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SEGUNDA PARTE

al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido

Cervantes, Don Quijote, I, Prólogo

Aún escuchaba el rumor cóncavo de las galerías, portillos de hierro cerrándose tras los pasos de alguien, taconazos de guardias, una espesura de voces que resonaban en las altas bóvedas como el mar en una caracola y parecían voces y pasos infinitamente lejanos, el mar oscuro que se escucha en los sueños. Había dejado atrás el portillo de la última galería, alto y pintado de negro, como la reja de una catedral, y ahora pisaba corredores usuales, pavimentados de baldosas y no de cemento húmedo, con puertas grises y oficinas tranquilas al otro lado de las puertas donde interminablemente esperé y asentí, firmé impresos escritos a máquina, dócil, cobarde, temiendo siempre no haber entendido del todo lo que me decían y repitiendo mi nombre sin eludir el recelo de que al oírlo el hombre inclinado sobre la máquina de escribir levantara la cabeza para ordenar al guardia que me acompañaba que volviera a esposarme. Las oficinas eran innumerables e iguales, y en todas ellas había alguien que movía la cabeza al oír mi nombre y no me miraba, sólo leía algo en una lista y preguntaba algo y abría con aire absorto un gran libro de registro para cerrarlo luego sin haber encontrado lo que buscaba en él o pedirme que firmara en alguna parte tendiéndome sobre el mostrador una pluma que yo ya no sabía sostener entre el pulgar y el índice, demasiado delgada y demasiado frágil para mis dedos torpes por el frío, por diez años de no tocar ni usar una pluma. Ahora el guardia caminaba delante de mí golpeando rítmicamente el manojo de llaves contra el costado de su pantalón y yo ya no esperaba que la libertad y la calle estuvieran al otro lado de ninguna puerta. Ahora las puertas eran de madera y no de hierro y estaban pintadas de verde como los postigos de las ventanas, pero seguían resonando del mismo modo hondo y definitivo cuando las cerraban y no había presos barriendo los corredores. Dije mi nombre otra vez, firmé un recibo, me dieron una maleta abierta y guardé en ella mis papeles y mi ropa mientras dos guardias con la guerrera desabrochada me miraban fumando, en una habitación sin ventanas donde había armarios metálicos numerados y una lámpara baja que oscilaba sobre la mesa adensando el humo de los cigarrillos en su cono de luz. El otro guardia, el que me había guiado hasta allí, dejó pesadamente el manojo de llaves encima de la mesa y me ordenó que le siguiera, pero esta vez la última puerta que cruzamos no tenía cerrojo y daba a un patio pequeño con muros muy altos de ladrillos ocres y garitas en las esquinas del tejado, alzadas contra un cielo bajo y pálidamente gris en el que se perfilaban como estatuas simétricas dos guardias civiles con relucientes capotes de hule. No miraban al patio, no hicieron nada cuando lo crucé temblando de miedo y de ignorada alegría y sosteniendo con los dedos crispados el asa de la maleta mientras me acercaba al portón cerrado y unánime como un muro en el que alguien, otro guardia civil, abría un portillo y se apartaba a un lado para que yo pasara, diciéndome algo que ya no me detuve a oír, porque el portillo se había cerrado a mi espalda con un largo estrépito de cerrojos y yo estaba solo ante la fachada de la cárcel, bajo la bandera amarilla y roja que restallaba en el viento como las alas de un gran pájaro. La cárcel era una alta isla ocre en el descampado y la niebla. Frente a ella, al otro lado de la carretera, había un edificio de largos muros encalados y ventanas con los cristales rotos que parecía una nave industrial o un almacén abandonado. Caminé hacia allí, pisando el barro cruzado por huellas de caballerías y automóviles, pero aún no vi el automóvil negro y parado junto a una esquina: tal vez lo vi, sin reparar en él, y sólo cuando escuché el motor que se ponía en marcha recordé que lo había visto y que se movían las varillas del limpiaparabrisas a pesar de que no estaba lloviendo. Para guardarme del viento caminaba muy cerca de la pared, con el ala del sombrero sobre los ojos y las solapas del abrigo levantadas, y no me volví cuando escuché el motor y luego los neumáticos que resbalaban en el barro. Lo sentía avanzar despacio tras de mí, como si no quisiera adelantarme, y yo apresuré el paso y me acerqué más aún al muro que no terminaba nunca, camino del árbol solo y de la barraca levantada con materiales de derribo que algunas veces, desde una ventana alta de la cárcel, había visto junto a la carretera, único indicio de que existía una ciudad más allá de la llanura baldía que vislumbraban mis ojos. Los hombres que abandonaban la ciudad al amanecer montados en lentas bicicletas se detenían en ella para beber una copa de aguardiente y salían luego frotándose las manos ateridas, expulsando el vaho caliente del alcohol mientras tomaban de nuevo los manillares y enfilaban la carretera pedaleando con las cabezas hundidas entre las solapas de los chaquetones oscuros, como si partieran hacia un destierro invernal y lejano. Del techo de hojalata subía una columna de humo que el viento desbarataba entre las ramas del árbol. Sin volverme a mirar el automóvil negro empujé la puerta de tablas mal unidas y entré en un lugar angosto y cálido y lleno de humo y cajas de botellas. El mostrador era un tablón dispuesto sobre dos barriles que olía intensamente a madera empapada en alcohol. Tras él, alumbrada por una lámpara de petróleo, una mujer muy gorda daba de mamar a un niño enrojecido por el llanto. Clavados en la pared había carteles amarillentos que anunciaban remotas corridas de toros y un almanaque de 1945 en el que una negra con un chal rojo ceñido a la cintura sonreía mostrando un bote de cacao. La mujer del mostrador, inmóvil sobre una caja vacía, examinó demorada y metódica mi cara, mi maleta, el barro de mis zapatos. Le pedí una copa de coñac y no desprendió al niño de su gran pecho blanco ni dejó de mirarme cuando se levantó para buscar la botella. No miraba mis ojos, sino los indicios de lo que había sabido desde que me vio entrar: la torpeza, el recelo no mitigado aún, el modo en que mi mano sostenía la copa y la alzaba, con un leve temblor. Bebí de un trago el coñac y asentí en silencio cuando la mujer me preguntó si quería otra copa. El cristal de la pequeña ventana que daba a la carretera estaba sucio y opaco por el vaho, pero pude ver tras él la silueta negra del automóvil, que se había detenido. El alcohol me ardía con violenta dulzura en la garganta y hacía más intensos los colores de las cosas. Con la segunda copa aún intacta fui a sentarme junto a la ventana, cobijado en el abrigo, en el desvanecimiento cálido del alcohol, levantando entre mis ojos y la puerta que tal vez iba a abrirse la tenue máscara del abandono y el humo. Fumaba con los ojos entornados, aguardando, no indolente, perdido, sintiendo en mis venas la crecida del alcohol como ondulaciones sucesivas en el agua de un lago, entornaba los ojos como si aguardara el sueño para no ver sino el humo ascendido y azul y la sucia penumbra de los barriles y las botellas alineadas, la mancha roja en el calendario cuyas hojas enumeraban los días de un tiempo en el que yo no había existido. Bebí un trago y cerré del todo los ojos y al otro lado de la ventana se cerró de un golpe la puerta del automóvil negro. Cuando volví a abrirlos, ella, Beatriz, estaba mirándome entre el humo que el aire exterior y helado había estremecido, más alta de lo que yo recordaba, como impasible al tiempo, como si acabara de cumplir los treinta años que tenía la última vez que la vi, alta y grave con su melena rubia y el abrigo gris y la boina que sostenía en las manos como si no estuviera segura del modo en que debía comportarse. La mujer gorda había acostado al niño y ahora limpiaba sobre el mostrador una fila de botellas. De soslayo la vi mirarnos mientras Beatriz me abrazaba rozándome con su pelo rubio del que ascendía un perfume desconocido y tomaba mi cara áspera entre sus manos para reconocer y tocar lo que veían sus ojos no empañados por el llanto. Nos contemplaba sin interés ni pudor, con inerte fijeza, limpiando el polvo de las botellas con un trapo sucio que a veces pasaba despacio sobre el mostrador, y cuando me acerqué a ella para pedirle otra copa estudió el abrigo y las medias y los zapatos altos de Beatriz mirándome luego, con expresión diferente, como si nos comparara, preguntándose tal vez por qué una mujer que vestía así había entrado en su taberna para buscarme.

No hablábamos al principio, o sólo decíamos, entre largos silencios, las palabras necesarias e inútiles, buscando la tregua de los cigarrillos y las copas, acodados bajo la luz gris que venía del otro lado de la ventana, de la llanura donde aguardaba el automóvil negro, ocupado ahora por un hombre solo que fumaba apoyando los codos en el volante. «Creíamos que estabas muerto», dijo Beatriz, acariciando su mechero de liso y dorado metal, muy cerca de mi mano, sobre la madera manchada, aproximando sus dedos, las uñas sin pintar que hendían las nervaduras de la mesa, deteniéndose luego, cuando parecían a punto de tocarme, para rozar el filo reconocido y metálico, el paquete de cigarrillos americanos que ahora formaban parte de su perfume y de su lejanía. «Nadie sabía dónde estabas. Nadie podía decirme si habías muerto o si estabas en la cárcel o habías conseguido huir a última hora por la frontera de Francia. Una mujer me dijo que le habían dicho que te vieron enfermo o herido en el campo de Argeles, pero también decían que habías huido hacia el mar y que te hicieron preso en el puerto de Alicante. Al cabo de un año empecé a escribir y a recibir cartas. Escribí a los amigos desterrados preguntando por ti, pero no estabas en Francia, ni en Méjico, ni en Argentina. No estabas muerto ni vivo ni en ninguna parte, pero yo esperaba todos los días que me llegara una carta tuya. El mes pasado vino a casa un camarada recién salido de esta cárcel. Fue él quien nos dijo que tú también ibas a salir muy pronto.»

De modo que el ambiguo, que el sagrado plural seguía siendo cierto, a pesar del mechero dorado y las medias de seda, y aún se llamaban camaradas y no sombras o supervivientes y en plural me habían esperado y creído muerto y ahora venían para recibirme y acogerme no en el cálido interior del automóvil ni en una casa probablemente clandestina, sino en ese plural antiguo, fracasado e intacto tras el que se escondían, en estancias sucesivas, la impotencia y el miedo, el fervor de los antiguos nombres, de las banderas perdidas, la ternura no confesada de Beatriz, que buscaba mi mano sobre la mesa y no se atrevía a tocarla, rozando siempre el límite del espacio que nos dividía como la hoja de un cuchillo, la pregunta desesperada y única que ya no me haría nunca. Desde muy lejos, tras el humo, yo la miraba hablarme y calculaba las palabras que había bajo cada irrupción del silencio, indiferente, como un médico que no precisa auscultar el cuerpo tendido junto a él para saber el lugar exacto donde se aloja la dolencia. Era como si el tiempo o el azar que rija tales transfiguraciones hubieran empleado los diez últimos años en culminar una obra -el rostro, las manos, la figura de Beatriz- que antes, cuando yo la conocía, sólo estaba anunciada, y que alcanzaba su plenitud en el preludio de la decadencia. Había algo seco o cruel en sus manos delgadas, acaso la sombra de una determinación obstinada e inútil, una dureza no asida a ningún propósito, leves arrugas, como hendiduras de cuchillas, junto a sus labios, en torno a los ojos codiciosos y firmes. La miraba, sin preguntar aún, la oía hablarme de su vida durante esos años percibiendo la misma zanja en el tiempo que me habían anunciado ya las fechas de los carteles de toros pegados en las paredes sucias de la taberna y aquel mes de julio de 1945 que permanecía inerte en el calendario como una desgarradura de mi memoria. Me había esperado, dijo, queriendo envolverme en la invocación de su espera y de su recuerdo, queriendo vindicar como atributos de un suplicio común las cartas que nunca llegaron a ninguna parte, el buzón desierto en el hueco de la escalera, el horror y el hambre y la soledad del invierno de 1941, y al recordar me reclamaba para sí misma y exigía la parte de mi dolor que yo le había negado. «Y mientras tú en la cárcel, condenado a muerte, y yo sin saber nada», dijo, como si no exigiera sólo el dolor, sino también la culpa de no haber acertado a encontrarme, pero entonces alzó los ojos húmedos hacia mí y súbitamente entendió que se iba volviendo vulnerable, porque estaba sola en su recuerdo, y para defenderse se obligó al orgullo, a la mentida serenidad. Se irguió ante la copa, ante mí, encendiendo un cigarrillo con resolución excesiva, firmes los dedos en el mechero dorado, como si en ese gesto empleara todo el brío que había necesitado para sobrevivir desde la noche de mayo de 1937 en que yo me marché a Mágina sin decirle una sola palabra. «Noto que te sorprende mi aspecto. A mí también me pasaba al principio, cuando me miraba en los espejos. No te he dicho que desde el cuarenta y dos trabajo en una tienda de modas, en la Gran Vía, vendiendo ropa cara a las mujeres más ricas de Madrid. A veces hasta diseño algún modelo. ¿Te extraña? Fue como un cuento o un milagro, yo hacía cosas para un taller de costura donde no ganaba ni para pagar el alquiler y un día apareció ese hombre, Ernesto, el dueño de la tienda, y me dijo que si quería trabajar exclusivamente para él, imagínate, con el hambre que pasaba, que casi no dormía para seguir cosiendo de noche. Me parece que está enamorado de mí, como un caballero antiguo, ya sabes, me invita al teatro y me toma del brazo casi sin tocarme cuando entramos en un restaurant, siempre me regala cosas, el mechero, este abrigo, el perfume, que es carísimo. Ése es su coche, él me ha traído hasta aquí.» El hombre solo, tras la ventanilla del automóvil, perfumado y cobarde, imaginé, golpeando los dedos nerviosos contra el volante, volviéndose de vez en cuando hacia el edificio de la cárcel para comprobar que no había en la puerta guardias civiles que hubieran sospechado y lo vigilaran, muerto de celos, sin duda, de dignidad y rabia, caballero cornudo. «Claro que le he dicho quién eres y por qué estabas en la cárcel. También sabe que pertenezco al Partido, y no le importa. Dice que se alegra de que yo trabaje con él porque así no corro tanto peligro. Imagínate, quién puede sospechar de mí, si le pruebo vestidos a la mujer del director general de Seguridad.» Pero eran pocos, me dijo, regresando inesperadamente al plural de persecución y secreto en el que sin contar conmigo me incluía, éramos, también yo, muy pocos y aletargados y dispersos, lentamente nos volvíamos a reconocer y agrupar tras el desastre en que se había deshecho el espejismo del maquis, sótanos, sigilosas células que se reunían para contar muertos y discutir consignas repetidas y exhaustas, tenían o teníamos que resistir sin que el silencio se pareciera a la rendición y en un lugar de Madrid me estaba esperando la misma casa que yo había abandonado diez años atrás. «Nadie ha entrado en ella, ni Ernesto, desde que tú te fuiste.» Bebí sin decir nada, volviéndome hacia el automóvil reluciente y quieto en el descampado, cobardemente supuse que Beatriz iba ahora a acusarme. La mujer del mostrador había conectado la radio y sonaba un bolero desde una sucia lejanía. Pero la obscena voz de la radio y las palabras de Beatriz me traspasaban como si yo no existiera, muerto ya en otro descampado del mundo, extraviado y muerto, por ejemplo, en cualquiera de los cuadriculados días iguales del mes de julio de 1945. «Me acuerdo como si fuera ayer del día en que te marchaste. El quince de mayo va a hacer diez años. ¿Te acuerdas tú?» Ahora Beatriz le hablaba a otro hombre que no era yo, y ella lo sabía, pero ya no le importaba, del mismo modo que había dejado de importarle que el otro la estuviese esperando en el automóvil negro. Imperiosamente le hablaba a una sombra, a alguien que tal vez fui yo trece o catorce años atrás, cuando aún no existía Mariana ni la vergüenza de desear lo que me había sido negado, esa clase de injusticia o error que nadie repara y nadie acepta. Pero ni Beatriz ni yo teníamos la culpa de que Mariana hubiera aparecido ante mí en el estudio de Orlando, desnuda frente a un lienzo recién iniciado, con las piernas cruzadas y una paciente sonrisa de modelo, como si estuviera en un café, inocente e impúdica, deslumbrando para siempre la médula más honda y ciega de mi deseo. «Tú no te acuerdas de nada, Jacinto. Volví a casa y no estabas, y al principio tuve un miedo atroz, porque temía que te hubiera sorprendido el bombardeo de aquella tarde. Era medianoche y todavía no habías vuelto, y yo salí a la calle para buscarte. Me encontré a Orlando en un bar de la Puerta del Sol, pero no oía lo que le preguntaba, porque estaba tan borracho que se apoyaba para caminar en uno de esos adolescentes que iban siempre con él. Por fin se me quedó mirando como si no supiera quién era yo y no entendiera lo que le decía, se echó a reír, con esa risa tan desagradable que tenía cuando estaba borracho, y me dijo que habías tomado el tren de Mágina. Seguía riéndose cuando me fui de allí.»

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