– ¿Qué le hace pensar tal cosa?
– ¿El qué?
– Que yo tengo algo que ver con la desaparición de su esposa.
– No disimule. En casa vi cómo ella le metía la mano en el bolsillo del pantalón. Del pantalón de usted. Lo hace con todos, pero siempre se fuga con el último. No tenga ningún miedo. No soy un moro. Ya le he dicho que no me opongo a las expresiones artísticas de mi mujer. Pero en este caso es distinto, por lo del peligro que le comentaba antes. Y usted también es distinto, ahora que me fijo. ¿Éste es su picadero?
– Mi domicilio.
– Oh. Parece cómodo. Todo al alcance de la mano.
– Volvamos al tema de Reinona. ¿Por qué dice que la quieren matar? ¿Quién la quiere matar? ¿Y cuál es el móvil?
– ¿Qué es un móvil?
– Conteste sólo a la primera pregunta. ¿Cómo sabe que alguien trata de matar a Reinona?
– ¿Ha oído hablar del caso Pardalot?
– Ya lo creo: soy el principal sospechoso. Pero yo no lo hice.
– Por supuesto, por supuesto. No se lo decía por esta causa. Tampoco esperaba una confesión en regla. Estamos entre caballeros. Si lo he mencionado es porque viene al pelo. Entre mi mujer y Pardalot había una relación muy especial. Reinona había estado a punto de casarse con Pardalot. Al final no se casó con Pardalot, sino conmigo. Me llamo Arderiu. Ella quería a Pardalot y Pardalot la quería a ella, pero en resumidas cuentas hizo bien casándose conmigo, porque si se hubiera casado con Pardalot ahora sería viuda. Viuda de Pardalot.
– ¿Por qué no se casó con Pardalot?
– ¿Quién? ¿Yo?
– No. Reinona. Por qué no se casó Reinona con Pardalot.
– Ah. No haga elipsis, que descarrilo. ¿Por qué no se casaron Reinona y Pardalot, pregunta usted? Pues no lo sé. Sus razones tendrían. Razones posiblemente antitéticas. Pregúnteselo a Reinona si la ve.
– ¿A usted nunca se lo dijo?
– Nunca se lo pregunté. Ya conoce la máxima: si te quieres casar, no hagas preguntas.
– Pues para no haber hecho preguntas, sabe usted muchas cosas.
– Saber, lo que se dice saber, no sé nada. Sólo los rumores que me han llegado. Y no siempre por orden cronológico. De todos modos, los hechos se produjeron como le venía diciendo. Se iban a casar y de pronto las cosas se torcieron. Al final Pardalot se casó con la viuda de Pardalot y yo, con Reinona. Pardalot tuvo una hija: Ivet Pardalot. Reinona y yo no tuvimos hijos, aunque lo intentamos. Pero no lo hicimos bien o lo que sea. Finalmente consultamos al mejor especialista en ginecología de esta ciudad: el doctor Sugrañes, hijo del célebre psiquiatra del mismo nombre. De las pruebas resultó que Reinona era estéril. Mala suerte. Pensamos adoptar un niño hawaiano, pero un día por una cosa y otro por otra, pasaron los años y no hicimos nada. ¿Hay alguna relación entre lo que le estoy contando y lo que le estoy contando?
– Depende. ¿Pardalot y Reinona se siguieron viendo después de sus respectivos matrimonios?
– Sí, claro. En esta ciudad es difícil no coincidir con todo el mundo cuando todo el mundo se reduce a media docena de familias. También se veían en privado. A escondidas.
– ¿Cómo lo sabe?
– Me lo dijeron los detectives.
– ¿Hizo seguir a Reinona?
– No, no. Ya le dije que yo no interfiero en la vida privada de mi mujer. Mi actitud es liberal, por no decir libertaria. Pero a veces he contratado detectives para que investigaran las actividades de mis socios. Uno se cansa de que le estafen, ¿sabe? Luego en los informes salía Reinona. Entrando y saliendo de un hotel o en un aeropuerto, camino de algún sitio. Ella me decía que había ido con unas amigas al festival de Salzburg o algo por el estilo. Lo habitual. Por supuesto, los detectives no sabían que Reinona es mi esposa, o habrían omitido su nombre por delicadeza, digo yo.
– Señor Arderiu o amigo Arderiu, responda con sinceridad. ¿Cree usted que Reinona pudo haber matado a Pardalot?
Tardó un rato en comprender el sentido de la pregunta, pero finalmente suspiró y dijo:
– Es una pregunta difícil de responder.
– Diga sólo sí o no. ¿Mató Reinona a Pardalot?
– Le diré lo que pienso al respecto. Pero ha de prometerme que mis palabras quedarán entre estas cuatro paredes, si no me he descontado.
– Hable usted con toda confianza -dije.
– Pues verá…
Pero en aquel momento un timbrazo interrumpió sus confidencias.
*
– ¿Quién va? -pregunté.
– Soy Magnolio -dijo una voz por el interfono-.
Acabo de librar y he venido a rendir cuentas, como quedamos.
– ¿No es un poco tarde, Magnolio?
– Lo siento, pero me ha costado mucho aparcar el coche en este barrio.
– Está bien, suba.
Pulsé el botón de apertura automática y respondí a la muda interrogación del marido de Reinona diciendo que el recién llegado era un ayudante mío al que había colocado en su propia casa (la de él y Reinona) para ver si averiguaba algo sobre el asesinato de Pardalot.
– No me gusta que todo el mundo meta las narices en mi vida privada -rezongó.
– Sólo en la de su esposa -dije para tranquilizarle.
– ¿Y eso no es humillante? -preguntó.
– No, hombre, qué va -le respondí.
– De todos modos -replicó-, preferiría que ese individuo no me viera aquí. No suelo confraternizar, ¿sabe? Despáchelo pronto; mientras, me esconderé en el cuarto de baño. ¿No? Bueno, pues en el armario. ¿Tampoco? Entonces debajo de la cama.
– Métase detrás de la cortina, bien pegadito a la pared y no se mueva ni haga ruido -le ordené señalando el suntuoso cortinaje (de percal) que enmarcaba la ventana.
Se escondió Arderiu y entró Magnolio. Ya no llevaba el uniforme de camarero, sino su habitual uniforme de chófer.
– Disculpe la tardanza -empezó diciendo-, pero cuando se hubo ido el último borrachuzo tuvimos que recoger, vaciar los ceniceros, pasar la aspiradora, lavar las copas, sacar la basura y no sé cuántas cosas más. Eso sí, no habían dejado ni un maldito canapé.
– Pronto abrirán los bares y podrá desayunar -le consolé-. Hasta entonces, dígame qué más ha visto y oído.
Se sentó en la cama para quitarse las botas, alegando tener los pies destrozados. Bajo su peso se flexionó el somier del camastro hasta el suelo y exhaló Reinona un lastimero gemido.
– Ha de engrasar estos muelles -comentó Magnolio. Luego, en respuesta a mi requerimiento, dijo-: De la conversación con el personal de servicio, aparte lo que ya le conté en la casa, no saqué mucha más información. En general el personal de servicio se muestra poco inclinado a comentar las interioridades de sus amos con un desconocido, lo cual, si bien se piensa, es lo decente. El personal de servicio está compuesto por un mayordomo, una cocinera, dos chicas para todo y un jardinero. El mayordomo es asturiano, al igual que la cocinera, si bien no existe entre ambos ninguna vinculación de otro tipo. Las dos chicas son dominicanas, residentes en España desde hace diez años, las dos con permiso de trabajo y en trámites de nacionalización. El jardinero es pakistaní, lleva dos años en Barcelona y es el único que habla catalán. El mayordomo ejerce funciones esporádicas de chófer, aunque tanto el señor Arderiu como su esposa, la señora Reinona, prefieren conducir ellos mismos sus respectivos automóviles, un Porsche Carrera plateado de 3.600 centímetros cúbicos y un Saab TS Coupé de 205 caballos, de color granate metalizado. Por cierto, hay un Porsche y un Saab idénticos mal aparcados frente a esta casa, ¿no es coincidencia? Al jardinero, como iba diciendo, compete, además del cuidado del jardín, la puesta a punto y regularización estacional de la calefacción, el aire acondicionado y el riego por aspersión, así como el mantenimiento y limpieza de la piscina y otras instalaciones. La cocinera cocina y las chicas para todo hacen el resto. De todas formas, el señor y la señora están muy poco en casa. A mediodía comen fuera y salen casi todas las noches, impelidos por una vida social intensa. Viajan con frecuencia al extranjero. Por este motivo, el personal de servicio se pasa las horas viendo la televisión, hablando por teléfono y cotorreando, salvo en contadas ocasiones, cuando hay fiestas, como la de anoche, si bien entonces se contrata personal de refuerzo. Con estas condiciones laborales y un buen salario, no abundan las críticas ni las hablillas. Sólo la cocinera alimenta un rescoldo de animadversión contra sus amos a raíz de un desagradable incidente ocurrido hará cinco o seis años. En aquella ocasión, según me ha contado ella misma, desapareció del joyero de la señora Reinona un abalorio de elevado precio. La policía interrogó al personal de servicio y las sospechas recayeron sobre la pobre cocinera, que casualmente acababa de comprarse un Renault Clío 1.2 RT, tres puertas, dirección asistida, frenos de disco, etcétera. La policía relacionó la compra del Clío 1.2 RT con el robo, pero la cocinera pudo demostrar la honrada procedencia de sus ahorros y el asunto fue sobreseído. No obstante, en palabras de la propia cocinera, el mal rato ya no se lo quitaba nadie. Incluso le había cogido manía al coche, de cuyos resultados, por otra parte, no tenía queja.
– ¿Reapareció la alhaja? -pregunté.
– No lo sé -respondió Magnolio-. El relato de la cocinera iba más por el lado psicológico y mecánico.
– ¿Y no se ha vuelto a repetir desde entonces un suceso de similares características?
– No, señor.
– Qué raro -dije-. Tendría que haber desaparecido al menos un anillo de brillantes. ¿Qué más ha podido averiguar?
El chófer abrió los brazos y se dejó caer de nuevo sobre el somier.
– Nada más -exclamó-. No ha habido tiempo para dar palique. Si supiera usted el tute que nos hemos dado… En fin, que no sirvo para espía. Soy cegato, soy negro y soy enorme. Suerte que me han pagado bien.
– ¿Quién le pagó? -pregunté.
– El mayordomo.
– ¿Sacó usted la impresión de que el mayordomo administra las finanzas de la casa?
– Obraba con seguridad y diligencia en el manejo de los caudales.
Medité unos instantes y luego dije:
– Voy atando cabos, pero son más aún los que me quedan sueltos. Y no podemos esperar a la próxima fiesta para entrar en esa casa. Magnolio, ¿se vería usted con ánimos de entablar amistad con algún miembro del personal de servicio? Ya los conoce y ellos a usted. Y con su simpatía y su don de gentes no ha de serle difícil.