– Ese hombre, el de la izquierda, es Jacinto Solana -dijo Manuel, a su espalda.
Minaya recordaba una alta figura de pelo gris, una mano pálida y grande sobre sus hombros, pero el rostro que aquella tarde descendió hacia él para besarlo tenuemente en las mejillas se había borrado siempre en su memoria ante la exactitud casi temible del gran reloj cuyo péndulo dorado oscilaba despacio tras el cristal de una caja con apariencia de ataúd. Ahora, cuando el reloj y las estanterías y la casa entera cobraban dimensiones sin misterio, la antigua figura de pelo gris se desvanecía ante Minaya suplantada por las facciones de un desconocido. Era mucho menos alto que en los recuerdos y no tan corpulento como en la fotografía, y tenía el pelo blanco y la estatura desarbolada no por la vejez, sino por el largo abandono y la costumbre de la enfermedad, esa dolencia cardiaca que le había quedado de sus heridas en la guerra y que se agravaba con los años, alimentada por él mismo, por su desidia, porque seguía fumando y nunca tomaba las pastillas que le recetaba Medina. Cualquier sobresalto le provocaba violentas palpitaciones y un dolor oscuro y tenaz que no le permitía dormir y era como una mano de sombra que penetrara en su pecho para apretarle el corazón hasta el límite de la asfixia en el preciso instante en que lo vencía el sueño. Se incorporaba, estremecido por la certeza de que había estado a punto de morir, encendía la luz y se quedaba inmóvil sobre la cama, la mano en el corazón, atenta a su latido, y ya no podía volver a dormirse hasta el alba, pues apenas cerraba los ojos se desataba el vértigo del miedo y la mano invasora se deslizaba otra vez dentro de su cuerpo, palpando entre los pulmones y las costillas, subiendo desde el vientre, como un reptil que calladamente se le enroscara al corazón. El miedo al ataque definitivo y la atención obsesiva con que se auscultaba probablemente hacían más grave su dolencia, pero también terminaron por permitirle que adquiriera una serena familiaridad con la muerte, pues sabía el modo en que iba a venir y al reconocerla desde lejos poco a poco había dejado de temerla. Sería, como tantas veces, ese dolor en el brazo izquierdo, la punzada en el pecho traspasándolo sin previo aviso, igual que un disparo o una cuchillada, tal vez cuando desayunaba a solas frente a los ventanales del jardín o una tarde, en la biblioteca, o derribándolo muerto sobre las tablas del palomar. Sería esa misma punzada hecha súbito disparo o puñal y la marea del espanto subiendo desde el estómago y cobrando en el pecho la forma de aquella mano ya conocida y letal que esta vez no iba a detenerse, que horadaría hasta arrancarle el aliento y el corazón para que no volviera nunca más de la angustia y pudiera quedarse dulcemente muerto y abandonado sobre la cama, mejor aún, en el palomar, sobre las mismas tablas donde Mariana agonizó con la frente hendida por una sola bala. El hábito de la soledad y la codicia de la muerte eran en él formas residuales o secretas de recordar a su mujer y a Jacinto Solana, y haberlos sobrevivido durante tantos años le parecía una deslealtad no mitigada ni por la devoción de su memoria. En el dormitorio que compartió con Mariana una sola noche guardaba su vestido de novia y los zapatos blancos y el ramo de flores artificiales que ella llevó en la mano el día de la boda. Tenía catalogados no sólo todos sus recuerdos, sino también las fotografías de Mariana y de Jacinto Solana, y las había distribuido por la casa según un orden privado y muy estricto, lo cual le permitía convertir su paso por las habitaciones en una reiterada conmemoración. No le bastaba con las pocas imágenes que un hombre puede o tiene derecho a recordar: se exigía fechas, lugares precisos, tonos exactos de luz y pormenores de ternura, enumeraciones de citas, de palabras, y de tanto pensar en Mariana y en el que fue su mejor amigo se le gastaron los recuerdos, de modo que ya no estaba seguro de que hubieran existido verdaderamente fuera de las fotografías y de su memoria. Por eso le sorprendió tanto que en la carta de su sobrino apareciera el nombre de Jacinto Solana: alguien que no era él mismo ni estaba vinculado a su casa había escuchado ese nombre muy lejos de Mágina y tenía incluso noticia de su vida y de unos versos que para Manuel no habían existido hasta entonces sino como atributos de su más secreta autobiografía. Leer ese nombre, Jacinto Solana, escrito por otra mano, en Madrid, a finales de enero de 1969, era una prueba de que el hombre a quien designaba había ciertamente vivido y dejado en el mundo rastros de su presencia que no pudieron borrar ni el tiempo ni los voraces ejecutores de uniforme azul que un día estremecieron las losas del patio y el entarimado de las habitaciones con las pisadas de sus botas y quemaron en el jardín todos los libros de Jacinto Solana y despedazaron a patadas su máquina de escribir.
Entre el murmullo amortiguado de las palomas escuchó los pasos de Inés, que subía a avisarle -tal vez pensó entonces, pero también eso formaba parte de una antigua costumbre, que así debieron sonar los pasos de Mariana cierto amanecer de 1937- y antes de que la muchacha entrara en el palomar él ya sabía que Minaya estaba esperándolo en la biblioteca, testigo de las fotografías y del dibujo de Orlando, pero también, lejanamente, de la existencia de Jacinto Solana y del tiempo que al conjuro de su nombre regresaba después de un silencio de veintidós años. «En algunos periódicos de la guerra encontré hace poco unos poemas admirables de Jacinto Solana, de quien sé, por mi padre, que fue muy amigo suyo, y al que quisiera dedicar mi tesis doctoral», había escrito Minaya, queriendo difícilmente conciliar la dignidad y la mentira. Cómo le hubiera divertido a él saber que alguien, al cabo de tantos años, pretendía escribir una grave tesis doctoral sobre su obra.
– Obra, Manuel, todo el mundo busca y tiene Obra, con mayúscula, igual que Juan Ramón. Van por la calle con la O de la Obra al cuello, como si fuera el marco del retrato en el que ya posan para la posteridad. Y yo escribiendo desde mucho antes de tener uso de razón y sin un mal libro, a los treinta y dos años, que pueda llamar mi Obra, sin estar seguro ni siquiera de que soy un escritor.
Sólo hablaba de eso, en la primavera del treinta y seis, de la necesidad de abandonar la mala vida de los periódicos y los banquetes con brindis y las revistas literarias para volver a Mágina y encerrarse en la casa de su padre y no salir de allí ni hablar con nadie hasta que no hubiera terminado un libro que todavía no se llamaba Beatus Ule y que iba a ser no sólo la justificación de su vida, sino también el arma de una incierta venganza, porque decía, con aquella sonrisa que no manifestaba ninguna clase de placidez o amargura, sino una muy calculada complicidad consigo mismo, que algunas veces el éxito de los mejores era una venganza personal. Pensaba en el y en su sonrisa sabia y fría mientras bajaba despacio las escaleras del palomar, camino del patio ya definitivamente anochecido y de la biblioteca donde lo esperaba Minaya. En el espejo del último rellano se miró para saber cómo lo vería su sobrino: estaba viejo y despeinado, y había pequeñas plumas blancas o grises en sus pantalones sucios y en su chaqueta de tweed con los bolsillos desfondados. Se alisó el pelo blanco, y no sin cierta inquietud, porque seguía siendo muy tímido, abrió la puerta de la biblioteca. De espaldas a ella, Minaya estaba mirando la fotografía de la chimenea, que en el catálogo de Manuel tenía escrito un invisible número uno, porque fue la primera que se hizo con Mariana y también la imagen más antigua que guardaba de ella. Después del primer silencio y del estupor de no reconocerse -por un momento pareció dividirlos no la inmovilidad ni el gran espacio vacío de la biblioteca, sino un foso en el tiempo- Manuel vino hacia Minaya y lo abrazó, y luego, apoyando las dos manos en sus hombros, retrocedió para mirarlo con sus ojos azules que tenían bajo los párpados un cerco de cansancio. Era, tan cerca, un desconocido, y Minaya apenas pudo encontrar en él algún rasgo que le recordara a la alta figura vislumbrada en su infancia: tal vez las manos, el pelo, la actitud de los hombros.
– La última vez que te vi casi no me llegabas a la cintura -dijo Manuel, y lo invitó a sentarse en uno de los sillones que estaban dispuestos frente al fuego, como si también eso hubiera sido previsto por la delicada aptitud que siempre tuvo para la hospitalidad-. ¿Te acordabas de la casa?
– Me acordaba del patio y de los azulejos, y de ese reloj, que entonces me daba miedo. Pero creía que todo era mucho más grande.
Lentamente el fuego, la voz atenta, los gestos de Manuel, lo despojaban de la sensación de huida y del desaliento de los trenes, y por primera vez Madrid y el recuerdo de la cárcel estaban tan lejos como la noche invernal que iba adensándose en la plaza, contra los cristales y los postigos blancos, cerrados para defenderlo. Recostado en el sillón, Minaya se rendía al cansancio y al influjo cálido del coñac y del cigarrillo inglés que Manuel le había ofrecido, oyéndose hablar, como si fuera otro, de su vida en Madrid y de la muerte de sus padres, sucedida cuando un dudoso golpe de buena fortuna en los negocios les permitió comprar un coche y concederse unas vacaciones en San Sebastián, porque su padre, que tenía nostalgias hereditarias, había deseado siempre pasar el verano como los aristócratas de las revistas ilustradas que leía en su juventud. Mintió sin voluntad, sin excesiva culpa, como si cada una de las mentiras que urdía tuvieran la virtud no de ocultar su vida, sino de corregirla. No dijo que en los últimos años había vivido en una pensión, ni tampoco que las ocasionales colaboraciones que alguna vez publicaba en revistas literarias se deslizaban sin remedio desde la indiferencia al olvido, no habló del miedo ni de la cárcel ni de los jinetes grises, pero sí del poema, Invitación, que alguien le había mostrado en el bar de la Facultad. Lo había copiado, dijo, lo había leído tantas veces que ya se lo sabía de memoria, y lo recitó despacio, sin mirar a Manuel, asiéndose a la única parte de indudable verdad que sostenía su impostura. Manuel asentía gravemente a los versos, como si también él los recordara, y cuando Minaya terminó de decirlos ninguno de los dos habló, de tal modo que la imperiosa voluntad de morir que había en aquellas palabras quedó al final suspendida y presente en la biblioteca como la última campanada de un reloj, como la sonrisa y la mirada del hombre que las había escrito. Más tarde, cuando subieron al piso de arriba para que Minaya pudiera ver su dormitorio, Manuel abrió la puerta de una habitación en la que sólo había una cama de hierro y una mesa situada frente a un espejo.