Se levantó del sofá y fue hacia el recién llegado con los brazos abiertos, como si se dispusiera a estrecharlo en un abrazo fraternal, pero la actitud del Gaucho y un leve movimiento de la metralleta le hicieron reconsiderar su efusivo arranque. Aun así, siguió diciendo en tono de alegre camaradería:
– Pasa y siéntate, hombre, estás entre amigos. Y no hagas caso de lo que acabas de oír. Era un debate escolástico. Romanos contra cartagineses, como en el cole. Por lo demás, todo este asunto del asesinato a mí, en mi condición de alcalde, ni me va ni me viene. Ich bin ein Berliner. Si acaso, entiéndete con este pájaro, que lleva rato tratando de crearte mala fama.
– Vuelve al sofá, quédate quieto y no abras la boca -le respondió el Gaucho. Luego, señalándome a mí con el breve cañón de la metralleta por si no tenía bastante con las dos pistolas, y torciendo la comisura de los labios en un gesto antipático, agregó-: En cuanto a ti, sabandija, tú te lo has buscado. Sin tu entrometimiento nadie habría descubierto mi secreto. Debería haberte eliminado antes. Pero saliste indemne de la bomba que puse en la peluquería y ya no me quedó dinero para más. Por las nubes se ha puesto el amonal de un tiempo a esta parte. Da lo mismo, lo que no pude hacer entonces, lo haré ahora. Sin embargo, matarte a ti no será suficiente. Te has ido de la mu y ahora todo el mundo sabe que yo maté a Pardalot. Por charlatán me obligas a cargarme a todos los aquí presentes, incluida mi propia parentela. Gracias a Dios tengo una metralleta y liquidaré el asunto en un decir jesús. Sin duda os preguntaréis de dónde he sacado la metralleta. Y el vocabulario. No tiene complicación. Como no soy inválido, amañé la silla de ruedas y escondí la metralleta y las cananas donde los demás llevan la bacinica. Todo lo fabriqué yo mismo, con mis propias manos: esta arma mortífera y las balas, de una en una, con lo único que me ha sobrado todos estos años: tiempo y paciencia. A solas en la residencia, mientras los enfermos de verdad se pegaban la gran vida, yo planeaba mi venganza y fabricaba el instrumental para llevarla a cabo. Primero os arruiné y ahora voy a mataros, como maté a Pardalot.
– Agustín -le recriminó Reinona-, después de lo que la nena y yo hemos hecho por ti, no serás capaz…
– Ya lo creo -replicó el Gaucho-. Soy capaz de eso y de más. Te mataré como a los demás, porque estoy harto de ti y porque ya no me sirves de nada. Ivet me dijo que no te quedaban joyas por vender.
– No es verdad -dijo Reinona-, mi marido las ha ido reponiendo. Si tú quieres, y él da su permiso, podemos empezar de nuevo.
– Déjalo, mamá -dijo Ivet-, ha perdido el oremus. En la residencia ha debido de contraer un virus hospitalario.
– Santi -dijo el abogado señor Miscosillas-, haga algo, que para eso cobra tres sueldos.
– No, señor -repuso Santi-, cuatro. El señor Agustín Taberner, alias el Gaucho, también me pasa una pasta.
– Pues te ha engatusado igual que a los otros -le dije-, porque fue él quien disparó contra ti desde el terrado de la casa de enfrente de mi apartamento. Sin duda quería deshacerse de un cómplice molesto que ya no le servía para sus diabólicos planes.
– Es verdad -rió el Gaucho con odiosas y execrables carcajadas-. Me he servido de todo el mundo. Todo lo he puesto al servicio de mi villanía. Soy más malo que la leche. Y ahora, basta ya. Falta poco para que amanezca y aún he de matar a mucha gente.
Y diciendo esto, enfiló hacia mí la metralleta y apretó el gatillo.