su madre. ¿Por qué pones esos ojos tan espantados? ¿Crees tú que yo me duermo en las pajas cuando se trata de tus menores caprichos? Pues ¡sí! La señá María Josefa, que es una excelente mujer, en medio de todo, sospecha que su hija te quiere, y se alegraría en el alma de que las historias de don Elías con tu padre se transigieran, andando el tiempo, por medio de una bendición… que yo os echaría con mucho gusto. Y es que la pobre, como no ha inventado la pólvora, entra a veces en escrúpulos de si el veinticinco por ciento sería demasiada gabela, y de si eso que llaman el interés compuesto puede admitirse entre personas cristianas… En fin, ¡majaderías! ¡Cuestiones de ochavos, que nada tienen que ver con Dios ni con la felicidad de nuestra alma en este mundo ni en el otro, y que a tu buen padre no le importaron nunca un comino! Por consiguiente, ¡a ser bueno, a engordar, a vestirse como las personas regulares y a no hacer más tonterías! Ahí te tiene preparada Polonia una ropa nueva, no del todo mala, para que celebres hoy tu decimosexto natalicio. ¡Ya eres un hombre! En cuanto a don Elías, aunque andará reacio (pues es muy duro de mollera, y tu padre y tú habéis sido causa eficiente de que lo miren con tan malos ojos en el pueblo y de que el hombre tenga que vivir entre cuatro paredes como un leproso, habiendo tú hecho muy mal -y ya te lo previne, pues era una falta de respeto- en ir a sentarte todas las tardes enfrente de sus balcones, cosa que, según me ha dicho la señá María Josefa, lo ponía fuera de sí, y con mucha razón); en en cuanto a don Elías Pérez, digo, ya lo amansaremos entre todos cuando tengas veinte o veinticinco años. ¡Todavía eres un niño! Lo principal es que le sigas gustando a esa mocosa, pues ella hará que su padre le diga amén a todo, según costumbre… (¡Es mujer, y basta!… ¡Dios nos libre!) Conque anda, y lávate, y ponte la ropa nueva, no dejando de venir luego a que yo te vea hecho un brazo de mar. Polonia te ayudará a peinarte esas greñas de oso ¡Bendito sea Dios y qué trabajo cuesta criar un hombre!

Imaginémonos la emoción que causaría a Manuel este remate del discurso. ¡Soledad le amaba! ¡La madre protegía aquel cariño y soñaba con llegar algún día a casarlos! ¡El señor cura, el hombre más honrado de la tierra, no hallaba nada censurable en aquel casamiento! ¡Había, en fin, un traje nuevo que ponerse y con que poder ir en seguida a la plaza de los Venegas a tratar de ver a Soledad después de tan larga separación! ¡A Soledad, que ya tendría más de catorce años, que ya sería casi una mujer y que había hallado hermoso al niño, cuando de seguro no lo era tanto como el adolescente!

Así debieron de discurrir el egoísmo y la vanidad de Manuel en contestación al corolario de don Trinidad, y aun estamos por decir que estas lisonjeras consideraciones, más que los razonamientos morales del cuerpo del sermón, convencerían al hijo de don Rodrigo de que se había estado mortificando sin causa alguna, de que podía dar por terminadas todas sus penas y de que ya no tenía que hacer otra cosa que ponerse inmediatamente el traje nuevo y emprender una campaña pacífica en demanda de la mano de Soledad… para cinco años después, o para mucho antes si posible fuese.

Las once de la mañana iban a dar cuando el joven salió del despacho de su protector, y no eran todavía las once y media cuando ya estaba hecho un ascua de oro, en la silenciosa plaza de su mismo apellido; pero no sentado esta vez en el fatídico poyo que tantas amarguras le recordaba, sino paseándose mansamente a la puerta del Colegio de niñas, en la esperanza de que Soledad siguiese yendo todavía a él, y contando por milésimas los instantes que faltaban para las doce.

Según acababa de advertir al imberbe amante su disculpable presunción, aquella hermosura, que tan famoso lo hizo de niño, habíase aumentado extraordinariamente en la crisis de la pubertad. No obstante los rigores de su áspera vida en la Sierra, o más bien merced a ellos, casi tenía ya la estatura y robustez de todo un hombre, y aquel sello de fuerza y majestad viril que once años después produjo tal admiración en cuantos le vieron marchar a caballo entre la capital y la ciudad… Con todo, la natural lozanía de los dieciséis abriles prestaba entonces al rostro del adolescente su encantadora suavidad y virginal frescura, más realzadas que oscurecidas todavía por las vagas penumbras del apenas incipiente bozo.

En resumen: era a la par niño y hombre, tan en sazón de que una rapazuela de catorce años y medio (Soledad, verbigracia) no lo creyera demasiado persona para ella, como de que cualquier moza, mujer y hasta archimujer, lo mirase ya con ojos pecadores.

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