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– ¿Son tu mujer y tu hijo?

– Sí -contesté y, como si fuera otra persona la que hablaba por mí, continué mientras un hilo de frío igual que una culebra me recorría el espinazo-: Murieron hace un año, en un accidente de tráfico. Es la única foto que conservo de ellos.

Jenny levantó la vista de la fotografía, y en aquel momento noté que el disco de Van Morrison había dejado de sonar; la realidad parecía haberse ralentizado, recuperando su velocidad de costumbre.

– ¿Para qué has venido? -preguntó Jenny.

– No lo sé -dije, aunque sí lo sabia-. Estaba en un pozo y quería ver a Rodney. Creo que pensé que Rodney también había estado en un pozo y que había salido de él. Creo que pensé que podía ayudarme. O mejor dicho: creo que pensé que era la única persona que podía ayudarme… En fin, me doy cuenta de que todo esto suena un poco ridículo, y no sé si tiene mucho sentido para ti, pero creo que es lo que pensé.

Jenny apenas tardó en contestar.

– Tiene sentido -dijo.

Ahora fui yo quien la miré.

– ¿De veras?

– Claro -insistió, sonriendo levemente, de nuevo una ínfima red de arrugas excavada en las comisuras de su boca. Por un segundo supe o sospeché que, porque había vivido con Rodney, sus palabras no eran fruto de la compasión, sino que era verdad que entendía, que sólo ella podía entender; por un segundo sentí la suave irradiación de su atractivo, y de golpe creí comprender el atractivo que había ejercido sobre Rodney. Casi como si diese por zanjado el asunto, o como si considerase que apenas merecía que le dedicásemos más tiempo, continuó-: La culpa. No es tan difícil entender eso. Yo también podría sentirme culpable de la muerte de Rodney,¿sabes? Encontrar culpables es muy fácil; lo difícil es aceptar que no los hay.

No estaba seguro de lo que había querido decir con estas palabras, pero por algún motivo recordé otras que Rodney le había escrito a su padre: «Las cosas que tienen sentido no son verdad», había escrito Rodney. «Son sólo verdades recortadas, espejismos: la verdad es siempre absurda.» Jenny apuró su copa de vino.

– Tengo una copia de] reportaje -dijo como si no hubiera cambiado de conversación y acto seguido fuera a darme su respuesta verdadera a la duda que yo acababa de formular-, ¿Quieres verla?

Porque no la esperaba, la pregunta me desconcertó. Primero pensé que no quería ver el reportaje; luego pensé que sí quería verlo; luego pensé que quería verlo pero que no debía verlo; luego pensé que quería verlo y que debía verlo. Pregunté:

– ¿Lo has visto tú?

– Claro que no -dijo Jenny-. ¿Para qué?

Igual que si mi pregunta hubiera sido una respuesta afirmativa Jenny subió al piso de arriba, al rato regresó con la cinta de vídeo y me pidió que la acompañara hasta un cuarto que se hallaba entre la cocina y el salón, junto al arranque de las escaleras; en el cuarto había un televisor, un sofá, dos sillas, una mesita. Me senté en el sofá mientras Jenny encendía el televisor, introducía la cinta en el vídeo y me entregaba el mando a distancia.

– Te espero arriba -dijo.

Me recosté en el sofá y apreté play en el mando a distancia; a continuación empezó el reportaje. Se titulaba Secretos sepultados, verdades brutales, y duraba unos cuarenta minutos. Combinaba imágenes de archivo, en blanco y negro, pertenecientes a documentales sobre la guerra, e imágenes actuales, en color, de pueblos y campos de las regiones de Quang Ngai y Quang Nam, junto con algunas declaraciones de campesinos de la zona. Dos hilos cosían ambos bloques de imágenes: uno era una aséptica voz en off; el otro, el testimonio de un veterano de Vietnam. Lo que en síntesis narraba la voz en off era la historia externa de las atrocidades cometidas treinta y cinco años atrás por un sanguinario escuadrón de la División Aerotranspor tada 101 del Ejército Norteamericano que operó en Quang Ngai y Quang Nam, convirtiéndolas en un dilatado campo de exterminio. El escuadrón, conocido como la Tíger Forcé, era una unidad compuesta por cuarenta y cinco voluntarios que actuaban coordinados con otras unidades, pero que funcionaban con una gran autonomía y sin apenas supervisión, y a quienes se distinguía por su uniforme de camuflaje a rayas, a imitación de la piel del tigre; el catálogo de espantos que documentaba el reportaje carecía de límites: los soldados de la Tíger Forcé asesinaron, mutilaron, torturaron y violaron a cientos de personas entre enero y julio de 1969, y adquirieron celebridad entre la aterrorizada población de la zona por llevar colgados al cuello, como collares de guerra que conmemoraban brutalmente a sus víctimas, ristras de orejas humanas unidas por condones de zapatos. Al final del reportaje la voz en off mencionaba el informe del Pentágono al que en 1974 la Casa Blanca dio carpetazo con la excusa de no reabrir las llagas del conflicto recién concluido. En cuanto al veterano, aparecía sentado en un sillón, inmóvil al contraluz de una ventana, de forma que una mancha de oscuridad emborronaba su rostro; su voz, en cambio -ronca, helada, abstraída-, no había sido distorsionada: era la voz evidente de Rodney. La voz contaba anécdotas; también hacía comentarios. «Ahora todo aquello es difícil de entender», decía por ejemplo la voz. «Pero llegó un momento en que para nosotros era la cosa más natural del mundo. Al principio costaba un poco, pero enseguida te acostumbrabas y era como un trabajo cualquiera.» «Nos sentíamos dioses», decía la voz. «Y en cierto modo lo éramos. Teníamos el poder de disponer de la vida de quien quisiéramos y ejercíamos ese poder.» «Durante años no pude olvidar a todas y cada una de las personas a las que vi morir», decía la voz. «Se me aparecían constantemente, igual que si estuvieran vivas y no quisieran morir, igual que si fueran fantasmas. Luego conseguí olvidarlas, 0 eso es lo que creí, aunque en el fondo sabía que no se habían marchado. Ahora han vuelto. No me piden cuentas, ni yo se las doy. No hay cuentas pendientes. Es sólo que no quieren morir, que quieren vivir en mí. No me quejo, porque sé que es justo.» La voz cerraba el reportaje con estas palabras: «Ustedes pueden creer que éramos monstruos, pero no lo éramos. Éramos como todo el mundo. Éramos como ustedes». Cuando finalizó el reportaje me quedé un rato en el sofá, sin poder moverme, la vista clavada en la tormenta de granizo que ocupaba la pantalla del televisor. Luego saqué la cinta del vídeo, apagué el televisor y salí al porche. La ciudad estaba en silencio y el cielo lleno de estrellas; hacía un poco de frío. Encendí un cigarrillo y me puse a filmármelo mientras contemplaba la noche silenciosa de Rantouí. No sentía horror, no sentía náuseas, ni siquiera tristeza, por primera vez en mucho tiempo tampoco sentía angustia; lo que sentía era algo extrañamente placentero que no había sentido nunca, algo como un infinito agotamiento o una calma infinita y blanca, o como un sucedáneo del agotamiento o la calma que sólo dejaba ganas de seguir mirando la noche y de llorar. «Nada nuestro que estás en la nada», recé. «Nada es tu nombre, tu reino nada, tú serás nada en la nada como en la nada.» Al terminar de fumarme el cigarrillo volví a entrar en la casa y subí al piso de arriba. Jenny se había quedado dormida con un libro en el regazo y la luz encendida; Dan estaba acurrucado junto a ella. La habitación de al lado también tenía la luz encendida y la cama hecha, y deduje que Jenny la había preparado para mí. Apagué la luz de la habitación de Jenny y Dan, apagué la de la mía y me metí en la cama.

Aquella noche tardé mucho tiempo en dormirme, y al día siguiente me desperté muy temprano. Cuando Dan y Jenny se levantaron ya casi tenía listo el desayuno. Mientras desayunábamos, un poco precipitadamente porque era lunes y Dan tenía que ir al colegio y Jenny al trabajo, esquivé un par de veces la mirada de Jenny, y al terminar me ofrecí a llevarlos en coche. El colegio de Dan era, según comentó Jenny cuando aparcamos frente a él, el mismo en el que había trabajado Rodney: un edificio de ladrillo visto, de tres plantas, con un gran portón de hierro por el que se entraba al patio, rodeado de una verja metálica. Frente a la entrada ya se había congregado un grupo de padres e hijos. Nos sumamos al grupo y, cuando por fin se abrió el portón, Dan dio un beso a su madre; luego se volvió hacia mí y, escrutándome con los grandes ojos marrones de Rodney, me preguntó si iba a volver. Le dije que sí. Me preguntó que cuándo. Le dije que pronto. Me preguntó si le estaba mintiendo. Le dije que no. Asintió. Entonces, porque creí que iba a darme un beso, inicié el gesto de agacharme, pero me frenó alargándome la mano; se la estreché. Luego le vimos perderse con su mochila de párvulo por el patio de cemento, entre el guirigay de sus compañeros.

Mientras regresábamos al coche Jenny me propuso tomar un último café: aún tenía un rato antes de empezar a trabajar, dijo. Fuimos a Casey's General Store y nos sentamos junto a un ventanal que daba a los surtidores de gasolina y, más allá, al cruce de entrada a la ciudad; por los altavoces sonaba en sordina una melodía country. Reconocí a la camarera que nos atendió: era la misma que el domingo me había indicado de cualquier manera el camino hasta la casa de Rodney. Jenny cruzó unas palabras con ella y luego le pedimos dos cafés.

– Cuando Rodney volvió de España me dijo que querías escribir un libro sobre él -dijo Jenny en cuanto la camarera se hubo marchado-. ¿Es verdad?

Yo me había preparado para que Jenny me preguntara por el reportaje, pero no por lo que me preguntó. La miré: sus ojos grises habían adquirido una irisación violácea y revelaban una curiosidad que iba más allá de mi respuesta, o eso me pareció. Mi respuesta fue:

– Sí.

– ¿Lo has escrito?

Dije que no.

– ¿Por qué?

– No lo sé -dije, y recordé la conversación que sobre el mismo asunto habíamos mantenido Rodney y yo en Madrid-, Lo intenté varias veces, pero no pude.

O no supe. Creo que sentía que su historia no estaba acabada, o que no la entendía del todo.

– ¿Y ahora? -preguntó Jenny.

– ¿Ahora qué?

– ¿Ahora está acabada? -volvió a preguntar-. ¿Ahora la entiendes?

Como en una súbita iluminación, en aquel momento me pareció comprender el comportamiento de Jenny desde mi llegada a Rantoul. Creí comprender por qué me había contado los últimos días de Rodney, por qué había querido mostrarme su tumba, por qué había querido que aquella noche me quedara a dormir en su casa, por qué había querido que viese el reportaje sobre la Tiger Forcé: igual que si las palabras tuvieran el poder de dotar de sentido o de una ilusión de sentido a lo que carece de él, Jenny quería que yo contara la historia de Rodney. Pensé en Rodney, pensé en el padre de Rodney, pensé en Tommy Birban, pero sobre todo pensé en Gabriel y en Paula, y por vez primera intuí que todas aquellas historias eran en realidad la misma historia, y que sólo yo podía contarla.

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