– Entonces, ¿por qué…?
– ¿Por qué he hecho que te pusieran en libertad?
– Sí.
– No pretenderás que conteste a tus preguntas cuando tú te niegas a contestar a las mías. Limítate a darme las gracias y a ponerte el cinturón de seguridad: conduzco como una loca.
Era cierto. Recorrimos media ciudad a la velocidad del sonido sin respetar semáforo ni señal vial alguna. Por fortuna el coche era de buena factura y ella conducía como lo que en mis años mozos se llamaba un as del volante. Detuvo el coche en la calle Ganduxer, una calle residencial, ancha y arbolada. Se abrió sola la puerta de un garaje al accionar Ivet el dispositivo destinado a tal fin, entramos, paró el motor, salimos del coche. En un ascensor de latón dorado, alfombra negra, techo de espejo y música cadenciosa subimos hasta un recibidor austeramente decorado con panoplias y cornamentas de ciervo. Le pregunté dónde estábamos.
– En mi casa -respondió-. ¿Tienes miedo?
– Yo siempre tengo miedo -le contesté.
– La servidumbre no está -dijo-. Esta mañana los he despedido a todos o les he dado vacaciones, no recuerdo. Mañana los volveré a contratar. Esta noche quería estar sola.
– Entonces me voy -dije.
– Sola contigo -dijo ella-. Sígueme.
Echó a andar sin volver la vista atrás y yo me demoré dubitativo en el recibidor.
– ¿Puedo saber adonde me lleva? -pregunté.
– A la cama -respondió sin dignarse girar el cuello para mirarme-. Para eso he pagado la fianza y te he sacado de la trena.
Tenía razón. La seguí por un pasillo amplio y suntuoso. Conforme avanzábamos por él iba encendiendo las luces. Ante una puerta cerrada de dos batientes se detuvo un instante, hizo una profunda aspiración y abrió. Esta vez no encendió ninguna lámpara. La luz del pasillo permitía ver una cama antigua, grande y algo recargada de ornamentación, con balaustres y garras de águila en vez de patas. En conjunto, un mueble estrafalario. La mueca del santocristo de talla que pendía sobre la cabecera parecía reflejar la misma opinión. Al entrar advertí que el aire de aquella habitación estaba impregnado de un olor empalagoso, como de caramelo chupado. Ivet guardaba un silencio tenso. Por romperlo, dije:
– ¿Es su cuarto?
– El suyo de él -aclaró-. De mi difunto padre.
– ¿De Pardalot?
– Sí. Mi dormitorio está en otra ala. La casa es grande. Vivíamos juntos, pero con independencia. Ésta es su habitación y su cama. La cama a la que me he referido hace un momento. No habrás pensado que te invitaba a la mía.
– De ningún modo. ¿Y su madre?
– Mi madre y mi padre se separaron hace muchos años. Mi madre se fue de Barcelona. Yo estaba en un internado y la ciudad no le ofrecía aliciente alguno. Amigos le aconsejaron un cómodo exilio en París o Londres, pero ella prefirió establecerse en Jaén, donde reside. Mi padre se volvió a casar varias veces más, pero todos sus matrimonios acabaron en otros tantos fracasos.
Mientras iba desgranando su historial familiar había entrado en la triste alcoba y encendido las velas de un candelabro. A la luz vacilante de las velas mejoraba su aspecto pero en sus ojos había destellos de demencia. Se sentó en el borde de la cama y me hizo señas para que me reuniera allí con ella.
– No creo que deba -me disculpé-. En el calabozo puedo haber cogido ladillas.
Ivet Pardalot se encogió de hombros y fijó la vista en la pared tapizada de seda carmesí.
– Mi padre -dijo- fue un hombre muy desgraciado. Por este motivo hizo desgraciada a mi madre, y ambos me hicieron desgraciadísima a mí. Toda una familia catalana sumida en la desgracia por culpa de una sola persona. Esta persona todavía vive. Y aunque ha pagado parte del mal que nos hizo, todavía le queda mucha deuda por saldar.
– Escuche -dije aprovechando una pausa en su disertación-, yo soy peluquero, no psiquiatra. Para mí no tiene sentido alimentar rencores cuando ya es tarde para remediar las cosas. Bastante difícil es ganarse los garbanzos cada día, luchar contra los achaques y tratar de darse un gusto cuando se presenta la ocasión. Usted es joven, inteligente, rica y, a la luz de las velas, hasta resulta agraciada. Si quisiera, podría conseguir cualquier cosa: un marido, un amante, un maromo. Incluso varios, si le gusta la bulla. Una vida sentimental satisfactoria no implica necesariamente una goleada. ¿No ha visto aparearse los caracoles y otros fósiles en los documentales de la televisión? Uno los ve y piensa, yo con ésa no lo haría. Pero a ellos se los ve felices. Es lo que cuenta, y todo lo demás, perder el tiempo. Bien sé que estos consejos son vulgares. En modo alguno cubren el monto de la fianza y los honorarios del letrado. Si supiera cómo saldar el resto de la deuda, lo haría sin renuencia ni demora, pero no tengo nada ni creo que lo vaya a tener a corto, medio o largo plazo. Ya le he dicho que la encuentro atractiva, y aún la encontraría más si en lugar de hacerse mala sangre alegrara esa cara. Incluso es posible que no desdeñara un revolcón, aunque no en este escenario truculento. Ahora bien, si lo que pretende es hacer de mí un instrumento de su venganza, la respuesta es no. Búsquese a otro.
Un largo silencio siguió a estas ponderadas razones. En la quietud de la noche se oía el lejano tictac de un reloj, el crujido de las maderas, el susurro del viento y el acongojado trasiego de las ánimas benditas del purgatorio.
– Yo creía -dijo Ivet con voz ronca, apenas perceptible en medio de tanta algarabía- que te interesaba resolver el caso.
– El caso no -respondí-, sólo mi caso. Yo no pertenezco a ningún estrato social. Que no soy rico, a la vista está, pero tampoco soy un indigente ni un proletario ni un estoico miembro de la quejumbrosa clase media. Por derecho de nacimiento pertenezco a lo que se suele denominar la purria. Somos un grupo numeroso, discreto, muy firme en nuestra falta de convicciones. Con nuestro trabajo callado y constante contribuimos al estancamiento de la sociedad, los grandes cambios históricos nos resbalan, no queremos figurar y no aspirarnos al reconocimiento ni al respeto de nuestros superiores, ni siquiera al de nuestros iguales. No poseemos rasgos distintivos, somos expertos en el arte de la rutina y la chapuza. Y si bien estamos dispuestos a afrontar riesgos y penas por resolver nuestras mezquinas necesidades y para seguir los dictados de nuestros instintos, resistimos bien las tentaciones del demonio, del mundo y de la lógica. En resumen, queremos que nos dejen en paz. Y como no creo que después de esta exposición haya coloquio, me marcho a mi casa, a descansar. Si vuelven a detenerme, no hace falta que me envíe a su abogado. Tampoco hace falta que me acompañe a la puerta, yo solo encontraré el camino.
Le tendí la mano para demostrarle que no me caía mal. Seguramente por la misma causa ella la aceptó.
– Veo -dijo- que me he equivocado contigo. Pensaba que no interpretarías un gesto de amistad en términos puramente monetarios. La culpa del malentendido es mía: por tener demasiado dinero no valoro lo que doy y calculo mal el efecto de la generosidad en la sordidez ajena. Ya iré aprendiendo. Por lo demás, no te preocupes: no pienso presentarte factura por mi intervención y no necesito de tus servicios, ni para llevar a término mis planes ni para aliviarme los picores. Habríamos podido acabar mejor, pero al menos nos hemos entendido. Si quieres te pido un taxi.
– Gracias -respondí-. La red de autobuses de nuestra ciudad es inmejorable.
Desanduve el pasillo cuidando de apagar las luces en el recorrido, de modo que dejé la casa sumida en la oscuridad, salvo por el distante reflejo anaranjado del candelabro en el dormitorio y la suave luminiscencia proveniente del ascensor cuando éste acudió a mi llamada y abrió educadamente sus compuertas. Dejé que se cerraran. La luz del ascensor se redujo a una raja vertical, que menguó de prisa, de arriba abajo, y desapareció tragada por la horizontal del suelo.
Durante un largo rato no pasó nada. Si creyéndome ido, Ivet hacía algo, no era algo que yo pudiera percibir con el oído a la distancia que mediaba entre la lúgubre alcoba y el tenebroso recibidor. Me puse muy nervioso. Finalmente el resplandor de las velas se agitó, bailó una sombra en las paredes del pasillo y salió Ivet llevando el candelabro en una mano, como una fantasma. Habría sido fatal para mí si se hubiera dirigido adonde yo estaba, pero tomó la dirección contraria. Para seguirla con sigilo me quité los zapatos y los dejé junto a la puerta del ascensor con la intención de recuperarlos al salir, porque sólo tenía (y sigo teniendo) aquel par. Ivet acabó de recorrer el hondo pasillo, entró en un aposento y cerró la puerta, dejándome en tinieblas. Me aplasté contra la pared de la derecha para no chocar contra la pared de la izquierda y seguí avanzando con exasperante lentitud. Por la parte inferior de la puerta que acababa de cerrar Ivet se filtró una rayita de luz eléctrica. Apliqué el oído a esta rayita y percibí un murmullo. Supuse que Ivet estaría haciendo lo que, según tengo entendido, hacen las mujeres cuando la agitación les quita el sueño y nadie las ve comer pero me equivocaba, porque de inmediato oí su voz clara y sin tropiezos decir:
– Soy yo. ¿Dormías? Lo siento… Sí, el pazguato se ha ido… No, el pazguato se muestra remiso a colaborar. Ni se lo he planteado. Sólo un tanteo… Un tanteo verbal, tontín. Sí, de capirote, como tú decías… No importa: acabará cooperando y sin cobrar un duro… No, dinero no, pero le he insinuado que me acostaría con él si se avenía… Sí, con el pazguato. No, tontín, lo decía en broma… Que no, tontín… ¿Y a ti qué te importa?… Oh…, oh…, oh… No, tontín, estoy vestida…, un vestido sin mangas, con frunces, de Sonia Rykiel… ¿Mañana? No sé. He de mirar la agenda… No, ahora no me hagas decidir nada. Me caigo de sueño, tontín. Llámame si quieres. Si no, te llamaré yo. Buenas noches. Que duermas bien, tontín.
Colgó (supongo) y retrocedí a gatas (cosa difícil siempre; más a oscuras; pruébelo si no me cree) por si salía por aquel lugar, pero debió de tomar otra ruta o quedarse donde estaba, porque se apagó la luz y ya no pasó nada más. Todavía permanecí un rato en el pasillo, a la espera de nuevos acontecimientos, hasta que me di cuenta de que yo también me estaba durmiendo, como tontín. Regresé adonde me esperaban los zapatos, llamé al ascensor, bajé sin novedad a la portería, salí a la calle. Había amanecido en la ciudad y el tráfico era denso. Fui a la parada del autobús. Lo que le había dicho a Ivet sobre nuestros transportes públicos de superficie había sido una bravata. Por fin llegó el autobús, subí, conseguí sentarme. Me di cuenta de que aún llevaba los zapatos en la mano. No se puede estar en todo.