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– Nos vamos a Madrid, Manuel -dijo su padre-. Y allí borrón y cuenta nueva. En Mágina no hay estímulo para un hombre emprendedor, no hay dinamismo, no hay mercado.

Entonces su madre, que estaba junto a él, muy rígida, se cubrió la cara con las manos, y Minaya tardó un poco en entender que ese ruido extraño y seco que hacía era llanto, porque nunca hasta esa tarde la había visto llorar. Fue, por primera vez, el mismo llanto sin lágrimas que aprendió a reconocer y espiar durante muchos años, y que según supo cuando sus padres ya estaban muertos y a salvo de toda desgracia o ruina, revelaba en su madre el rencor obstinado e inútil contra la vida y contra el hombre que siempre estaba a punto de hacerse rico, de encontrar el socio o la oportunidad que también él merecía, de romper el asedio de la mala suerte, de ir a la cárcel, una vez, por una estafa mediocre.

– Tu abuela Cristina, hijo mío, ella empezó nuestra desgracia, porque si no hubiera cometido la estupidez de enamorarse de mi padre y de renunciar a su familia para casarse con él ahora nosotros viviríamos en ese palacio de mi primo y yo tendría capital para triunfar en los negocios. Pero a tu abuela le gustaban los versos y el romanticismo, y cuando el infeliz de mi padre, que descanse en paz, Dios me perdone, le dedicó aquellas poesías y le dijo cuatro cursiladas sobre el amor y el crepúsculo, a ella no le importó que fuera un escribiente del Registro Civil, ni que don Apolonio, su padre, tu bisabuelo, la amenazara con desheredarla. Y la desheredó, ya lo creo, como en los folletines, y no volvió a mirarla ni a preguntar por ella durante el resto de su vida, que ya fue poca, por culpa de aquel disgusto, y le buscó la ruina a ella y a mí, y también a ti y a tus hijos si los tienes, porque a ver cómo puedo yo levantar cabeza y darte un porvenir si la mala suerte me ha perseguido desde antes de nacer.

– Pero es absurdo que te quejes. Si la abuela Cristina no se hubiera casado con tu padre tú no habrías nacido.

– ¿Y te parece poco privilegio?

Algunos días después del entierro de sus padres, que le dejaron al morir algunos retratos de familia y un raro instinto para percibir la cercanía del fracaso, Minaya recibió una carta de pésame de su tío Manuel, escrita con la misma letra muy inclinada y picuda que cuatro años más tarde reconocería en su breve invitación a que pasara en Mágina unas semanas de febrero, ofreciéndole su casa y su biblioteca y toda la ayuda que él pudiera prestarle en su investigación sobre la vida y la obra de Jacinto Solana, ese poeta casi inédito de la generación de la República sobre el que Minaya estaba escribiendo su tesis doctoral.

– Mi primo hubiera querido ser inglés -decía su padre-. Toma el té a media tarde y fuma su pipa sentado en un sillón de cuero, y encima es republicano, como si fuera un albañil.

Sin atreverse todavía a usar el llamador, Minaya busca en el abrigo la carta de su tío como si se tratara de un salvoconducto que le será exigido cuando le abran, cuando de nuevo cruce el portal donde había un zócalo de azulejos y quiera llegar al patio en el que aquella tarde anduvo como perdido, esperando a que salieran sus padres de la biblioteca, porque la criada que le hablaba de usted se lo había llevado de allí cuando empezó el llanto de su madre, poseído por la perdurable fascinación de los rostros sombríos que lo miraban desde los cuadros de los muros y de la luz y el dibujo como de grandes flores o pájaros que formaban los vidrios de la cúpula. Al principio se limitó a caminar en línea recta de una columna a otra, por que lo complacía el sonido de sus propios pasos metódicos y era como inventar uno de esos juegos que sólo conocía él, pero luego se atrevió a subir sigilosamente los primeros peldaños hacia la galería y su propia imagen en el espejo del rellano lo obligó a detenerse, guardián o enemigo simétrico que le prohibiera seguir avanzando hacia las habitaciones más altas o adentrarse en el corredor imaginario que se prolongaba al otro lado del cristal y donde tal vez guarde el olvido varios rostros no exactamente iguales de Mariana, la estampa de Manuel cuando subió tras ella con su uniforme de teniente, la expresión que tuvieron por única vez los ojos de Jacinto Solana en la madrugada del 21 de mayo de 1937, víspera ignorada del crimen, después de ser arrebatado por las caricias y el llanto sobre la hierba del jardín y de decirse que no importaban la culpabilidad ni la guerra en aquella noche en que acceder al sueño hubiera sido una traición a la felicidad.

En ese espejo donde Inés ya no volverá a mirarse Minaya sabe que buscará el rastro imposible de un niño vestido de marinero que se detuvo ante él hace veinte años cuando una voz, la de su padre, le ordenó que bajara. Era, en el patio, más alto que su primo, y al ver su chaqueta impecable y sus botas tan limpias y el opulento ademán con que consultó el reloj cuya cadena dorada le cruzaba el chaleco se hubiera dicho que él era el dueño de aquella casa. «Si yo hubiera tenido tan sólo la mitad de oportunidades que ha tenido mi primo desde que nació», decía, atrapado entre el rencor y la envidia y un inconfesado orgullo de familia, porque al fin y al cabo también él era nieto del hombre que levantó la casa. Hablaba del extravío de Manuel y del letargo en que pareció detenerse su vida desde el día en que una bala perdida mató a la mujer con la que acababa de casarse, pero nunca era más envenenada su ironía que cuando recordaba las ideas políticas de su primo y el influjo que había ejercido sobre ellas aquel Jacinto Solana que se ganaba la vida en los periódicos izquierdistas de Madrid y que una vez habló en un mitin del Frente Popular en la plaza de toros de Mágina, que fue condenado a muerte después de la guerra y luego indultado y salió de la cárcel para morir del modo que merecía en un tiroteo con la Guardia Civil. Y así, desde que tuvo uso de razón y memoria para recordar las sobremesas en que su padre hacía cabalas sobre negocios insensatos y largas operaciones aritméticas en los márgenes del periódico, renegando de la ingratitud de la fortuna y de la insultante desidia y prosperidad de su primo, Minaya concibió una imagen muy desdibujada y a la vez muy precisa de Manuel que siempre fue inseparable de aquella tarde única de su infancia y de una cierta idea de heroicidad antigua y sosegado retiro. Ahora, cuando Manuel está muerto y su verdadera historia ha suplantado en la imaginación de Minaya el misterio del hombre de pelo gris que perduró en ella durante veinte años, yo quiero invocar no su huida de esta noche, sino el regreso, el instante en que guarda la carta que recibió en Madrid y se dispone a llamar y teme que le abran, pero no sabe que es lo mismo regresar y huir, porque también esta noche, cuando ya se marchaba, ha mirado la fachada blanca y las ventanas circulares del último piso donde hay encendida una luz que no alumbra a nadie, como si el buque submarino que quiso habitar en su infancia hubiera sido abandonado y navegara sin gobierno por un océano de oscuridad. No volveré nunca, piensa, ensañado en su dolor, en la huida, en el recuerdo de Inés, porque ama la literatura y las despedidas para siempre que sólo ocurren en ella, y sube por los callejones con la cabeza baja, como agrediendo el aire, y sale a la plaza del general Orduña donde hay un taxi que lo llevará a la estación, tal vez el mismo al que subió hace tres meses, cuando vino a Mágina para buscar en casa de Manuel un refugio contra el miedo. Con mucho gusto te ayudaré si me es posible en tus investigaciones sobre Jacinto Solana, que, como ya sabrás, vivió algún tiempo en esta casa, en 1947, cuando salió de la cárcel, le había escrito, pero temo que no hallarás aquí ni un solo rastro de su obra, porque todo lo que escribió antes de morir fue destruido en circunstancias que sin duda tú sabrás imaginar.

Un pretexto, al principio, una secundaria mentira aprendida tal vez de las que urdía su padre para seguir llevando traje y corbata y zapatos lustrados, una coartada casual para que el acto de huir y no seguir resistiendo la cruda intemperie de la desgracia se pareciera a una elección positiva de la voluntad. Minaya estaba solo y como aletargado en una esquina del bar de la Facultad, lejos de todo, rozando con la punta del cigarrillo el borde de una taza vacía y aplazando en silencio el momento de salir a la avenida invernal donde montaban guardia los duros jinetes grises, y aún no se había acordado de Jacinto Solana ni de la posibilidad de usar su nombre para salvarse de la persecución, sólo pensaba, recién salido de los calabozos de la Puerta del Sol, en interrogatorios y sirenas de furgonetas policiales y en el cuerpo que había yacido como en el fondo de un pozo sobre el cemento o los adoquines de un patio de la Dirección General de Seguridad. Veía en torno suyo rostros desconocidos que se agrupaban en la barra y en las mesas cercanas con sus carpetas de apuntes y sus abrigos que parecían defenderlos con igual eficacia del invierno y de la sospecha del miedo, seguros, en el aire caliente y en la bruma del tabaco y las voces, firmes en sus nombres, en su elegido futuro, ignorando la sorda presencia entre ellos de los emisarios de la tiranía tan irrevocablemente como ignoraban, hijos del olvido, que los pinares y los edificios de ladrillo rojo por donde transitaban fueron hace treinta años el descampado de una guerra. Estaba solo para siempre y definitivamente muerto, le contó luego a Inés, desde el día en que lo atraparon los guardias y lo hicieron subir a golpes y patadas de botas negras en un furgón con rejillas metálicas, desde que salió de los calabozos con el cinturón en el bolsillo y los cordones de los zapatos en la mano, porque se los habían quitado cuando lo llevaron a la celda y sólo se los devolvieron unos minutos antes de soltarlo, tal vez para prevenir lúgubremente que no se ahorcara con ellos. Pero dijeron que el otro se había suicidado, que aprovechó un descuido de los guardias que lo interrogaban para arrojarse al patio y morir con las manos esposadas. Él, Minaya, había sobrevivido, a los golpes, a la espera atroz de que lo llamaran para un nuevo interrogatorio, pero aún después de salir el sonido más leve crecía hasta convertirse en los sueños de un estrépito de cerrojos y portones metálicos, y las sábanas de su cama eran cada noche tan ásperas como las mantas que le dieron al entrar en la celda, y su cuerpo guardaba el hedor que lo recibió en los sótanos, tras la última reja, cuando le quitaron el reloj, el cinturón, las cerillas, los cordones de los zapatos, y le entregaron aquellas dos mantas grises que olían a sudor de caballo.

Pero más hondo que el miedo a los pasos en el corredor y a las bofetadas de metódica ira, de aquellos cinco días le quedó a Minaya una ingrata sensación de impotencia y desarmada soledad que desmentía toda certeza y negaba para siempre el derecho a la redención, a la rebeldía o al orgullo. Cómo redimirse del frío que al amanecer penetraba bajo las mantas donde escondía la cabeza para no ver la perpetua luz amarilla colgada entre el corredor y la mirilla de la celda, en nombre de qué o de quién inventar una justificación para el olor de los cuerpos encerrados y de las colillas, dónde hallar un asidero que lo mantuviese firme cuando ignoraba si era de día o de noche y apoyaba la nuca en la pared esperando a que entrara un guardia y dijera su nombre. Fue en la segunda noche cuando concibió el propósito de regresar a Mágina. El frío lo despertó, y recordó que había soñado con su padre calzándose las botas en el dormitorio rojo y mirándolo con una pálida sonrisa de muerto. Le dijo a Inés que en el sueño había una luz rosa y helada y una sensación de distancia o de inasible ternura que era también la claridad de mayo entrando para despertarlo por un balcón de su infancia donde anidaban las golondrinas o detenida a media tarde sobre una plaza con acacias. Inútilmente cerró los ojos y quiso reanudar el sueño o recobrarlo entero sin gastar su delicia, su tono exacto de color, pero aún después de perderlo el nombre de Mágina sobrevivió en él como una iluminación de su memoria, como si le bastara pronunciarlo para derribar murallas de olvido y tener ante sí la ciudad intacta, ofrecida y distante sobre su colina azul, cada vez más precisa en su cualidad de invitación y en su lejanía inviolable a medida que todas las calles y rostros y habitaciones de Madrid se convertían para Minaya en trampas de una persecución que no terminó cuando lo soltaron, que seguía agazapada tras él, en torno suyo, cuando apuraba una taza de café en el bar de la Facultad y veía, al otro lado de los ventanales, entre los pinos de un verde oscuro lavado por la lluvia, a los jinetes grises, descabalgados ahora, serenos, con las viseras de los cascos alzadas, como caballeros fatigados que sin despojarse de las armaduras dejan pastar a sus corceles en la hierba húmeda de rocío, junto a los jeeps que aguardan. Alguien vino entonces y le habló de Jacinto Solana. Muerto, inédito, prestigioso, heroico, desaparecido, probablemente fusilado, al final de la guerra. Minaya había terminado el café y se disponía a marcharse cuando el otro, armado de una carpeta y de una copa de coñac, desplegó ante él su combativo entusiasmo, su amistad, que Minaya nunca solicitó, la evidencia de un hallazgo que probablemente le depararía en el porvenir un sobresaliente cum laude. Se llamaba, se llama, José Manuel Luque, le contó a Inés, y no sé imaginarlo sin riesgo de anacronismo, exaltado, supongo, adicto a las conversaciones clandestinas, ignorando el desaliento y la duda, con papeles prohibidos en la carpeta, resuelto a que el destino cumpla lo que ellos afirman, con barba, dijo Minaya, con rudas botas proletarias.

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