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Le dije que tenía otros planes. Y churumbeles. Nos despedimos y yo salí corriendo a coger el autobús, porque se había hecho tardísimo.

En la peluquería encontré a Magnolio tranquilo y dueño de la situación. Con las primeras clientas, me dijo, se había puesto un poco nervioso y había cometido lo que él mismo calificó de «estropicios». Luego, sin embargo, le había ido cogiendo el tranquillo a la cosa y a la dienta número doce ya se sentía un profesional hecho y derecho.

– ¿La dienta número doce? -dije yo-, ¿pues cuántas han venido?

– Veintidós.

– No diga tonterías -le reprendí-. Aquí no vienen veintidós personas en todo el año.

– Pues veintidós han sido. Mire la caja y se convencerá.

Abrí la caja registradora y salieron volando billetes de banco. Los contamos e hicimos el reparto convenido. A continuación le dije a Magnolio que ya no le necesitaba y que podía irse. Magnolio se mostró remiso.

– Verá -acabó diciendo entre carraspeos-, mientras usted no venía yo iba pensando… A mí esto de la peluquería no se me da mal… en cambio lo de aparcar y los semáforos…

– Está bien -le atajé-. Tengo su ficha. Si le necesito ya contactaré.

– No, mire -insistió Magnolio-, es que se me ha ocurrido… Yo para el modelado tengo mano, y labia con las señoras. Naturalmente, ajustaríamos el porcentaje al rendimiento de cada cual. Pero si usted se acoge a los beneficios de la jubilación anticipada…

– Esto es el colmo -exclamé-. Le permito estar aquí dos horas en régimen de aprendizaje y ya pretende quitarme la titularidad. ¿Cómo se atreve? Usted es un pelagatos y un don nadie.

– Mi padre tenía un cebú.

– Hablo del gremio.

– Bueno, no se enfade, ya me voy. Pero si cambia de idea, llámeme. Conmigo el negocio daría un subidón, y Raimundita me podría ayudar.

– Eso, encima tráigase a su novia. Hala, fuera de aquí. Y si le veo rondando por el barrio le denuncio por no tener papeles.

*

Como es natural, las inadmisibles pretensiones de Magnolio me sulfuraron sobremanera, pero no tanto como para hacerme perder el apetito, de modo que hice un vale de caja por mil pesetas, cogí dinero en metálico por este importe y me planté en el bar de la esquina con la intención de engullir un bocadillo de calamares encebollados. Al empezar a mordisquearlo hube de volver corriendo a la peluquería, porque a través de la vidriera vi cómo varias clientas se congregaban allí y se daban tanda. Las cuales, al verme llegar derramando sonrisas y lisonjas, me preguntaron si las podía atender Magnolio, y al responderles yo que no, que Magnolio sólo había sido un episódico suplente al que no volverían a ver, pero que ya estaba yo para servirlas, se fueron todas. Esto me permitió comerme el bocadillo en santa paz, pero sumido en perplejidades.

A las seis y media vino Cándida. Llevada de su natural bondad (e inconsciencia), había rondado todos los hospitales de Barcelona preguntando por Santi, el alevoso recepcionista. Finalmente había dado con él en Can Ruti y un interno la había tranquilizado respecto de su estado: no era grave y en dos o tres días podría abandonar el hospital y reanudar sus actividades criminales, le había dicho el interno. Una herida de bala, le había explicado, era una risa en comparación con la salmonela, que tanto trabajo les daba. Si antes de ingerir una mayonesa equívoca la gente se pegase un tiro, otro gallo les cantara, había acabado diciendo el buen doctor. Reproché a Cándida su imprudencia, pero no pude por menos de agradecer el interés que mostraba por mis asuntos. Replicó que mis asuntos la traían al fresco, pero que la suerte de aquel muchacho galán y desventurado había despertado sus instintos maternales.

Estuvimos charlando (sin que viniera a impedírnoslo ninguna dienta) hasta la hora de cierre y ella se fue a su casa y yo a la pizzería, donde fui recibido con una justificada mezcla de estima y desabrimiento. Me disculpé alegando imprevistos y compromisos y prometí no alterar nunca más mis hábitos ni mi horario ni mi dieta.

– Ya veremos -dijo la señora Margarita-. Desde que empezaste a salir con aquella gachí de revista estás irreconocible.

– Si se refiere a mi vestuario, es un camuflaje -le dije.

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