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A las once o así paró de llover, se abrieron las nubes y compareció la luna en el firmamento. En la ventana del piso de Ivet me pareció distinguir la silueta de la mitad superior de Ivet. Luego desapareció esta silueta y apareció la silueta de la mitad inferior de Ivet. Por un momento pensé que Ivet se proponía dejar constancia ante un observador externo de que seguía entera, pero pronto rechacé esta idea absurda y colegí que debía de estar haciendo gimnasia. Mientras resolvía este enigma desaparecieron las dos siluetas complementarias y se apagó la luz, dejando la ventana a oscuras. Otras ventanas hicieron lo mismo. Pasada la medianoche no quedaban luces en las ventanas de aquel edificio ni en los restantes. Era una noche de recogimiento. Hasta los bares cerraban sus puertas temprano. La tranquilidad reinante me produjo un sueño invencible. Dormí un rato.

Me despertó un estruendo y una sacudida que me hizo dar varias volteretas por la acera. Era un estornudo, con el que mi organismo anunciaba su voluntad de resfriarse a causa de la lluvia, del relente y de que me habían robado el plástico mientras dormía. No así el paraguas, que había tenido la precaución de colgar por el mango de una rama del árbol alta y añosa. Clareaba y circulaban los primeros autobuses. Recogí el paraguas y en uno de aquéllos emprendí el camino de regreso a mi apartamento.

Antes de entrar llamé a la puerta de al lado. Abrió Purines, a quien pregunté si durante mi ausencia había pasado algo digno de mención.

– Nada de tu incumbencia -respondió-. Tú, en cambio, vienes hecho un san Isidro labrador. Calado, ojeroso, pálido y tiritando. ¿Te has echado al mar?

– No es nada, Purines -quise decirle. Pero un estornudo, que me lanzó al otro extremo del rellano, desmintió mi diagnóstico.

Conque me hizo entrar en su piso, aprovechar el agua de la bañera que había utilizado un cliente y aún guardaba su tibieza y propiedades para darme un baño de espuma, relajante y profiláctico, y ponerme ropa limpia y seca, mientras ella me preparaba un té. El baño me dejó como nuevo, pero la ropa que me prestó, cuando me la vi puesta en el espejo, me alarmó un tanto.

– Oye, ¿de qué voy vestido? -quise saber.

– ¡De Edita Gruberova en La filie du régiment! -respondió a gritos desde la cocina.

– ¡No sé qué es eso!

– ¡Ni falta que te hace! ¡Tu ropa está en el tendedero y con esta humedad no se secará hasta dentro de unas cuantas horas! ¡Y con la que llevas no podrás golfear!

Como por nada del mundo quería ofender a Purines (ni abusar de los signos de exclamación, que detesto), volví a mirarme al espejo y pensé que no había mal que por bien no viniese y que aquel disimulado atavío era muy adecuado para mis planes. De modo que me bebí tres tazones de té (no me gusta) que me calentaron el estómago pero no engañaron el hambre, y luego, tras reiterar mi gratitud a Purines y sacar el polvo de mi apartamento, me fui a la peluquería, adonde llegó también, con admirable puntualidad, Magnolio.

– Vaya con el modelito -exclamó al verme-. No le sabía estas aficiones.

– No piense mal -dije-. Es un disfraz. ¿Ha desayunado?

– Sí, señor. Opíparamente.

– Ah, por eso se le ve tan risueño.

– Por eso y por otro motivo no menos importante -dijo Magnolio.

Acto seguido y en tono confidencial me refirió que aquella mañana se había levantado temprano, había limpiado el coche y lo había aparcado a la puerta de la mansión de los señores Arderiu con la esperanza de trabar contacto con una de las dos criadas dominicanas de dichos señores, pues a su paso fugaz por aquélla (casa) alguien le había dicho que la encargada de ir a comprar el pan y los cruasanes para el desayuno de los señores Arderiu era precisamente Raimundita, por quien Magnolio sentía, como me había confesado con anterioridad el propio Magnolio, una afición muy acorde, por lo demás, con nuestros intereses. La suerte había favorecido a Magnolio y a eso de las seis horas y cuarenta y ocho minutos Raimundita en persona había salido a la calle con una bolsa de tela, a la sazón vacía, en la que, según todos los indicios, luego confirmados, se proponía meter el pan y los cruasanes. Entonces Magnolio había salido del coche y, dejando la puerta abierta, así como el capó, para que ella pudiera admirarlo en su totalidad, la había saludado con sobria dulzura y le había preguntado adonde iba. Ella, que casualmente se protegía de la serena con una caperucita roja, había respondido que iba a la panadería a comprar pan y cruasanes para sus amos (los señores Arderiu) como todas las mañanitas. ¿Y no le daba miedo andar sola por aquellas calles solitarias etcétera, etcétera? No; sólo se asustaba cuando le salía al paso un negrazo chango, canilludo y tutumpote. Y él: que no fuera malpensada, m'hija, que sólo había venido a acompañarla en coche por si llovía, no se fuera a mojar.

– ¿Le importaría dejar las estampas costumbristas para mejor ocasión y decirme si ha averiguado algo pertinente al caso? -le interrumpí.

– Pues la verdad es que nada -respondió un poco dolido-. Tampoco era cosa de propasarme en nuestra primera cita. Sólo, platicando de esto y de aquello, me contó Raimundita que anoche los señores Arderiu no salieron y que recibieron la visita del abogado señor Miscosillas, hombre maduro y canoso, a quien ella conocía de haberlo visto en la casa otras veces. El señor Arderiu y el abogado señor Miscosillas estuvieron hablando un buen rato, a solas. También durante el día habían recibido una invitación del señor alcalde para un mitin preelectoral, aunque este dato es poco significativo, ya que todos los censados en Barcelona hemos recibido la misma invitación para el mismo mitin.

– Poco es, en efecto -admití-, pero no está mal. Lo importante es que tenemos acceso a la casa a través de Raimundita.

– Perdone: el acceso lo tengo yo -atajó Magnolio-. Mi Raimundita no es un llavín. Claro que así vestido no parece usted un rival temible. ¿Para qué dice que se ha vestido?

– Aún no se lo he dicho -repliqué-, ni se lo voy a decir por ahora. Pero mi plan me exige abandonar la peluquería durante unas horas y había pensado que usted podría reemplazarme.

– ¿Reemplazarle yo? -exclamó Magnolio-. ¡Amos, anda! Yo no sé nada de peluquería. Y los clientes no me conocen y no se pondrán en mis manos: tengo pinta de caníbal.

– No menosprecie su sex-appeal. Ya ve qué buenos resultados le ha dado con Raimundita.

Protestó un rato pero acabó cediendo como hacía siempre. Era un encanto de persona. Pensé que si yo fuera Raimundita no dudaría en casarme con él, tanto si él me lo proponía como si no. Pero el tiempo iba pasando y había mucho por hacer, de modo que postergué para mejor ocasión estas consideraciones y me limité a iniciar a Magnolio en los secretos del corte, el marcado y la mise en plis, dejando para más adelante otros trabajos de más fuste.

– Cuidado con las orejas -dije a modo de colofón-; siempre aparecen donde uno menos las espera. Y no se meta en camisa de once varas: si le lían con los tintes, écheles agua y dígales que vuelvan mañana. En la pared está la lista de precios, pero sólo son indicativos. Procure cobrar el doble y no acepte menos de la mitad. Las propinas son para usted.

– Y el sesenta por ciento de la recaudación.

– ¿Está loco? El treinta y va que arde.

– Pongamos el fifty-fifty y no discutamos más.

– Está bien.

*

Por precaución decidí no devolver el paraguas (el cielo seguía cubierto) hasta el regreso y así provisto, pero sin desayunar, me dirigí a la Plaza de Cataluña y me situé frente a la boca de la estación subterránea de ferrocarril «Plaza de Cataluña» por la que la tarde anterior, conforme al relato de Magnolio, había entrado Ivet. Para evitar ser visto de ella cuando llegara, hice como que miraba con detenimiento (y persistencia) un escaparate de El Corte Inglés, cuya bruñida superficie me permitía vigilar por reflejo la boca de la estación (y por transparencia la mercancía) sin llamar la atención de los apresurados viajeros (al tren) que por aquélla apresuradamente entraban. La plaza estaba muy animada y también del almacén entraba y salía una febril muchedumbre adquisidora.

La espera se me hizo angustiosa. El té resulta ser diurético y yo, sin saberlo, me había bebido tres tazas colmadas en casa de Purines. Este problema, de suyo molesto, venía agravado en la ocasión por una vestimenta cuyo procedimiento me era ajeno y por la afluencia de turistas que, so pretexto de retratar tal o cual edificio, pretendían animar con una instantánea de mis frecuentes desahogos la insoportable vaciedad de sus álbumes de fotos. En estas escaramuzas andábamos cuando vi cruzar a Ivet la Ronda de San Pedro en dirección a la estación y a mí. Con la punta del paraguas me abrí paso y la seguí escaleras abajo, a corta distancia para no perderla y confiando en que el disfraz le impidiera reconocerme aunque me viese, pues soy de la opinión (aunque ellas lo nieguen) de que las mujeres, de los hombres, se fijan sobre todo en la ropa y en el pelo. Ivet, por lo demás, iba con prisa y sin recelo. De cuando en cuando echaba una ojeada a su reloj de pulsera y aceleraba el paso. Al pasar frente a un quiosco compró un periódico. Yo la seguía por la estación muy de cerca, sin prestar atención al cambio experimentado por aquel noble recinto, otrora museo de la cochambre y ahora rutilante centro de ocio, cultura y comunicaciones, provisto de una variada y aceitosa oferta gastronómica. Tan cerca de ella iba que estuvimos a pique de tropezar cuando se paró a comprar en la máquina expendedora un billete de ida y vuelta a Mataró. Mi peculio sólo alcanzaba para un billete de ida, provisto del cual, y siempre pisando los talones de Ivet, obtuve acceso al andén y luego al tren de cercanías allí puesto. Apenas hecho esto, se cerraron las puertas y arrancó el tren. Si no me agarro, me caigo.

A aquella hora el tren no iba lleno, si bien en el vagón al que subí no había ningún asiento libre ni nadie me cedió el suyo, a pesar del baño de sales, el vestuario y mi actitud recatada. Este detalle y el no haber recibido en todo el día ni un piropo me hicieron pensar que si de repente, por un capricho de los genes, me convirtiera en mujer, las cosas no me irían mejor, porque la vida no ofrece a nadie una segunda oportunidad y si la ofreciera, siendo los mismos que somos, no nos serviría para nada.

Y así, recostado contra la puerta y arrullado por esta filosofía, me quedé dormido mientras el tren circulaba por el subsuelo de la ciudad. Me despertó la luz del día al salir el tren del túnel. Ivet seguía en su asiento, enfrascada en la lectura del periódico. En el cristal vi transcurrir el paisaje sobre la transparencia de mi cara mustia. El tren circulaba junto a un muro corrido de unos dos metros de altura, totalmente cubierto de graffiti de colores. Detrás del muro se veían almacenes de ladrillo rojo, vacíos y desvencijados. Las paredes de estos almacenes también estaban cubiertas de graffiti. No había un palmo de pared sin graffiti. Ponderé con respeto la diligencia y constancia de una generación dedicada a pintarrajear todo el trayecto de Gibraltar a la frontera. En la suave cadena de montículos, bloques de viviendas destinados a la cría del pobrete violentaban el horizonte. En todas las ventanas había ropa tendida. Al cabo de un rato avistamos el mar. Como el cielo seguía opaco, en la playa no había nadie. Aparté la vista, porque el mar me deprime. La montaña también. En general me deprime el paisajismo. Todo lo que está a más de diez metros de distancia me produce desasosiego. Por suerte, al otro lado de la vía discurría la carretera y, más allá, la autopista. Con esto me distraje un poco. Los almacenes vacíos dejaron paso a desmontes y pilas de detritus. Luego fueron apareciendo urbanizaciones y centros comerciales entre espacios verdes. Unas veces había grandes bloques de apartamentos, todos iguales, otras veces, casitas bajas, también iguales, dispuestas en forma lineal o caprichosa, como si la organización general del territorio se hubiera ajustado a varios planes, todos distintos entre sí, todos malos y todos dejados a medio hacer. En los trozos no construidos, donde antes había habido huertos en bancales con higueras y almendros y una carretera sinuosa que subía por la ladera hasta llegar a una torre vigía o una ermita, ahora había césped, palmeras, pozuelos de alabastro y riegos de aspersión, en un intento de convertir aquel otrora honesto paraje suburbano en una California de segunda mano.

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