– Jacinto Solana. Apunta ese nombre, Minaya, porque yo haré que lo oigas en el futuro, y lee estos versos. Se publicaron en Hora de España, en el número de julio de 1937. Aunque te advierto que se trata sólo de un aperitivo para lo que verás después.
Invitación, leyó Minaya, quince versos sin rima, sin ningún ritmo evidente, como si quien los escribió hubiera renunciado con absoluta premeditación a señalar un solo énfasis para que las palabras sonaran como pronunciadas en voz baja, con sostenida frialdad, con un sereno propósito de perfección y silencio, como si la perfección no importara, y ni siquiera el acto de escribir. Un hombre solo escribía frente a un espejo y cerraba los labios antes de decir el nombre único que lo habitaba para mirarse en una tranquila invitación al suicidio. Mágina, al final, mayo de 1937. Cada verso, cada palabra sostenida sobre la negación de sí misma, era una llamada antigua que parecía haber sido escrita únicamente para que Minaya la conociera, no en un vasto futuro, sino en esa tarde precisa, justo en ese lugar, treinta y un años y ocho meses después, como si en el espejo donde ese hombre se miraba mientras escribía hubiera visto los ojos de Minaya, su predestinada lealtad.
– Valioso, Minaya, es cierto, no le niego una parte del valor que le das tú, pero todavía no has visto lo mejor. Lee estos romances. Como ves, son fotocopias de El Mono Azul. Se publicaron entre septiembre del 36 y mayo del 37.
Con ademanes de clandestinidad, de misterio, escarbó en la carpeta, entre hojas suciamente multicopiadas y cuadernos de apuntes, mirando a un lado y a otro del bar antes de mostrarle a Minaya un puñado de fotocopias que aparecieron en su mano como la paloma de un ilusionista, recién llegadas de México, dijo, frágiles, sagradas como reliquias, como los manuscritos de una fe perseguida y oculta, grávidas de memoria heroica y de conspiración. El Mono Azul, Hoja Semanal de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, Madrid, jueves, 1 de octubre de 1936, el rectángulo negro de una foto indescifrable: Rafael Alberti, José Bergantín y Jacinto Solana en las dependencias del Quinto Regimiento. Luego el otro fue desplegando ante Minaya los romances, La Milicia de Hierro, Romance de Lina Odena, El día veinte de julio, Brigadas Internacionales. El nombre al pie de cada uno de ellos, Jacinto Solana, casi borrado entre las grandes letras de los titulares, como su rostro en la fotografía, extraviado en el olvido, en un tiempo que no parecía que hubiese existido nunca, pero esa voz ya no era la misma que había escuchado Minaya cuando leyó el primer poema. Se confundía ahora con las otras, exaltada por el mismo fervor, por la monotonía del coraje, como si el hombre que había escrito los romances no fuera el mismo que se miraba encerrado y solo en el espejo de una habitación en penumbra. Leyó de nuevo el nombre de la ciudad y la fecha, Mágina, mayo de 1937, como una contraseña que el otro, José María Luque, no podía advertir, como una invitación más honda que la de los versos, sin calcular aún la posible coartada, sólo asombrado de que por segunda vez en unos pocos días hubiera vuelto a abrirse como una herida el territorio inerte de su conciencia donde yacía la ciudad, su propia vida malgastada y lejana. Yo sé que no murió, iba a decir, recordando los monólogos tristes de su padre en los que aparecía a veces el nombre de Jacinto Solana, yo sé que no desapareció del mundo al terminar la guerra, que salió de la cárcel y volvió a Mágina para seguir combatiendo como si aún perdurase en él la furia que lo animaba cuando escribió esos romances y que tal vez sólo concluyó cuando lo mataron. Pero no dijo nada, asintió en silencio al entusiasmo del otro, escuchando luego los usuales vaticinios sobre la irremediable descomposición y caída de la tiranía, sobre la unánime huelga general que la derribaría si todos, también él, Minaya, se entregaban codo a codo a la lucha. Pues parece que al cabo de treinta años siguen usando las mismas palabras no gastadas por la evidencia de la derrota, la misma ciega seguridad heredada que no pudieron aprender entonces porque no habían nacido, la palabra secreta, única, pronunciada en voz baja en habitaciones de humo y conspiración, las iniciales escritas con brochazos rojos en los muros de la medianoche, en los descampados del miedo. Ciegos, temerarios, impávidos, entre las piernas del Cíclope que da un paso y los aplasta sin advertirlo siquiera, que los levanta en su mano para arrojarlos luego al fondo de un patio tapiado de muros grises, esposados, ya muertos, todavía indemnes en su cualidad de muertos heroicos.
– Y no lo conoce nadie, Minaya, absolutamente nadie, y seguirá inédito hasta que yo lo descubra, quiero decir, si tú me guardas el secreto. Ya tengo hasta pensado el título de mi tesis doctoral, «Literatura y compromiso político en la Guerra Civil española. El caso de Jacinto Solana». No negarás que suena bien.
Minaya limpió una parte del cristal empañado y vio de nuevo a los jinetes inmóviles en las esquinas. Abrigos grises en el anochecer de enero, duros rostros embridados bajo los cascos, pértigas de caucho negro colgadas de los arzones, levantadas como sables cuando galopaban y perseguían entre los automóviles. Apuró su copa, vagamente acató la fecha y la contraseña para una cita clandestina a la que no iría, prometió silencio y gratitud, salió del bar y de la Facultad cruzando ante los jinetes y las celosías de los jeeps, deseando que no fuera adivinado el miedo en la quietud de su paso, en su cabeza baja. Bruscamente, esa noche, imaginó la mentira y escribió la carta, y le contó luego a Inés que tardó diez días interminables en recibir la respuesta de Manuel, y que en el tren nocturno en el que vino a Mágina no se escuchaba hablar a nadie y había indolentes guardias de paisano fumando contra las ventanillas oscuras de los corredores, mirándolo a veces, como si lo reconocieran.
Dijo Inés que lo vio parado entre las acacias, sin decidirse aún, examinando la casa, los balcones, las molduras de escayola blanca, como para dar tiempo a su memoria a que los reconociera, quieto y solo tras el brocal de la fuente, sin defenderse de la llovizna que le mojaba el pelo y el abrigo, indiferente a ella. Estaba cambiando las sábanas de la cama en la habitación que esa misma mañana le había dicho Manuel que dispusiera para recibir al huésped, y dijo que desde la primera vez que se asomó al balcón y lo vio allí, en la plaza, mirando tan fijo hacia la casa, supo que era él, y que muy pronto, cuando tirase el cigarrillo y asiera la maleta con un gesto de brusca resolución, iba a sonar el timbre en el silencio del patio y luego los pasos de Teresa sobre las losas de mármol. Salió a la galería y se ocultó tras los visillos para verlo de frente cuando se abriera la puerta, enmarcado en la claridad del umbral, alto y con el pelo despeinado y húmedo, con un abrigo a cuadros grises y de hombros caídos que subrayaba su aire de fatiga y una maleta pequeña que no quiso darle a Teresa cuando ella lo invitó a pasar al salón, donde ya estaba encendido el fuego.
– Inés -gritó Teresa, asomándose al hueco de la escalera-, dile a don Manuel que ya ha llegado su sobrino, el de Madrid.
Siguió quieta al otro lado de los visillos, la cara muy cerca del cristal, porque le gustaba quedarse así durante horas, detrás de todas las ventanas, mirando la calle o el patio de columnas blancas o el corral con un álamo y un pozo seco que esta noche ha cruzado por última vez camino de la estación de Mágina. Le gustaba mirarlo todo desde lejos, las cosas inmóviles, el tránsito de la luz en los vidrios de la cúpula, y sin que nadie notara su presencia -era tan sigilosa y delgada que sólo un oído muy atento, y ya avisado, podía descubrirla- reclinaba en el cristal la nariz y la frente y dibujaba líneas o palabras en el vaho de su aliento, regresada a un tiempo lentísimo que era el de su infancia, perdida en él, inmune a los voces que la llamaban. Antes de volver a la cocina, con su andar oscilante, Teresa alzó los ojos desde el centro del patio buscando la sombra de Inés tras los visillos de la galería, porque sospechaba que no la había obedecido y seguía allí, mirándola, escogiendo acaso un ángulo favorable que le permitiera ver todavía al recién llegado, y volvió a ordenarle que se diera prisa en avisar a don Manuel. Dieron las seis de la tarde, primero muy cerca de Inés, en el reloj del gabinete, y unos segundos más tarde, cuando la muchacha ya subía las escaleras del palomar, las campanadas del reloj de la biblioteca, para ella hondas y distantes, sobresaltaron a Minaya, que no se había atrevido a sentarse y permanecía muy firme y atento a la puerta cerrada, con el abrigo bajo el brazo y la maleta muy cerca de sí, como si aún no estuviera seguro de que lo fuesen a aceptar en la casa. La realidad, calculo, imponía ingratas correcciones a su memoria. Los techos no eran tan altos como los recordaba, y los libios ya no cubrían prodigiosamente todas las paredes, pero el suelo entarimado brillaba exactamente igual que tuluncos y crujía levemente bajo sus pisadas, y el fuego estaba ardiendo en la chimenea de mármol para recibirlo. Había dos ventanales de cuadrícula blanca, casi de celosía, y a través de sus vidrios la plaza que unos minutos antes había abandonado le pareció imaginaria o lejana, como si la ciudad y el invierno no mantuvieran un vínculo preciso con el interior de la casa, o sólo en la medida en que le añadían un paisaje íntimo para mirar desde sus balcones y una sensación de atardecer hostil que hiciera más cálido su ámbito cerrado. Vio entonces, mientras esperaba y temía, las dos primeras imágenes de Mariana, que después, día tras día, iban a repetirse y prolongarse en otras cuando su rostro, no siempre reconocido, apareciera ante él en las habitaciones de la casa, en los escritos de Jacinto Solana, en una plaza y en alevinas iglesias de la ciudad. Vio primero el dibujo de Orlando, enmarcado entre dos estantes de la biblioteca, el rostro en escorzo, casi de perfil, de una muchacha con el pelo corto y caído sobre los pómulos, la nariz afilada, la barbilla breve y los ojos muy abiertos, fijos en algo que no estaba fuera de ella, sino en su conciencia absorta, en su leve sonrisa. Orlando, leyó, mayo de 1937. Sobre la repisa de la chimenea, en una foto que a pesar del cristal que la protegía iba tomando un tinte sepia, la misma muchacha caminaba entre dos hombres por una calle que indudablemente era de Madrid. Llevaba un abrigo con cuello de piel abierto sobre un vestido blanco y zapatos de tacón, pero de su rostro sólo podía precisarse con exactitud la gran sonrisa que se burlaba del fotógrafo, porque tenía caída sobre la frente el ala del sombrero y un velo le ocultaba los ojos. El hombre que caminaba a su izquierda sostenía un cigarrillo y miraba al espectador con aire de ironía o recelo, como si no aprobara del todo la presencia de Minaya o hubiera descubierto en él a un espía. En el de la derecha, el más alto de los tres y sin duda el mejor vestido, Minaya creyó reconocer a su tío. Manuel fue sorprendido por el disparo del fotógrafo cuando se volvía hacia Mariana, que inesperadamente se había tomado de su brazo y lo estrechaba contra ella sin advertir el don que le concedía, atenta sólo a la pupila de la cámara, como a un espejo en el que la complaciera mirarse mientras caminaba.