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No contesté el correo de Jenny: no iba a haber ningún pase de magia, no iba a haber ningún sortilegio, no iba a recuperar lo que había perdido. De repente me vi volviendo a mi vieja vida de subsuelo; de repente me pareció comprender que era absurdo continuar escribiendo este libro. Y ya estaba a punto de abandonarlo definitivamente cuando descubrí cuál era su final exacto y por qué tenía que terminarlo. Ocurrió poco después de que una tarde, al salir de mi casa para comer, descubriera un paquete de tabaco lleno de porros de marihuana sobresaliendo por la ranura de mi buzón. No pude evitar sonreír. A la mañana siguiente telefoneé a Marcos, y dos días después quedamos a tomar una cerveza en El Yate.

Fue Marcos quien eligió el bar. Cuando llegué, mucho antes de la hora convenida, mi amigo ya estaba allí, sentado en un taburete, de espaldas a la puerta y acodado a la barra. Sin decir nada me senté junto a él y pedí una cerveza; Marcos tampoco dijo nada, ni siquiera apartó la vista de su copa. Era un jueves de mediados de octubre, y la última luz de la tarde estaba a punto de apagarse contra los ventanales que se abrían sobre la esquina de Muntaner y Arimon. Mientras esperaba a que me sirvieran pregunté:

– ¿Cómo me has localizado?

Marcos suspiró antes de contestar.

– Por casualidad -dijo-. El otro día te vi por la calle y te seguí. Ya sabía que habías cambiado de piso, pero por lo menos podías haber avisado antes. No están las cosas como para andar tirando marihuana.

– No la has tirado -dije-. Seguro que el que alquiló el piso después de que yo me marchara te lo ha agradecido.

– Muy gracioso. -Se volvió para mirarme. Luego dijo-: ¿Cómo estás?

Con alguna aprensión yo también me volví. A primera vista no me recordó al cuarentón envejecido de nuestro último encuentro, en el MACBA o el Palau Robert, la misma noche desastrosa en que traté de seducir a Patricia; sólo parecía fatigado, tal vez aburrido: de hecho, los vaqueros desteñidos, el jersey azul muy holgado y la camisa de un azul más claro, con los faldones por fuera, le conferían un aspecto de desaliño vagamente juvenil, que no desmentían del todo ni el pelo escaso y gris ni las gafas de concha, gruesas y un poco anticuadas; una barba de dos días le sombreaba las mejillas. Mientras lo examinaba me sentí examinado por él, y antes de contestar a su pregunta me pregunté si yo le estaría recordando a un fantasma o un zombi.

– Bien -mentí-. ¿Y tú?

– Yo también.

Cabeceé aprobadoramente. El camarero me sirvió la cerveza, di un sorbo, me encendí un cigarrillo y luego se lo encendí a Marcos, que se quedó mirando el Zippo de Rodney; yo también lo miré; por un momento me pareció un objeto remoto y extraño, un aerolito minúsculo o un fósil o un superviviente de una glaciación; por un segundo me pareció que el perro que había grabado en él no sonreía, sino que se estaba burlando de mí. Dejé el mechero sobre la barra, encima del paquete de tabaco; pregunté:

– ¿Cómo está Patricia?

Marcos volvió a suspirar.

– Nos separamos hace más de un año -dijo-. Creí que lo sabías.

– No lo sabía.

– Bueno, da lo mismo -dijo como si de veras diera lo mismo, palpándose con una mano la barba crecida; observé que una mancha de pintura oscurecía un poco su dedo anular-. Supongo que llevábamos demasiados años juntos y, en fin… Desde hace unos meses está viviendo en Madrid, así que ya no la veo.

No dije nada. Continuamos bebiendo y fumando en silencio, y en un determinado momento me acordé inevitablemente de la última vez que había estado en El Yate, diecisiete años atrás, con Marcos y con Marcelo Cuartero, cuando éste me propuso marcharme a Urbana y todo empezó. Paseé la mirada por el bar. Yo recordaba un lujoso local de la parte alta, inaccesible a nuestra economía de indigentes, frecuentado por ejecutivos y reluciente de espejos y maderas bruñidas, pero el lugar donde ahora me hallaba parecía más bien (o por lo menos me lo parecía a mí) una oscura taberna de pueblo: ciertos detalles de la decoración se esforzaban patéticamente en remedar el interior imaginario de un yate -marinas desmayadas, lámparas en forma de ancla, apliques coronados por globos de luz en forma de escualo, un reloj de péndulo en forma de raqueta de tenis-, pero las horribles cortinas de color rosa recogidas contra los marcos de los ventanales pintados de un verde horrible, las bandejas de tapas rancias alineadas en la barra sin brillo, las máquinas tragaperras parpadeando su promesa apremiante de riqueza, los camareros de uniformes manchados de caspa y la parroquia de bebedoras solitarias de Marie Brizard y de bebedores solitarios de ginebra que de cuando en cuando intercambiaban comentarios de viejos conocidos avezados al alcohol y al cinismo acercaban El Yate al Bud's Bar antes que a mi recuerdo de El Yate. De repente me sentí a gusto allí, con mi cigarrillo y mi cerveza en la mano, como si nunca hubiera debido salir de aquel bar de Barcelona con su atmósfera de bar de pueblo; de repente me pregunté por qué Marcos me había citado precisamente allí.

– ¿Por qué me has citado aquí? -pregunté.

– Hace tiempo que no venía -dijo. Y añadió-: No ha cambiado nada.

Perplejo, le pregunté si se refería al bar.

– Me refiero al bar, a la calle Pujol, al barrio, a todo -contestó-. Seguro que hasta nuestro piso está idéntico. Me jode.

Sonreí.

– ¿No irás a ponerte nostálgico?

– ¿Nostálgico? -La interrogación no contenía sorpresa, sino fastidio, un fastidio que lindaba con la irritación-, ¿Por qué nostálgico? Aquello no fue lo mejor que nos ha pasado en la vida. A veces lo parece, pero no lo fue.

– ¿No?

– No. -Frunció los labios en una mueca despectiva-. Lo mejor es lo que nos está pasando ahora.

Hubo un silencio, al cabo del cual oí que Marcos se estaba riendo; contagiado, yo también empecé a reír, y durante un rato una risa floja, rara e incontrolada nos impidió hablar. Luego Marcos propuso tomar otra cerveza y, mientras nos la servían, por preguntarle algo le pregunté por su trabajo. Marcos dio un trago de cerveza que dejó una pincelada de espuma en torno a su boca.

– Hace cosa de un año, justo después de que Patricia y yo nos separáramos, dejé de pintar -explicó-. No hacía más que sufrir. No vendía un puñetero cuadro desde hacía meses y m siquiera podía salvar los muebles echándole la culpa al mercado, ese señor tan socorrido, porque sentía que lo que pintaba era una porquería. Así que dejé de pintar. No sabes lo bien que me sentí. De repente me di cuenta de que todo era un malentendido absurdo: alguien o algo me había convencido de que yo era un artista cuando en realidad no lo era, y por eso sufría tanto y todo era una mierda. Veinte años tirando en una dirección cuando en realidad quería ir hacia otra, veinte años al basurero… Un maldito malentendido. Pero, en vez de deprimirme, en cuanto comprendí eso me sentí bien, fue como si me hubiera quitado un peso enorme de encima. Así que decidí cambiar de vida. -Dio una calada al cigarrillo y otra vez empezó a reírse, pero se atragantó con el humo y la tos le cortó la risa-. Cambiar de vida -continuó después de un trago de cerveza que le aclaró la garganta-. Menudo camelo. Hay que ser gilipollas para creer que se puede cambiar de vida, como si con cuarenta años todavía no supiéramos que no somos nosotros los que cambiamos la vida, sino la vida la que nos cambia a nosotros. En fin… El caso es que alquilé una casa en el campo, en un pueblo de la Cerdanya, y lo mandé todo al diablo. El primer mes fue estupendo: paseaba, cuidaba el huerto, charlaba con los vecinos, no hacía nada; incluso conocí a una chica, una enfermera que trabaja en Puigcerdá. Aquello parecía el paraíso, y empecé a hacer planes para quedarme allí. Hasta que se jodio. Primero fueron los problemas con los vecinos, luego la chica se aburrió de mí, luego yo empecé a aburrirme. De repente los días se me hacían eternos, me preguntaba qué demonios hacía allí. -Calló un momento y preguntó-: ¿Sabes lo que hice entonces? -Lo imaginaba, casi lo sabía, pero dejé que fuera Marcos quien respondiera a su propia pregunta-. Me puse a pintar. Tiene huevos. Me puse a pintar por aburrimiento, para entretener el tiempo, porque no tenía nada mejor que hacer.

Pensé en mi libro interrumpido y en los dos alegres y arrogantes kamikazes que Marcos y yo habíamos imaginado ser diecisiete años atrás y en las obras maestras con las que piteábamos vengarnos del mundo. Dije:

– Me parece una razón tan buena como cualquier otra.

– Te equivocas -discrepó Marcos-. Es la mejor razón. O por lo menos la mejor que se me ocurre a mí. La prueba es que nunca me he divertido tanto pintando como desde entonces. No sé si lo que he pintado es bueno o es malo. Puede que sea malo. O puede que sea lo mejor que he pintado en mi vida. No lo sé, y la verdad es que me da igual. Lo único que sé es que, bueno… -Dudó un momento, me miró y pensé que iba a escapársele la risa de nuevo-. Lo único que sé es que si no lo hubiese pintado aún estaría viviendo en aquel pueblo de mierda.

Aunque las manecillas del reloj de péndulo en forma de raqueta estaban congeladas marcando las cinco, sin duda ya eran más de las nueve, porque los bebedores solitarios de ginebra y de Marie Brizard habían desaparecido de El Yate y los camareros llevaban un rato sirviendo la cena en las mesas que se alineaban a lo largo del ventanal; más allá de éste ya era noche cerrada, y las luces de los coches y los semáforos y las farolas infundían a la calle una temblorosa sugestión de acuario. Cuando Marcos se cansó de monologar acerca de los cuadros que había pintado o imaginado o esbozado en la Cerdanya, preguntó:

– ¿Y tú?

– ¿Yo qué?

– ¿Estás escribiendo?

Le dije que no. Luego le dije que sí. Luego le pregunté si quería tomar otra cerveza. Aceptó. Mientras nos la tomábamos le conté que había dedicado los últimos meses a escribir un libro, que hacía dos semanas que lo había abandonado y que ya no estaba seguro de que mereciera la pena terminarlo, ni siquiera de querer terminarlo. Marcos me preguntó de qué iba el libro.

– De muchas cosas -dije.

– ¿Por ejemplo? -insistió.

Fue entonces cuando, al principio con desgana, casi por corresponder a las confidencias de Marcos, más tarde con interés y al final transportado por mis propias palabras, empecé a hablarle de nuestro piso compartido en la calle Pujol, del encuentro con Marcelo Cuartera en El Yate, de mi viaje a Urbana y mi trabajo en Urbana y mi amistad con Rodney, del padre de Rodney, de los años de Rodney en Vietnam, de mi retorno a Barcelona y luego a Gerona, de Paula y de Gabriel y de mi encuentro con Rodney en el hotel San Antonio de la Florida, en Madrid, de las dos tragedias que hay en la vida y de la alegría del éxito y de su euforia y su humillación y su catástrofe, de la muerte de Gabriel y de Paula, de mi purgatorio en el piso de Sagrada Familia, de túneles y subsuelos y puertas de piedra, de boquetes en las puertas de piedra, de mi viaje por Estados Unidos y mi regreso a Rantoul, de Dan y de Jenny, de los crímenes de la Tiger Forcé y de la muerte de Tommy Birban y del suicidio de Rodney, de mi retorno a Barcelona, de mi retorno frustrado a Rantoul, de los espejismos del álgebra y la geometría. Le hablé de todas estas cosas y de otras, y a medida que lo hacía supe que Jenny tenía razón, que Marcos tenía razón: debía terminar el libro. Lo terminaría porque se lo debía a Gabriel y a Paula y a Rodney, también a Dan y a Jenny, pero sobre todo porque me lo debía a mí, lo terminaría porque era un escritor y no podía ser otra cosa, porque escribir era lo único que podía permitirme mirar a la realidad sin destruirme o sin que cayera sobre mí como una casa ardiendo, lo único que podía dotarla de un sentido o de una ilusión de sentido, lo único que, como había ocurrido durante aquellos meses de encierro y trabajo y vana espera y seducción o persuasión o demostración, me había permitido vislumbrar de veras y sin saberlo el final del viaje, el final del túnel, el boquete en la puerta de piedra, lo único que me había sacado del subsuelo a la intemperie y me había permitido viajar más deprisa que la luz y recuperar parte de lo que había perdido entre el estrépito del derribo, terminaría el libro por eso y porque terminarlo era también la única forma de que, aunque fuera encerrados en estas páginas, Gabriel y Paula permaneciesen de algún modo vivos, y de que yo dejase de ser quien había sido hasta entonces, quien fui con Rodney -mi semejante, mi hermano-, para convertirme en otro, para ser de alguna manera y en parte y para siempre Rodney. Y en algún momento, mientras seguía contándole a Marcos mi libro sabiendo ya que iba a terminarlo, me asaltó la sospecha de que quizá no lo había abandonado dos semanas atrás porque no quisiera terminarlo o no estuviera seguro de que mereciera la pena terminarlo, sino porque no quería terminarlo: porque, cuando ya estaba vislumbrando su final -cuando casi sabía lo que quería decir esta historia, porque ya casi lo había dicho; cuando casi había llegado a donde quería llegar, precisamente porque nunca había sabido adonde iba-, me pudo el vértigo de ignorar lo que habría al otro lado, qué abismo o espejo me aguardaba más allá de estas páginas, cuando tuviera de nuevo todos los caminos por delante. Y fue entonces cuando no sólo supe el final exacto de mi libro, sino también cuando hallé la solución que estaba buscando. Eufórico, con la última cerveza se la expliqué a Marcos. Le expliqué que iba a publicar el libro con un nombre distinto del mío, con un seudónimo. Le expliqué que antes de publicarlo lo reescribiría por completo. Cambiaré los nombres, los lugares, las fechas, le expliqué. Mentiré en todo, le expliqué, pero sólo para mejor decir la verdad. Le expliqué: será una novela apócrifa, como mi vida clandestina e invisible, una novela falsa pero más verdadera que si fuera de verdad. Cuando terminé de explicárselo todo, Marcos permaneció unos segundos en silencio, fumando con expresión ausente; luego se tomó de un trago el resto de cerveza.

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