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– No tengas miedo, preciosa -respondí procurando que no se me notara el jadeo por haber subido tres pisos a pie-, soy yo: tu caballero andante, tu héroe galáctico, tu supermán.

– ¿Quién? -repitió la voz trémula.

– El peluquero -respondí.

La falsa (y falsaria) Ivet abrió la puerta una rendija, vio ser yo quien allí había y me franqueó el paso. Parecía asustada y nerviosa. Apenas hube entrado, cerró y atrancó la puerta. Sólo entonces encendió la luz del recibidor, una pieza cuadrada, escuetamente decorada con una caja de contadores, de la que arrancaba un pasillo corto y lóbrego. El aire era denso y no aromático, como el de un piso que llevara cerrado varios días. Por el pasillo llegamos a una estancia bastante amplia en cuyo centro había una mesa plegable y cuatro sillas de tijera. Del techo colgaba una bombilla cubierta por una pantalla de papel de estraza. Me ofreció asiento y dijo:

– Ésta es mi casa y mi oficina o, como yo prefiero llamarla, mi agencia. Es un piso antiguo, dividido en varios apartamentos; éste, a su vez, subdividido por mí. En la parte de delante están mis habitaciones privadas. Allí sólo entro yo y quien yo decido. La otra parte del piso, donde ahora nos encontramos, la destino a oficinas. La decoración te parecerá escasa. En realidad, alquilo el mobiliario en función de la operación mercantil que llevo a cabo. Así me adapto mejor a las características de cada cliente. Si son extranjeros, modernismo catalán; si son catalanes, diseño italiano. A veces con un tatami me arreglo. Pero esto no hace al caso. ¿Puedo ofrecerte algo? Tengo las bebidas tradicionales.

– ¿Pepsi-Cola?

– No.

– Entonces nada, gracias.

– Te traeré agua, por si tienes sed -dijo ella.

Se fue por el pasillo y se metió en una puerta lateral. Como pasaban los minutos y no volvía, me asomé al cuarto contiguo. También allí las persianas estaban bajadas o los postigos cerrados, de modo que no se veía casi nada. Me pareció distinguir un armario y una cama individual deshecha. En el suelo había ropa dejada de cualquier manera. En el aire flotaba el cálido olor que dejan las personas jóvenes y limpias cuando duermen solas. Regresé a la estancia vacía cuando Ivet regresaba con un vaso de agua, que me bebí de un sorbo, porque la experiencia de la alcoba me había dejado la boca seca. Ella parecía haber recobrado la entereza: ya no daba muestras de temor y más bien estaba risueña y parlanchina.

– Vayamos por partes -empezó diciendo-. Yo no soy la hija de Pardalot, como ya sabes, porque esta mañana has ido al entierro de Pardalot y has conocido a la auténtica Ivet. Mi verdadero nombre es Lili… no, Lalá… no, Lulú… En fin, ¿qué importa? Pongamos que también me llamo Ivet: la vida está llena de coincidencias. Tengo una agencia de servicios, en la que ahora nos encontramos. No los servicios que algún malpensado podría imaginar viendo mi sinuosa figura, sino otros peores. Más vale que te lo cuente todo.

La historia de Ivet coincidía en lo esencial con la que me había referido Magnolio la noche anterior en el bar de copas. Ivet había sido modelo en Nueva York, pero luego había regresado a Barcelona y aquí (en Barcelona) había montado una empresa de catering para estafas. Por una tarifa determinada la agencia de Ivet proporcionaba lo necesario para cometer cualquier tipo de estafa, tanto los medios materiales como el personal. Magnolio era un ejemplo y en el caso presente, yo era otro. Ella seleccionaba la persona o personas más adecuadas para llevar a cabo la operación, hablaba con ellas, las convencía por el medio que fuera menester y al final, si su trabajo había sido satisfactorio, les pagaba religiosamente. Por desgracia, aquella vez las cosas no habían funcionado como de costumbre, concluyó diciendo.

Hizo una pausa y acto seguido, viendo que yo no decía nada, agregó:

– Hace un par de semanas se puso en contacto conmigo un individuo que dijo ser y llamarse Pardalot. No era Pardalot, sino alguien que suplantaba a Pardalot, pero yo entonces no lo sabía. No lo supe hasta que vi en el periódico la foto del auténtico Pardalot. El presunto Pardalot me dio tus coordenadas y me dijo que me hiciera pasar por hija suya, es decir, de Pardalot, y que te camelara para un trabajito sencillo y sin riesgo. Lo que yo te conté es lo que me contó él: que quería robar unos documentos de su propio despacho para evadir impuestos o para ocultar una evasión de impuestos o algo por el estilo, y que tú eras la persona idónea para hacerlo. Al principio no entendí el plan. Si se trataba de hacer desaparecer unos documentos de su propia oficina, lo más sencillo habría sido simular el robo, esto es, decir que alguien se había llevado los documentos y deshacerse de ellos por cualquier sistema. En cambio el plan del presunto Pardalot llevaba aparejados muchos riesgos, no siendo el menor que te pillaran con las manos en la masa. Pero el presunto Pardalot me respondió que nada podía salir mal. Todo estaba preparado para que el robo se efectuara sin contratiempos, me explicó. Incluso la cerradura del despacho había sido amañada para que cualquier palurdo pudiera abrirla al primer intento. Lo importante, dijo el presunto Pardalot, era que el ladrón dejara algún rastro de su paso: huellas dactilares, restos de pelo o semen, para la prueba del ADN. Por si eso no fuera suficiente, lo del circuito cerrado de televisión era un engaño. Una cosa es que el guardia de la puerta no te viera entrar y otra que no quedara registrada tu imagen. De este modo, una vez obtenidos los documentos, el presunto Pardalot podía mostrar una grabación en la que se te veía entrando en el edificio y cometiendo el robo.

La falsa Ivet se levantó al llegar a este punto, fue a la ventana, la abrió y separó ligeramente las lamas de la persiana para dejar entrar el aire de fuera, ya que el de dentro estaba prácticamente agotado. Pero se cuidó de no ofrecer visibilidad alguna a un observador externo.

– Aun así -dije yo cuando ella hubo regresado a la mesa-, el plan era y es descabellado. Con mis huellas y la grabación, tarde o temprano la policía dará conmigo y yo les contaré que fue el propio Pardalot quien me contrató para robar las oficinas de El Caco Español, propiedad de Pardalot, es decir, sus propias oficinas.

– Esta misma objeción -admitió Ivet- le hice yo. Pero el presunto Pardalot, al oírla, se echó a reír. Por este lado, dijo, no había problema. Precisamente, añadió sin dejar de reír, había encontrado a la persona idónea, es decir, al hombre de más limpio historial, el más modoso y el más panoli de cuantos habitan el área metropolitana.

Se refería a mí. El lector sabrá disculparme si en este punto del relato revelo algo que él (mi inmerecido lector) seguramente ya habrá deducido con anterioridad, a saber, que hasta que no me fue dada esta explicación, yo había alimentado la fatua convicción de haber sido elegido por aquella monada y por su supuesto y pajolero padre (q.e.p.d.) por mi reputación, otrora no insignificante, en los círculos gremiales del latrocinio, la marrullería, la garfiña, la impudencia y la cancamusa, e incluso, a qué negarlo, por una inclinación de ella hacia mi apariencia física, mi elegancia en el vestir, mi simpatía, mis maneras y, en suma, mi capacidad de seducción. Demasiado tarde recordé a la pobre señora Pascuala de la pescadería, cuya insolencia para conmigo adquiría ahora, a la luz de mi doloroso desengaño, su cabal e inapelable significación.

– Lo más seguro, añadió Pardalot -añadió Ivet, insensible a la amargura que debía de reflejar mi rostro-, era que la policía nunca diera contigo. Dedicarían unos días a repasar sus archivos y luego darían carpetazo al asunto. Y aun cuando hubieran dado contigo, él lo habría negado todo, y siendo Pardalot un prohombre y tú un ridículo peluquero, le habrían creído a él. En cuanto a ti, no te habría pasado nada. Con tu conducta intachable y tu cara de pazguato, el tribunal habría considerado que cometiste el robo en un momento de enajenación y te habría enviado una temporada a un centro psiquiátrico. Dicen que son como balnearios. Claro que ahora el asesinato lo complica todo un poco.

– ¿A qué asesinato te refieres? -dije.

– ¿Todavía no has atado cabos? -dijo-. El presunto Pardalot no era Pardalot. Y no se trataba de robar unos documentos propiedad de Pardalot, sino de asesinar al verdadero Pardalot y echar las culpas del crimen sobre un inocente que, dicho sea de paso, tiene tus mismas huellas dactilares y tu misma cara.

– Esto es absurdo -repliqué-. Yo no he asesinado a Pardalot, ni al presunto, ni al verdadero, ni a nadie.

– ¿Y cómo lo piensas demostrar? -preguntó-. Por supuesto, puedes ir a la policía y contarles lo sucedido, pero ¿quién te va a creer? Haber dejado sus huellas alrededor de un cadáver y aparecer en una cinta de vídeo grabada esa misma noche en la propia escena del crimen no es peccata minuta. Pero si a pesar de todo decides ir a la poli, debo advertirte que yo juraré no haberte visto nunca, y Magnolio hará otro tanto. No lo tomes a mal. A nadie le gusta verse metido en los líos ajenos, sobre todo si su posición no es del todo limpia. Por otra parte, a mí no me consta que tú no matases realmente al verdadero Pardalot. Apenas te conozco. Puedes ser un psicópata.

– Sí, pero no lo soy -repliqué-, y ahí está el problema. Porque si yo no soy un asesino, pero alguien asesinó a Pardalot, es forzoso admitir que en estos momentos anda suelto un asesino que te conoce y tiene motivos sobrados para silenciarte. Por eso enviaste a Magnolio a registrar mi apartamento y la peluquería, y a seguir mis pasos y a tratar de sonsacarme. Para ver si yo había matado a Pardalot. Ahora, convencida de mi inocencia, y viendo que Magnolio es un novato, me has hecho venir. ¿Para qué?

– Para ayudarte. ¿No confías en mí?

– No -repuse con firmeza-, es más, creo que eres embustera, ambiciosa y egoísta, como Dalila, Salomé, la Momia y otras malas mujeres que han merecido pasar a la historia por su crueldad, doblez y trapacería. Pero si me propones un trato razonable, te escucharé.

– Harás bien -dijo ella sin mostrarse ofendida por mis palabras-. En realidad la situación es más grave de lo que supones. Llevada de un mal impulso, la noche del crimen robé la carpeta azul. Pensé que podría revendérsela a Pardalot. Cuando descubrí que la persona que me había contratado no era Pardalot y que el auténtico Pardalot había sido asesinado, quise devolver la carpeta sin cobrar, pero no supe a quién. Ellos, quienes quiera que sean, aún no saben que la tengo yo. Seguramente creen que la tienes tú. Por eso quise prevenirte. Tarde o temprano irán a por ti.

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