La risa de doña Elvira, le explicó luego a Inés, una carcajada corta y fría rompiéndose como una copa de vidrio y brillando por un instante en aquellos ojos que ignoraban la complacencia y la ternura, abiertos e inflexibles y duramente afilados por la lucidez del desprecio y la cercanía de la muerte. La piel tensa y translúcida en las sienes, los bordados blancos en los puños y en el cuello para esconder de sí misma y de los espejos los peores estragos de la vejez. De sus manos sólo podían verse los cortos dedos afilados que arañaban la mesa o ceñían la taza para que su temblor no se advirtiera.
– No, tú no eres como ellos. Eres más guapo y más inteligente, y las dos cosas se las debes a tu madre, porque tu padre, el muy estúpido, nunca se consoló de haber nacido desheredado, y no hizo nada para darle a ella la vida que se merecía. ¿En qué andaba cuando se mató?
– En algo de inmobiliarias. Decía que iba a ganar mucho dinero. Se compró un coche.
– ¿Era un negocio limpio?
– Lo parecía. Pero después de su muerte embargaron hasta los muebles. Tuve que buscar trabajo y mudarme a una pensión.
– De vez en cuando, antes de que os fuerais a Madrid, venía a mí para lamentarse de su mala suerte y pedirme dinero para sus negocios, sin que tu madre lo supiera. Nunca le di un céntimo, por supuesto, entre otras cosas porque aunque me hubiera fiado de él, que nunca cometí ese error, no tenía nada que darle. Mi marido se lo dejó todo a Manuel, esa fue otra de sus bromas, la última. Por ahí anda todavía una copia de su testamento. «Declaro heredero universal de todos mis bienes a mi hijo Manuel», decía, para que no se rompiera no sé qué tradición, que desde luego era falsa, y a mí me legaba un cuadro, exclusivamente un cuadro. «A mi muy amada y fiel esposa María Elvira dejo el retrato del reverendo padre Antonio María Claret, de quien la sé muy devota.» No lo hizo por vengarse, sino por seguir riéndose de mí después de muerto. Pero he sido yo quien ha salvado esta casa, y si aún nos queda un poco de tierra y algún capital en el banco no ha sido gracias a mi hijo, que nunca se ocupó de nada y siempre anduvo tan avilanado como ahora, sino a mí, que llevo cuarenta y cuatro años luchando por conservar lo que mi marido no tuvo tiempo o ganas de malvender para costearse sus antojos. Mira esos libros. Sobre ellos paso las noches enteras revisando las cuentas del administrador, que es un sinvergüenza y me engaña si me descuido. Como sabe que estoy mal de la vista, hace los números cada vez más pequeños, pero yo he comprado una lupa y puedo ver con ella hasta lo que no está escrito. Nunca ha habido un hombre que pueda engañarme, y no lo voy a permitir ahora, en la vejez. Tampoco puedes tú, pero lo sabes. Cuéntame por qué has venido.
Ésa era la pregunta y el reto escondido y el punto final a donde conducían todas sus palabras, no una confesión, sino un crudo desafío en el que ella, después de mostrar sus armas, apartaba a un lado la simulación y las palabras igual que un jugador limpia la mesa para dejar un solo naipe y darle luego la vuelta con brusca lentitud. Ésa era la única pregunta y la única razón para que ella lo hubiera recibido, y Minaya la había estado esperando desde que entró en la habitación, mucho antes, desde que Inés le anunció la orden de la señora y el momento designado para la audiencia. Esta tarde, a las cinco, había dicho doña Elvira, y él anduvo toda la mañana calculando el tono y las palabras precisas y el modo en que debería presentarse, dócil, le advirtió Manuel, porque ella lo miraría buscando la confirmación de una antigua amenaza que alguna vez, pero no siempre, se llamó Mariana o Jacinto Solana, bien vestido y peinado como ella imaginaba que debía vestir y peinarse un joven de dignidad evidente, aunque de escasa fortuna, pero no tan impecable o servil que doña Elvira pudiera sospechar el uso premeditado de una máscara.
– Antes de que tú hayas podido verla -dijo Manuel, mientras comían- ella te habrá mirado de la cabeza a los pies, sobre todo el cuello, los puños y las manos, porque siempre ha dicho que en el cuello y en los puños de la camisa se puede averiguar si un hombre es o no un caballero. Desde que llegaste ha estado haciendo preguntas sobre ti, a Inés y a Amalia, e incluso a Medina, cuando sube a reconocerla, pero sobre todo a Teresa, que le tiene miedo y se siente como hipnotizada cuando mi madre le habla. Ya lo sabe todo sobre ti, y por supuesto a lo que has venido, pero quiere oírlo de tus labios, para decidir si eres un peligro.
Y ahora estaba sentado frente a ella, frente a su única pregunta, sirviéndose un poco más de té frío para mentir o prolongar una tregua y mirando durante diez segundos larguísimos, antes de responder, el jardín ganado por la oscuridad y los tejados y el cielo donde aún era de día. Quiero escribir un libro, dijo por fin, sobre Jacinto Solana, previendo la mueca o el herido rechazo, pero no la risa que volvió a sonar como un estrépito de huesos y se extinguió en seguida.
– Solana. Ese Solana. Nadie ha pronunciado su nombre delante de mí en los últimos veinte años. Pensaba que gracias a Dios ya se había borrado para siempre del mundo y ahora vienes tú a decirme que vas a escribir un libro sobre él, como si se pudiera escribir sobre nada, sobre un fraude. Pero era tan embustero que después de morir ha seguido mintiendo igual que mintió desde que era un niño hasta el día que lo mataron. Así que también te ha engañado a ti como engañó a mi hijo y a su propia mujer, que se quedó esperándolo durante diez años sin que él le enviara una sola carta ni le dijera que se iba cuando la abandonó. Pero muchos años antes había engañado a mi marido. Tal vez no sepas que fue él, mi marido, el único responsable de que ese Solana saliera del estiércol y tuviera una instrucción que nunca les hizo falta a los de su clase. Había una especie de junta benéfica o algo así que todos los años hacía unas pruebas a los niños de las escuelas para pobres y seleccionaba a los más aventajados para costearles los estudios en los Escolapios. Mi marido, que entonces era diputado por Mágina, presidía esa junta, y fue su voto el que decidió la suerte de ese Solana y la desgracia de mi hijo. Un gran escritor, decían que era, pero yo no vi nunca un libro firmado por él, ni siquiera ése que parecía estar escribiendo cuando volvió de la cárcel para vivir a costa nuestra, primero en esta casa y luego en «La Isla de Cuba». Las cosas de la guerra iban olvidándose, y Manuel, que se salvó de morir en la cárcel gracias al apellido que lleva, parecía haber recobrado la sensatez, o al menos ya no se le notaba la locura que lo empujó a hacerse comunista o republicano o lo que quiera que fuese, que yo creo que ni lo sabía él mismo, y a contraer aquel matrimonio absurdo. Todos pensábamos que Solana estaba muerto o que había escapado al extranjero. Pero volvió. Volvió diciendo lo mismo que había dicho siempre, que iba a escribir un libro, aunque a mí no me engañó. «No te señales, Manuel», le decía yo a mi hijo, «ese hombre es un ex presidiario y te va a buscar otra vez la ruina». Yo sabía que iba a pasar algo malo y estuve esperando el desastre hasta que vinieron unos guardias civiles para decirme, muy educadamente, eso sí, porque el teniente coronel era familia mía, que tenían que registrar la casa e interrogar a Manuel, porque ese amigo suyo, Solana, había matado a dos números en «La Isla de Cuba». Ése era el libro que estaba escribiendo, y por cierto que nadie lo pudo encontrar después. Usaba el cortijo para reunirse con sus cómplices, una cuadrilla de esos bandidos rojos que andaban entonces por la sierra. Y a Manuel lo volvieron a sacar de la cama de madrugada para llevárselo esposado al cuartelillo. Otra vez tuve que echarme el velo sobre la cara y humillarme llamando a las puertas de los que habían sido mis amigos para salvarlo de la muerte o de una condena que lo hubiera matado un poco más despacio. ¿Y sabes qué fue lo primero que hizo cuando se vio en la calle? Buscar en el depósito de cadáveres a su amigo y costearle un entierro y una lápida de mármol. Allí está todavía, supongo, en el cementerio, por si lo quieres visitar. Manuel nunca sube a verme, pero todos los años va a llevar flores a la tumba de su amigo del alma y a la de aquella mujer que le trastornó la vida. Y que le quitó su honor, si he de decirlo todo.
No le dijo adiós ni le ordenó que se marchara, sólo dejó de verlo u olvidó que no estaba sola y sus palabras se apagaron en un silencio muy lento, igual que se apagaban sus rasgos en la misma penumbra que ya borraba las formas de los muebles y las esquinas de la habitación, subiendo desde el jardín, desde los corredores vacíos y las salas que Minaya debía cruzar a tientas en su regreso como un viajero a quien la oscuridad sorprende en la espesura de un bosque donde no hubiera caminos, sino puertas cerradas. Puertas solas, suspendidas en el aire, herméticas como el libro que buscaba Minaya y que tal vez nunca fue escrito. Puertas entornadas que invitan a pasar y luego se cierran como por un súbito golpe de viento a la espalda de quien se atrevió a cruzarlas. Se levantó sin hacer ruido y murmuró una disculpa o una despedida, pero la mujer pequeña y enlutada siguió mirando el jardín con las manos juntas en el regazo y la espalda rígidamente erguida, como si posara para una fotografía.
– Tú no eres como ellos -dijo, y desde arriba era más pequeña y casi vulnerable, con sus agudos huesos bajo la piel y los bordados blancos sobre el terciopelo de luto-. Vuelve a verme cuando quieras.
Cuando ya salía la vio de perfil, la silueta oscura y el pelo blanco deslumbrado contra la claridad pálida del ventanal y el púrpura y el opaco azul del anochecer en los tejados. Cerró despacio, y al volverse encontró los ojos claros y fijos de Inés, que parecía haber estado esperando a que él saliera y traía en la bandeja de plata la cena que tampoco esa noche iba a probar doña Elvira. También él vencido y oscuro bajo las mantas donde yace un cuerpo enfermo, lo imagino, también él mirando el techo o la penumbra o la leve luz que viene desde las cortinas que alguien entornó antes de dejarlo solo. Hay frascos con medicinas sobre la mesa de noche y queda en el aire el olor del alcohol que usó Medina para desinfectar la aguja. Ha cerrado su maletín sobre los pies de la cama, moviendo despacio la cabeza, las manos que tan delicadamente levantaron del estiércol la nuca de Mariana, como si no quisiera despertarla. Ha mirado su reloj y ha vuelto a guardarlo en el chaleco, estudiando a Manuel, que parece dormido, pero que lo está viendo alto y lejano desde una bruma no de dolor físico, sino de melancolía, dispuesto a cerrar los ojos para no dormir y rendirse a la última luz del día que se va apagando en la plaza y en las cortinas blancas del balcón con la misma dulce lentitud con que él desea extinguirse, ojalá esta misma noche, piensa, sin sobresalto ni premura, con los ojos cerrados, con el retrato de Mariana y el de su tía Cristina asistiéndolo con su grave presencia de testigos sigilosos. Por un momento ve a «Medina o lo sueña tal como era en 1937, delgado y con bigote negro, con su uniforme de capitán, inclinándose no sobre él, sino sobre el cuerpo de Mariana, que lleva un camisón translúcido y tiene una mancha roja y circular en la frente. Medina, otra vez lento y pesado, aprieta su mano un instante y luego sale de la habitación, y se oye su cautelosa voz hablando con alguien, Teresa o Amalia, en el pasillo. Ahora Manuel se ovilla de costado y sube el embozo hasta taparse la boca, de espaldas al balcón, fijo en las molduras del armario, que la noche disuelve. Como único rastro le queda en el pecho un vago dolor muscular que es la mano quieta, el tranquilo reptil que ni siquiera duerme bajo sus párpados cerrados. Sólo espera el día definitivo y próximo, la hora en que subirá por el costado izquierdo rozando el tibio tejido rosa de los pulmones y luego rodeando el corazón antes de oprimirlo, cerrando en torno a los latidos del miedo el anillo de la asfixia, como un ciego animal que hubiera sido incubado en el pecho de Manuel treinta y dos años atrás para cumplir día tras día el plazo larguísimo de la angustia y de la deseada muerte. Había pasado la tarde en la biblioteca, sin hacer nada, sin voluntad ni aun para subir las escaleras del palomar, esperando que volviera Minaya de su visita a doña Elvira, y tal vez había sido el desasosiego de la espera y de los cigarrillos la causa de que se reavivara la antigua herida cerca del corazón, como un camino que precisa su línea blanca en la creciente luz del amanecer. Qué le dirá de mí, pensó, de todos nosotros, temiendo menos el odio de su madre que la forma en que lo estaría mostrando ante Minaya, la indiscreción, la muy probable calumnia. Como a cada minuto era más indudable la cercanía del dolor en el pecho -ahora el reptil o la mano se alojaba en el estómago y tanteaba hacia arriba, avivado por el coñac y el tabaco-, Manuel se puso el abrigo y el sombrero y tomó el bastón de bambú que había sido de su padre para salir a la calle camino de los miradores de la muralla. Pero no había tregua, porque el miedo y el dolor ya le subían por las venas como una sola cuchillada, ya le acuciaban el aliento y abrían ante sus pies un foso que lo dividía del mundo y lo dejaba solo con la mordedura del espanto. Bajaba lento y anacrónico por la calle Real, muy cerca de las paredes, cediendo la acera a las señoras, a las que saludaba, cuando creía conocerlas, tocándose el ala del sombrero con un ademán ausente y del todo involuntario, pero no le bastaba el aire de la calle para mitigar el incesante latido que restallaba en su corazón y en sus sienes, y la mano oscura que le oprimía el pecho llegaba a veces a detener en un instante de vértigo el flujo de la sangre. Apoyándose en las paredes pudo alcanzar la plaza de Santa María, y al sentir en el corazón el picotazo último y la bofetada de sombra que lo derribó sobre las losas recordó una mañana de abril en la que esa misma plaza y su escenografía de palacios y campanarios lejanos le parecieron más ilimitadas que nunca, porque Mariana, con una blusa blanca y unas sandalias de verano, venía hacia él sonriendo desde la fachada del Salvador. Fue esa misma imagen, intacta, la que halló ante sí cuando despertó de su breve muerte sin saber quién era ni en qué parte del mundo estaban la habitación y la cama donde yacía. Oyó voces, palomas, las notas de una extraña habanera que no terminaba nunca, oyó, mientras lo vencía el denso letargo de los calmantes, voces de niñas que cantaban en la plaza el romance fúnebre de Alfonso XII y doña Mercedes, y en las aguas aún no abismales del sueño la melodía de la habanera se enredaba a las voces de la canción infantil, a los pasos ya nocturnos en el corredor y al murmullo como de hospital y vigilia que le llegaba del otro lado de la puerta.