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Se fue el camarero y prosiguió el señor alcalde su relato en los siguientes términos:

– Mis cálculos habían sido optimistas y no llegué a las oficinas de El Caco Español hasta las tres menos cuarto. La puerta del garaje estaba cerrada pero el mecanismo de cierre se debía de haber descompuesto, porque se abrió al ejercer yo presión sobre la puerta propiamente dicha con esta mano o con esta otra, ahora no recuerdo. Entré en el garaje, resbalé con la grasa del suelo, me puse perdido el traje, encontré la escalera, subí. La alarma no se disparó, tal y como Pardalot había dicho. Fui hasta su despacho. La luz estaba encendida. Con voz queda llamé a Pardalot: Pardalot, ¿estás ahí? Nadie me respondió, ni siquiera Pardalot. Algo extraño sucedía.

– Ay, ay, ay -dijo el camarero incapaz de reprimir su emoción.

– Pues espere a saber cómo sigue la intriga -dijo el señor alcalde. Hizo una pausa para chuperretear el botellín de Actimel que el camarero le había servido mientras él relataba su historia, se limpió los labios y la barbilla con una servilleta de papel, se guardó la servilleta de papel en el bolsillo para reciclarla y continuó diciendo-: Entré en el despacho de Pardalot y allí estaba Pardalot, derrumbado en su silla, pálido, inmóvil, acribillado a balazos. Quise prestarle los primeros auxilios, pero no pude: ni siquiera tenía un termómetro a mano. ¿Pardalot, te encuentras bien?, le pregunté. Ni mu. Esta obstinada actitud confirmó mis sospechas: estaba muerto y dada su condición y el haber desaparecido el arma causante de su muerte, ésta no podía atribuirse a suicidio. Otra mano se la había infligido. Esto lo deduje yo solo. Sin perder un instante salí de allí por donde había entrado. Nadie me había visto. Me fui a mi casa y me bebí de un sorbo un botellín de Actimel. A lo mejor me lo acabo de beber ahora y lo confundo. No importa. Lo que importa es que en mi turbación había olvidado borrar las huellas dactilares dejadas por mí en los pomos de las puertas y otros componentes del mobiliario de oficina que había en la oficina. De momento la policía no ha venido a buscarme. Supongo que esperan el resultado de las elecciones. Si soy reelegido, igual se les ocurre dar la campanada. Salvo que…

– Salvo que antes de esa fecha se descubriera al verdadero culpable -apunté yo.

– Exactamente -dijo el señor alcalde.

*

Habría querido hacer al señor alcalde algunas preguntas pertinentes al caso, pero me lo impidió la masiva presencia del realizador de televisión y su equipo, que venían a anunciarnos el restablecimiento del suministro de fluido eléctrico y, con él, la posibilidad de reanudar la campaña electoral. Nos levantamos, estampó el señor alcalde en el libro de honor del bar su firma junto a las de algunos luchadores de catch que en los años cincuenta lo habían frecuentado, y se fue, cediéndome a mí el honor de pagar el Actimel. Cuando los alcancé ya estaban entrando en el videoclub del señor Boldo, del que la guardia urbana acababa de requisar todas las películas pornográficas. Requerido por mí, el realizador de televisión me informó de que al final habían decidido no rodar en mi peluquería, por considerarlo un lugar demasiado cutre, incluso para unas elecciones municipales, y más ahora, con los destrozos causados por el equipo de televisión y sus aparatos. Busqué a la patrulla de la guardia urbana para recuperar las tijeras y el peine, pero me dijeron que se había desplazado al Mercado de San Antonio a revender las películas requisadas en el videoclub del señor Boldo. Intenté acercarme al señor alcalde, pero éste se había revestido nuevamente de su condición y subido al mostrador del videoclub del señor Boldo y bañado por la luz de los reflectores negaba estar implicado en ningún asesinato y pedía el voto de la ciudadanía.

Regresé a la peluquería, empuñé la escoba y el recogedor y me entretuve hasta la hora de comer batallando con la alfombra de ceniza, colillas, recipientes de plástico y otros detritus que el equipo de televisión había dejado como único recuerdo de su paso. Eché el cierre y me dirigí otra vez al bar con la intención de pedir un bocadillo de calamares encebollados y de aprovechar la pausa alimentaria para pensar en lo que el señor alcalde me había referido. Pero estaba de Dios que tampoco en aquella ocasión pudiera cumplir mis propósitos. Pues no bien hube ocupado un asiento en la mesa habitual, junto a la cristalera, y llamado al camarero, vi con el rabillo del ojo una figura humana hacerme señas desesperadas desde la calle. Incluso a través de la mugre reconocí a Ivet. No a Ivet Pardalot, en cuya casa había pasado una parte de la noche anterior, sino la falsa (pero también auténtica) Ivet, a la que, para evitarle confusiones al lector, pensé por un momento aplicar un mote cariñoso (por ejemplo «Muñequita»), si bien, en vista de lo avanzado del relato, al instante rechacé la idea, me levanté, salí precipitadamente a la calle y le pregunté la causa de su presencia allí y de sus desaforadas señales, a lo que respondió Ivet diciendo:

– Ha pasado una cosa terrible. Tienes que ayudarme.

Le propuse que entráramos en el bar. Dudó unos instantes y al final se dejó conducir al interior del bar y a mi mesa. Acudió el camarero solícito (en vez de hacerme esperar media hora, como tiene por costumbre) y le pedí un bocadillo de calamares encebollados para mí y otro para Ivet, pensando que algo sabroso y nutritivo le levantaría el ánimo. Mientras tanto ella se había puesto a llorar con desconsuelo. Nunca la había visto tan desesperada. Me habría levantado y rodeado la mesa primero y luego su talle (con mis brazos) y habría vertido en sus oídos palabras de ternura y de aliento si no hubiera temido que mi acción pudiera ser malinterpretada por el camarero, por los demás parroquianos, por los curiosos que se habían congregado al otro lado de la vidriera para presenciar la escena y, muy en especial, mal interpretada por la propia Ivet. De modo que, cambiando de táctica, me quedé erguido en mi silla, puse las manos sobre el mantel y le pedí se explicase mientras trataba de esbozar la sonrisa comprensiva y cínica de quien, no obstante haber vivido mucho y estar de vuelta de todo, no desdeña ayudar al débil y luchar por una buena causa. Si conseguí transmitir a Ivet este mensaje facial o si pensó que las contracciones de mi fisonomía eran debidas a un espasmo, no me lo dijo.

– Se lo han llevado -dijo en cambio.

Le pregunté quién se había llevado qué y de dónde y respondió:

– A mi querido y desvalido padre. No sé quién ni por qué. De la residencia donde estaba ingresado desde que unos años atrás una enfermedad renal lo dejó inválido. Como mi padre sólo me tenía a mí en el mundo y yo no podía prodigarle los cuidados necesarios, busqué una residencia agradable y lo ingresé allí.

Le pregunté que por qué tendría alguien interés en secuestrar a un inválido y respondió que no lo sabía, pero que durante su última visita a la residencia, sita en la vecina y costera población de Vilassar, había creído percibir con el rabillo (del ojo) la presencia nueva en dicha residencia de una mujerona patética y repelente, cuyos rasgos no le habían resultado del todo desconocidos y a la que en aquel momento no había prestado mayor atención, pero a la que más tarde (ahora, dijo), a la luz de los sucesos acaecidos, atribuía la autoría del secuestro o la complicidad en él, pues todo en aquella mujerona le había inspirado desconfianza, aversión y repelús.

Interrumpí su explicación para decirle que este misterioso personaje no era otro que yo mismo, que tenía una forma muy particular de halagar la vanidad de los hombres, y que no me extrañaba que a pesar de sus indiscutibles encantos personales su vida sentimental no hubiera resultado hasta el momento del todo satisfactoria. Repuesta de su inicial sorpresa ante la revelación de mi verdadera identidad como mujer, preguntó por qué la había seguido hasta allí. Yo le expliqué que lo había hecho con la intención de protegerla.

– Pues cometiste una estupidez -dijo ella-, porque alguien debió de seguirte hasta Vilassar y por Vilassar. Sólo así se explica que el paradero de mi padre, hasta ayer mantenido en el máximo secreto, haya podido ser descubierto por los secuestradores.

Tal cosa no era posible, repliqué. Nadie me había seguido, no sólo por haberme disfrazado con tal arte que ni siquiera ella me había reconocido (a pesar de nuestra relación), sino por haber hecho el camino de la estación a la residencia bajo el sol, a pata, y el último trecho a cuatro patas, y este método, más que cualquier otra forma de ocultación, era eficacísimo para desembarazarse del más avezado seguidor.

– Déjame hacer una comprobación -dije, y una vez más pedí y obtuve permiso para utilizar, pagando, el teléfono del bar.

Ivet me proporcionó el número de teléfono de la residencia y a él llamé.

No costó nada localizar al comisario Flores, porque aquella misma mañana, según me contó la propia telefonista de la residencia, el comisario Flores había ingresado en la enfermería de dicha residencia con la cabeza abierta de un bastonazo.

– Por tu culpa, grandísimo esputo -rugió el comisario Flores en persona cuando hubimos establecido conexión telefónica.

Le dejé hablar un rato, si así puede llamarse el desordenado y en ocasiones repetitivo catálogo de palabrotas, denuestos, blasfemias, procacidades, maldiciones y amenazas que, intercalado con fragmentos del Cara al sol, tuvo a bien ofrecerme hasta que le interrumpí diciendo que le llamaba desde un teléfono público y que si quería desahogarse lo hiciera con cargo a su bolsillo. Entró en razón y le expuse el motivo de mi llamada.

– No me hables -dijo-, precisamente por tratar de averiguar lo que me pediste estoy como estoy. Un mártir de la amistad.

Le insté a que me contara lo ocurrido. La víspera, me contó, se había sumado a un corro de vejetes que jugaba al mus y con la habilidad y buen tino de quien se ha pasado media vida interrogando a gentes de muy variada psicología, había tratado de averiguar algo sobre el inválido objeto de mi interés. De momento sólo había sacado en claro que se llamaba (el inválido) Luis o Lluís Biosca, y que probablemente éste no era su verdadero nombre, porque uno de los vejetes afirmó haber visto bordadas en los pañuelos de batista del tal Biosca, sus camisas de hilo y sus calzoncillos (a la hora de la letrina) las iniciales A. T. Nadie conocía la naturaleza de la dolencia que le afectaba, pese a ser éste un tema de conversación harto frecuente entre los asilados, pues el tal Biosca (o A. T.), en los cuatro años que llevaba internado en la residencia de Vilassar, se había mostrado siempre reservado hasta la exageración. Y muy fino y considerado con los demás, a diferencia del comisario Flores, a quien los vejetes señalaron que para preguntar algo no hacía falta decirle a nadie que le iba a caer un buen paquete ni pegarle puntapiés en los cojones. Tal vez por esto, habían añadido los vejetes, al inválido lo visitaba con frecuencia una chica muy mona, y en cambio al comisario Flores, nadie. ¿Sólo aquella chica tan mona?, había preguntado el comisario Flores. Sí, le habían contestado los vejetes, en todos aquellos años sólo aquella chica tan mona había visitado al inválido y le había prodigado mimos y atenciones, por no hablar del bálsamo de su presencia, un verdadero regalo para la vista cansada de los vejetes, en opinión de los propios vejetes. Y por el momento, dijo el comisario Flores, aquello era todo y seguramente sería todo en el futuro, porque el inválido había sido secuestrado aquella misma mañana.

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